¿Te atreves a soñar?

domingo, 15 de diciembre de 2013

La ciudad de las hadas


Rosana me envió hace poco algunas fotografías de la calle Larios de Málaga. Unas pocas. Las necesarias para recordar nuestro paseo de la Navidad anterior. Todo tan risueño, tan de fantasía, tan delicado.

Este invierno las calles parecen de encaje. Han vestido la ciudad como a las hadas. Con luces azules y espirales, con arañas rococó y esferas que vuelan. Entran ganas de bailar de puntillas. 

Cada vez queda menos... ¡Qué cerca está la Navidad!




















Fotografías: Rosana Molero Martín

lunes, 9 de diciembre de 2013

Tres horas de vida


La gotera había desbordado el cubo. Hacía dos días que no dejaba de llover y la madera vieja de la cabaña se había resfriado. En la oscuridad obligada de la tormenta, Daniel dibujaba junto a la chimenea. Acababa de avivar la lumbre y los lengüetazos del fuego se proyectaban en el cuaderno de papel. Sombras que Daniel ignoraba, concentrado en el rostro de la juventud. Entre otros, le sonreían sus ojos de grafito, tan grandes sin las arrugas.

El cuco cantó justo cuando esperaba. Pocos segundos antes Daniel había elevado la mirada hacia el reloj, porque conocía los pasos de las horas.

Bostezó y retomó el dibujo. En su hoja trazada escuchaba risas y voces antiguas, voces muy llenas de polvo. El paisaje apenas esbozado brillaba de color. Allí estaban todos: Federico, Antonio, José, Fernando. Y Marisa también, con su voz cantarina. Y la hermana pequeña del pillo, quien para entonces ya se había marchado a Madrid.

La alfombra se había mojado y el hogar era cenizas.

Fernando y Marisa se casaron poco después. Antonio heredó las tierras de su abuelo y las trabajó junto a su esposa, pero a ella Daniel no la conoció. Y José... ¿José estudió una carrera en la universidad? Quizá eligió Derecho antes de viajar a Estados Unidos. ¿O había sido Medicina?

Hacía frío. Daniel miró la hora; llevaba tres perdido en la cuenta de los años. Había olvidado al pájaro del reloj y la gotera. La noche había dormido a su cabaña y el viento se lamentaba cada vez más alto. Daniel se levantó despacio y miró su obra. Pero los recuerdos se habían callado. Arrugó el papel y lo arrojó a la chimenea.

Quería vida, no silencio.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Sus labios rojos

Había un beso carmín en la toalla. Un beso que no era mío, que no me buscaba. Un beso que se había escapado de los labios de la mujer que amaba. Rojo sobre blanco. Un aleteo de la coquetería, todos mis sueños. Ella con sus rizos cortos y yo con mi corbata de siempre, la única que recibió un piropo. Me baila su risa en mi propia garganta. Se alisa la falda y aúpa a Juanito en los brazos. El niño adorado de Aurora, nuestra amiga de la infancia. Le alcanza la nariz con el índice y se abrazan los dos con las bocas abiertas. Dientes marfil ligeramente manchados de rojo.

Y mientras, Aurora los observa desde la cama con las sábanas bajo los brazos y una sonrisa cansada. La medicación en la mesilla y la muerte rondándole los párpados. Está más pálida, más callada. Hace meses que no sale de casa. Por eso Ella hace de madre y yo asisto a su padre. Juan no se despega de la cama. La barba afeitada, camisa impecable y las ojeras. Los cinco años de Juanito saben que la felicidad corre invertida. A sus juegos le pesa el silencio de sus padres.

Pero Ella ríe e inventa, sueña y lucha con espadas de madera. Lo lleva al parque y al cine, le compra chucherías y helados de tres bolas. Le besa los mofletes gordos, y yo suspiro. Sus labios rojos. De nuevo sus labios rojos y sus rizos cortos.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Desde la célula y hacia la solución

Hoy os dejo algo muy diferente a lo habitual: un vídeo sobre ciencia, sobre investigación, sobre batas blancas. Espero que con él descubráis algo nuevo y os despierte alguna curiosidad sobre la células. En este caso, se trata de los condrocitos o células de cartílago. El primer paso hacia la solución de problemas como la artrosis. 


lunes, 18 de noviembre de 2013

Despertar



Ilustración: Blanca Rodríguez G-Guillamón


Veintidós horas sin dormir. Camisa remangada, vaqueros; vestido de fiesta y tacones. De una noche de bailes a una mañana brumosa. Del ritmo acelerado, frenético, al tiempo detenido, al mar, al sol perezoso, a unos labios dormidos de risa.

Te adentras en la duna con las zapatillas colgando de los dedos y me esperas. La arena está fría y salpicada de ramas punzantes. Te ofreces a cargarme a la espalda, pero yo sonrío con la cabeza baja y echo a correr hacia la orilla.

Entonces me miras por detrás de tus ojos rasgados y me parece adivinar un pensamiento. Y yo recojo una piedra y la lanzo al mar. Hay algo diferente, joven y frágil; pero también miedo, aunque no lo digamos ninguno de los dos.

El silencio se vuelve tan grande que se oyen los latidos. Los latidos de las olas, de la arena, del cielo, de tus labios, de los míos. Despierta otro día y el sol sonríe. Aquella mañana nacemos de nuevo tú y yo.


lunes, 28 de octubre de 2013

¿Quién es Peter Higgs?

Peter Higgs es un señor de 84 años, con gafas grandes, pelo blanco y una mirada bonachona. Sencillo, divertido y Premio Nobel de Física. Un hombre de cambios: de pequeño, por el trabajo de su padre y sus ataques de asma; más tarde, fue niño de la Segunda Guerra Mundial y, en la adolescencia, despuntó en los estudios, aunque consiguió galardón en todos sus trabajos menos aquellos sobre la física. Una paradoja, ¿quizá motivación? Lo cierto es que la ciencia fue su pasión y su amante, a quien dedicó las horas y los pensamientos, en quien pensó antes de acostarse y cada mañana. Incluso cuando su mujer y él decidieron separarse, cuando ya compartían dos hijos y muchas historias, la física continuó ahí.

Incómodo frente a las cámaras, pero orgulloso de sus compañeros y su trabajo, Peter Higgs ha sido galardonado este año con el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Nobel de Física. El motivo: el descubrimiento de un proceso que nos remonta al origen del Universo, que nos permite conocer un poco más de su estructura, de cómo surgió la masa de las partículas subatómicas. La mal llamada "partícula de Dios", el bosón de Higgs.


Fotografía: Stuart Wallace


domingo, 27 de octubre de 2013

Dama de otoño

Medio muerta, mártir de la belleza, mujer coqueta. Envuelta en hojas verdes, amarillas, rojas. Con zapatos secos. Vestida de caracoles blancos y lombrices brillantes. Amante del viento, que la desnuda sin prisas, con delicadeza, respetando los tiempos. Corazón de los bosques de otoño. Una dama elegante, rebelde, de fuego. 


miércoles, 23 de octubre de 2013

¿Cuál es el problema del cine?

Una tropa de gente y la sensación de que no cabríamos todos en el cine. Una cola que serpenteaba por el local y la calle, que se amenizaba por la emoción de comprar una entrada con 2'90 euros. Cientos de cabezas, miles de conversaciones. Una muchedumbre entusiasmada y unos empleados ajetreados pero sonrientes. ¿Es la calidad de las películas, la piratería o el precio habitual del cine lo que, de normal, mantiene en coma sus salas?
No recordaba una demanda semejante desde hace bastante años, ni siquiera en los estrenos más populares. Parecía una discoteca en plena semana laborable. Una fiesta de salas oscuras, olor a maíz tostado, conversaciones alegres, ilusión y arte. Supongo que los personajes de las películas se sentirían orgullosos, honrados, crecidos, valorados. Artistas de cine. Por fin, artistas de cine.
Una explosión feliz que, sin embargo, me acabó produciendo rabia. Ayer fui al cine, hoy iré otra vez. Si tuviera más horas, exprimiría esta oferta de 2'90 euros/película en dos o tres sesiones más. Y como yo, tanta gente, tantos románticos -porque aquellos días de citas en el cine han quedado muy lejos-, tantos amigos, tantas familias, tantos aventureros; tantos.
Después de estas reuniones de multitudes, después de que el cine pareciese un hormiguero de miradas brillantes, ¿de verdad que el problema son las personas?  

sábado, 19 de octubre de 2013

Cuando regresas

Quizá no sea capaz. Quizá este folio está aún demasiado blanco y tú, demasiado cerca. La muerte, estate seguro, también roba palabras. Y a mí me las quita todas cuando hablo de ti.
Anoche, no sé por qué, recordé tu risa de acordeón viejo y tu abrazo fuerte, y entonces sentí una especie de ternura por quien fuiste y por quien continúas siendo. Porque la muerte no se lo lleva todo; es incapaz de llevarse las huellas y los amores.
Cuando el agua de la ducha me envolvió en vapores, me hizo tan ligera que fui capaz -pues ya sabes que allí el dramatismo se vuelve más dramático- de imaginarte tan real como en ese momento lo era mi reflejo en el espejo.
Algún día yo seré como tú: tan fuerte, tan grande, tan apasionada. Y tú estarás siempre donde estén mis letras. Como en tu biblioteca, donde respiras en todos los volúmenes, en todas las revistas, en todos los papeles que no terminaste de ordenar. Pero esta vez, estamos los dos. Beberé de tu misma fuente, de tus mismos libros, aunque sea de puntillas.
Es posible que no sepa decirte lo que no te dije, pero ahora -no me cabe duda- puedes escucharlo todo. Ahora sé que, incluso cuando este folio está en blanco, cuando regresas, yo soy capaz de recuperar mis palabras por ti.

domingo, 6 de octubre de 2013

De fiesta con búhos

Todas huían de mí. No sé si sería el pan, que era viejo, mi aspecto penoso o el banco de pintura desconchada que había elegido. O quizá fuera simplemente que no tenían costumbre de mí, de mi perfume y de mi edad. Tal vez les resultaba graciosa la inexperiencia de mis manos, que aplastaban el mendrugo y arrancaban trozos con tanta fuerza que los dedos quedaban blancos.
En mi fracaso, las imaginaba a todas agitándose en las ramas, riéndose de mi poca gracia y mi ilusión truncada. Porque al principio yo le había sonreído al aire. Había llegado envuelta en mi abrigo de otoño y me había sentado en el único banco libre del parque. Había descubierto la cajita de pan duro y lo había lanzado con la esperanza de verme envuelta en un corrillo de palomas gorditas y simpáticas.
Pasearon las parejas, los adolescentes; corrieron los niños y los deportistas; conversaron los ancianos; se cayeron las hojas de los árboles. Y yo, lanzando migas a nadie, mantenía la mirada tan alta que no serían capaz de adivinar lo que pensaba.

“Tal vez las palomas tengan sueño, estén cansadas”.

“Son perezosas y hoy hace frío, no tendrán hambre”.

“Seguro. Seguro que se han empachado en una fiesta con búhos”.

“¿Por qué no vienen? Estoy sola, mucho”.

“Ya es claro: no me quieren”.

“No me quieren las palomas”.

domingo, 22 de septiembre de 2013

El grito del Perdón



“Donde se cruza el camino del viento con el de las estrellas”, inscribieron en el lomo de un caballo de metal que cabalga el Perdón. Una eterna procesión que admira Pamplona desde la cima del monte. Los guardianes detenidos de la ciudad. Con la mirada al frente y las espaldas cargadas, con el mismo cansancio que los peregrinos de Santiago.


El viento grita en la cumbre y se desahoga de todo lo que vio en las calles asfaltadas. Coge carrerilla y se lanza contra los molinos de viento, y los empuja, y les insufla vida, tanta vida que los hace girar. Allí, tan alto, no tiene miedo de llorar ni de enfadarse.

Y en el horizonte, se pintan las nubes. El sol escondido crea un mar infinito de rojos y naranjas. Una línea que distingue la noche de la cuenca hasta que se asoman las estrellas, todas esas que se cruzan con el viento, y la Naturaleza se detiene a contemplar las minúsculas luces de la ciudad.


Texto: Blanca Rodríguez G-Guillamón
Fotografías: Siyuan Qian Zhang


domingo, 18 de agosto de 2013

¿Dioses del mar?

“El infierno se congelará antes de que retire alguno de los bloques de hormigón”, aseguró el Ministro gibraltareño a la cadena televisiva inglesa de la BBC.

Mi familia tiene que comer ‒se quejó un pescador a una periodista española que le tendía el micrófono para que opinase sobre la protesta en La Línea‒. Mi familia y mis compañeros de faena. Es mi vida, ¿entiende? ¡A mí me importa un rábano la política!
Paco recogió las redes y se las mostró a la cámara.
‒Quién manda sobre los peces, ¿eh? ¿Quién se cree tan imbécil como para pensar que gobierna sobre el mar?

martes, 6 de agosto de 2013

Un paraíso de melocotón

El paraíso debe ser muy semejante. Cuando comencé la caminata por la orilla del mar, con los pantalones remangados y las sandalias entre los dedos, tuve la sensación de que aquella inmensidad se arrastraba solo para acariciarme los pies.
La playa se había vaciado de turistas y apenas quedaban algunas parejas fotografiándose y los pescadores que clavaban sus cañas como banderas. Algunas risas discretas, palabras brumosas y las conversaciones de las olas.
En cada paso traté de memorizar aquellos brochazos de la naturaleza y de ponerle palabras a lo que no tiene. Un mar suave, ligero, encarnado, protegido por un horizonte de bruma morada y perfumado de sal. Un mar que, por ser belleza de paraíso, mejor podría describirse como mar de melocotón.
Todo era confianza entre un mar que besa y unos caminantes sin más destino que el soñar. Así pues, continué marcando mis pasos en la arena fría. Y el mar persistió en borrar mis huellas. Y respiré la libertad que arrastraba la espuma. Y las olas se hicieron grandes hasta doblarse y rasgar la orilla.
Y todo fue paz hasta que estalló un lamento.
Primero, una botella vacía de vino, después, vasos de plástico y latas de refrescos. Una bolsa de basura asfixiando al mar y una montaña de cáscaras de pipas. Una chancla rota, más bolsas, papel de aluminio y restos de un bocadillo. Una lata de Monster.
Me tembló el corazón y el ánimo. Mi mar de melocotón lo habían convertido en un paraíso monstruoso.

sábado, 3 de agosto de 2013

El señor alcalde

El señor alcalde se baja del coche oficial. Se detiene en mitad de una carretera estrecha. Se recoloca la chaqueta y echa a andar hacia la peluquería donde ha concretado cita sin despedirse del chófer, que en seguida le sustituye al volante, y sin preocuparse por el atasco mudo que deja detrás.
El señor alcalde llama a la puerta de la peluquería. Son las dos de la tarde y el local está cerrado para los ciudadanos, pero no para él. Saluda con un gesto perezoso y algunas palabras medidas y ocupa uno de los sillones de cuero. No tiene prisa y tampoco le importa si la tiene el anciano Bernardo.
El señor alcalde pregunta por la salud del negocio y Bernardo no se atreve a reconocer que solo ha recibido a dos clientes a lo largo de la mañana.
“Es el mejor pueblo, con los mejores turistas, con las mejores calles y las mejores gentes”, dice el mayor.
Bernado discrepa, pero se traga sus protestas. Ya se quejaron otros antes y ninguno acabó bien. Silicona en las cerraduras, basuras en la puerta, carga y descarga... Conoce el porte traicionero del hombre al que arregla el pelo. Muchas promesas para quienes sigan sus pasos, mucha mierda para los que no. De modo que sonríe y calla, de vez en cuando asiente y fuerza unas risas, pero no comenta nada sobre aquellas calles sucias, los barriles y cajas que reducen la acera, los meados en las esquinas de su local y de los próximos, el olor a orine y descomposición de las mañanas calurosas.
El señor alcalde se mira al espejo, satisfecho. Alaba el trabajo con poca gracia y repite alguna de sus frases más ensayadas para despedirse de Bernardo. Son las dos y media pasadas y abandona la peluquería con la cabeza bien alta, igual que cuando entró. Cruza la carretera y se sube a su coche negro y de buena marca.
El chófer, que cuando llega el alcalde hace de copiloto, ha aparcado donde su jefe le ordenó, en una zona exclusiva para la carga y descarga de los vehículos comerciales. La zona negra de quienes no atienden a las indicaciones, donde la policía multa más de tres veces al día. Pero, ¿quién se lo va a reprochar? Él es el señor alcalde, el emperador de un pueblo sometido, un vengador, un tirano contra la democracia, un manipulador de la opinión pública, un cateto con aires de rey.

sábado, 27 de julio de 2013

Los medicamentos de la vergüenza


¿Qué necesitas? Pide, sé ambicioso, aprovecha y quédate con todo lo que te pueda hacer algún bien. No importa que por el camino hayas gastado el dinero y el tiempo de otros. ¿Y qué si te comprometes con algo y desapareces? Si te acusan, defiende que tu postura es inocua, que lo que dejaste atrás eran cosas sin importancia. Que la amabilidad, la sinceridad y el respeto no te corten las alas. Si te dan la mano, no lo dudes, agárrate fuerte del brazo.

¿Y por qué no decirlo si es lo que pensamos? No parece que seamos conscientes de que detrás de cada decisión que tomamos hay personas, necesidades y problemas. Personas que quizá no conozcamos. Necesidades que no son las nuestras. Problemas que pueden estar asfixiando a otros. Y, es cierto, no se trata de analizar cada vida antes de tomar una resolución, pero sí de cuidar los detalles que parecen más ligeros.

Hace unas semanas visité una farmacia. Entré por su puerta amplia repitiendo en silencio el nombre largo y complicado del medicamento que buscaba. Habían cinco clientes antes que yo, de modo que apunté el fármaco y esperé. Libre de esa concentración enfermiza, me dispuse a observar y aprender. Tenía curiosidad por los estantes de productos, las recetas electrónicas que parecían entretener tanto a las farmacéuticas y el cuartillo que se abría tras el mostrador. La aglomeración de cremas solares, hidratantes, antioxidantes, pañales, potitos, biberones, champús, geles de baño, desmaquillantes, anticelulíticos... resultaba desconcertante y extrañamente acogedora. Tanto me evadí que se me colaron dos señores. Sin protestar, porque tenía la mañana libre, me coloqué detrás de ellos. El más mayor; alto, de barba blanca y acento extranjero, parecía alterado por su conversación con la mujer que lo atendía.

“Sí, aún sigue en el estante, esperando...”, decía ella con resignación.
“¿Todavía? Pero ya ha pasado más de una semana”.
“Y lo que queda, Jules, y lo que queda. Supongo que nos lo han vuelto a dejar colgado”.
“¿Y se puede devolver?”
“No. Este medicamento venía por un laboratorio que no lo permite”.
“¡Vaya cara tiene la gente!”.
“Bueno, no te alteres, Jules. Desgraciadamente es habitual”.
“Me parece indignante”.
“Entonces, ¿te saco todo lo de la tarjeta?”.

Y yo desconecté. O más bien, me quedé pensando. No entendí hasta una semana después a lo que aquel tal Jules se refería. Me lo explicó la misma farmacéutica que lo atendió, porque mi curiosidad me llevó a preguntarle sin más preámbulos.

Una farmacia no es el almacén de todos los productos sanitarios habidos y por haber. Cada una vende las marcas de las casas y laboratorios que trabaja. No puede abarcarlo todo, del mismo modo que Zara no vende todas las colecciones de Inditex. Sin embargo, puede ofrecer el producto al cliente con un margen que oscila ente la media jornada o el día completo y en los casos más raros, la semana. Cuando el farmacéutico ofrece esta posibilidad, se inicia una cadena de confianza con el cliente. Si este está interesado, acepta que le encarguen lo que solicitó y debería recogerlo a partir del plazo indicado.

Desgraciadamente, lo más habitual es pensar en uno mismo y despreocuparse de los demás. Sí, exactamente, agarrar el brazo de quien te da la mano con amabilidad. Así, muchos de los productos que se encargan acaban ocupando los estantes de la vergüenza. Medicamentos caros que acaba pagando la farmacia por el capricho de algún cliente que lo pidió por pedir, u otros tan concretos que no suelen venderse si quien lo encargó no los recoge. Y ahí permanecen, esperando, hasta que caducan.

No quiero decir que detrás de cada encargo haya una intención despreocupada, ni tampoco así me lo dio a entender la farmacéutica, pero que los medicamentos queden huérfanos ocurre. Y quizá pueda parecer una tontería, pero detrás de ese “sí” del cliente, hay tiempo, dinero y problemas ajenos; de quienes trabajan en el laboratorio, del transportista, del farmacéutico y de sus familias. Porque a lo mejor ellos no tienen vacaciones, pero atienden con una sonrisa. O están cansados, pero mantienen el buen humor. Tal vez sienten que nadie les escucha, pero ayudan a quienes acuden a ellos. Porque quizá, ¿lo has pensado?, tratan de darte lo mejor de sí cuando se les almacenan los medicamentos en los estantes de la vergüenza.

domingo, 30 de junio de 2013

La mujer misteriosa

 Carlos solo recordaba una risa grande en un cuerpo menudo. Ni sus ojos oscuros, ni sus labios finos, ni el lunar que tan graciosamente pendía de su mejilla izquierda.
‒Podría reconocer al culpable ‒aseguró al policía‒. Déjeme las fotografías y le diré quién es.
‒¿Está seguro? Usted no consta como testigo.
‒No fui testigo del robo, pero la conocí.
El oficial frunció el ceño, repasó de nuevo la documentación y se acercó a la mesa. Hizo un gesto para que él mismo revolviera entre las imágenes. Carlos se agachó sobre los papeles, pero condenó rotundamente el material. Se giró hacia el agente.
‒¿Esto es todo?
El policía se rió con un gesto ensayado. Paseó por el despacho en círculos, ahogando el espacio entre el recién llegado y él, subrayando la cercanía con su mirada felina, con el cuerpo ligeramente doblado como quien espera el instante de atrapar a su presa. Carlos se esforzó en mantenerse sereno.
‒Ahí están todas las fotografías de las mujeres acusadas ‒dijo el agente Flavio.
La risa hueca y su mano derecha en el bolsillo, sin embargo, contradecían sus palabras.
‒¿O falta alguna? ‒inquirió.
Carlos se cruzó de brazos despacio. Sabía dónde estaba el límite. Aunque el agente parecía haberlo olvidado, ya se habían cruzado antes. Un presunto asesinato que no se resolvió. Una misiva con amenazas de muerte. Un robo a plena luz del día en uno de los museos más vigilados de Madrid. Era la tercera vez que ambos se veían implicados en los crímenes de una misteriosa mujer a la que nadie ponía nombre. Flavio era el encargado del caso y Carlos, un periodista con muchas sospechas y una sola prueba.
“Aficionado”, parecían gritarle los labios apretados del oficial.
‒No está aquí ‒dijo Carlos‒. Los dos sabemos que falta alguien más.
‒Sí, es cierto ‒Flavio hizo una pausa, en la que aprovechó para apurar el vaso de ron que él mismo se había servido, y sacó del bolsillo un rostro en blanco y negro‒. La misteriosa no estaba incluida. Alto secreto, ¿sabe? La asesina, y en este caso ladrona, no la ha visto nadie.
‒Solo usted, imagino.
El agente sonrió.
‒Si yo la hubiera visto, no se me habría escapado. No me he ganado este puesto por mi cara bonita ‒retomó su risa, como si acabase de contar uno de sus mejores chistes‒. Este caso, señor periodista, le viene grande, así que no se moleste. Ni la mejor pluma ni la imaginación más torcida sería capaz de informar sobre esa mujer.
Carlos aguantó la mirada sagaz del policía. La imagen que el hombre le había mostrado con fugacidad ya la conocía. Él mismo la había publicado en el periódico tras conocerse que la mujer misteriosa volvía a estar detrás de un crimen. Con el cuidado de quien sostiene algo frágil, Carlos tomó unas notas en su cuaderno.
‒Eso es, desista ‒aceptó Flavio sin perder la sonrisa‒. Cuando la policía tenga noticias, sabrá de nuevo de mí y se acordará de mis palabras. Encontraremos a la culpable, pero no será gracias a usted. De todas formas, le animo  a seguir escribiendo. Hay otros crímenes, otras barbaridades que nadie cubre. No se deje engañar por el sensacionalismo que está causando la misteriosa mujer.
El periodista devolvió el cuaderno a su maletín con una mirada triunfante. Se dirigió a la salida y acarició el pomo como si aquel despacho encerrase todas las respuestas sobre el caso.
‒Solo una cosa más ‒insistió Carlos‒. Usted sabía desde un principio que la asesina era una mujer, ¿no?
‒Sí, sí, claro. Eso resultaba evidente. No había más que ver el sigilo, la prudencia, el...
‒Lo inventó la prensa, señor ‒corrigió el joven‒. André Saltillo, periodista de La Vanguardia. Él fue el primero que lo mencionó. A partir de ahí, se desencadenó el misterio y la imaginación. Todos inventaron algo: periodistas, criminólogos, detectives privados... e incluso usted mismo. Y no le estoy preguntando.
Carlos empujó la puerta despacio. Se aseguró de que el pasillo y la salida despejada, y confesó.
‒Fui yo quien publicó la fotografía de esa mujer en mi periódico. Un cebo. Aunque le confieso que al principio pensé que la policía lo desmentiría. Debería haberlo desmentido, Flavio. Entonces estaba usted a tiempo. Ella no es la criminal que buscas.
El policía se enervó. La risa ronca que le había acompañado durante la visita le confería ahora una imagen vulgar. Rápidamente se llevó la mano al arma, aunque no desenfundó. Carlos sonrió y escupió sus últimas frases con la seguridad de quien ha confirmado sus sospechas.
‒Esa que culpas es una antigua conocida de mi madre. Treinta años en la foto y ochenta a día de hoy. ¿Sorprendido? ¿Le acabo de desbaratar su propia quimera? Vaya preparándose una buena coartada, agente, la próxima vez que la mujer misteriosa aparezca será hombre, y no mujer, y vestirá su cuerpo fino y desgarbado con uniforme de policía y... ¡qué casualidad! También se llamará Flavio.

miércoles, 12 de junio de 2013

Rosa y la hormiga

El sol quemó la hoja hasta reducirla a cenizas. Rosa se rió y apartó la lupa del objetivo ennegrecido. Limpió la piedra de sacrificios y se acercó al hormiguero. El reguero de puntos negros que desquiciaba a su madre enlazaba la zona de tierra y matorral con las paredes de la casa. Con velocidad, buscó una hoja grande y dispersó a las hormigas. Luego alcanzó a unas pocas y las exhibió en la zona más alta de la roca.
Rosa apretó los labios mientras colocaba la lupa entre el animal y el sol. Sabía que ese experimento tardaría más que el anterior y que era necesaria la máxima puntería para que el cristal resultase letal.
Durante algunos minutos, la niña persiguió a la hormiga con el haz de luz y la hoja, pero ni el bicho se quedaba quieto ni ella tenía la suficiente destreza como para quemarlo en movimiento. Insistió hasta que escuchó cerrarse la verja y los pasos apresurados de su padre. Era la hora, porque ya habían sonado las campanas de la iglesia. Rosa detuvo la ejecución con los ojos bien abiertos y el arma en ristre.
Las llaves contra la mesa.
Un beso.
Una queja.
Un suspiro.
De nuevo unos pasos.
–¿Dónde está la niña más guapa del mundo?
Ella esperó en silencio, con la sonrisa en los labios.
Se descorrieron las cortinas del patio.
Rosa se olvidó de la hormiga. 

domingo, 2 de junio de 2013

Sobre el arte de cortejar

El señor Marcía revolvió el vino con un ligero movimiento de muñeca.
–Nada de negocios, no me hagan volver a recordarlo –dijo.
Había aparecido de repente y los comensales se sobresaltaron. El más anciano se golpeó el pecho para disimular la risa. Al hablar, el señor Marcía había arrancado del sueño al alcalde.
–Tienen suerte de que no les haya escuchado mi señora; hace un instante acaba de decirme que se lanzará sobre la yugular del siguiente que violente las reglas.
–¡Vamos, Marcía! ¿Qué sería de usted sin la política? Siéntese un rato con nosotros. Fronda nos está poniendo al día de las últimas decisiones del consejo.
El recién llegado arqueó las cejas y golpeó repetidamente el hombro del narrador.
–De modo que el señor Fronda no está por la labor... Acordamos que sería una cena benéfica, no una sobremesa de trabajo.
Julio Fronda se encogió de hombros y recorrió la línea de sus labios con los dedos.
–Echo la cremallera, lo prometo –contestó–. Y ya sabe que soy hombre de honor.
–Eso es, hombre de honor –aprobó Marcía–. Hombre de honor y de buen baile. ¿Por qué no saca a bailar a alguna damisela? He visto que la pista anda escasa de varones.
Los comensales se rieron y los más cercanos lo empujaron para que se levantase de la silla. Marcía insistió y Fronda acabó aceptando. Se sacudió la chaqueta negra e hizo un gesto en que exhibía cómicamente los músculos poco desarrollados de sus brazos.
–Nadie se me puede resistir –bromeó.
–¡Ni a la tableta de chocolate que escondes! –se burló uno.
Fronda chistó y se encaminó a la pista de baile.
–No cortejará a ninguna –comentó el anciano–. A este hombre le falta agallas. Muy inteligente, pero muy poca cosa.
–¡Fernández! –exclamó otro de los presentes con un golpe en la mesa–. ¿Me va a decir que usted a los treinta años era mucho mejor?
–Más elegante.
–Ya, y más guapo...
–Yo sabía ganarme a una buena moza; ahora estos críos solo saben espantarlas.
Marcía terminó la copa e hizo un gesto al aire. En seguida, un camarero se aproximó con una nueva botella.
–No creo que fuera tan bueno en esas artes. Usted solo es un cascarrabias pretencioso.
El anciano se cruzó de brazos sobre su prominente barriga y sonrió.
–Yo era un muchacho muy fino, ¿saben? Y las tenía a todas loquitas.
Los abucheos amistosos despertaron la curiosidad de los invitados de la mesa contigua, que se volvieron hacia ellos con la sonrisa de quien espera ser incorporado a la conversación. Marcía, quien lo advirtió, arrastró su silla hacia atrás para no entorpecer el debate. Los comentarios del anciano le hacían reír. La historia de la muchacha salerosa de vestidos largos y el joven de modales impecables le recordaba a las historias que le contaba su padre en su adolescencia.
Cuando el debate estuvo bien sembrado y nadie le prestaba atención, el señor Marcía se levantó y se dirigió a la mesa en la que siete hombres discutían sobre sueldos, desempleo e inflación. Bebió un trago y sonrió al único que se había distraído para mirarlo.
–Nada de negocios, señores –recordó–. Tienen suerte de que no les haya escuchado mi señora; hace un instante acaba de decirme que se lanzará sobre la yugular del siguiente que violente las reglas.
Mientras atendía a las protestas de los comensales, Marcía echó un vistazo rápido a la pista de baile. Fronda la recorría en círculos junto a una jovencita de sonrisa brillante.

lunes, 13 de mayo de 2013

Zumo de naranja


María se abrazó las rodillas y alzó la vista hacia la copa de los árboles. La primavera los había enamorado con flores y los pétalos blancos volaban por el parque como nieve perfumada. Escuchó risas y una voz infantil repitiendo las tablas de multiplicar.
El calor había llegado de puntillas.
Una joven de chándal pasó corriendo y tres adolescentes se giraron para verla marchar. María sonrió, recogió su cuaderno y bosquejó la escena. Uno de los muchachos le recordaba a su hermano mayor. La misma melena desordenada, la misma mirada de pillo.
Allí era donde siempre se habían reunido. Entonces Tomás trabajaba en el bar. Luego se graduó y desapareció sin decir nada. Solo llamó un par de veces para anunciar que todo iba bien.
María suspiró y retomó el trazo.
–Aquí tiene, señorita. Zumo de naranja y un croissant.
El camarero la interrumpió para dejarle la bandeja sobre la hierba. María lo miró desde el césped, pero el sol la deslumbró.
–¿Seguro que no quiere que le acerque una silla? –preguntó él.
–No, está bien.
Esa voz grave ya la había escuchado. Dio un respingo y le saltó el corazón. Se volvió con ímpetu para ver la silueta delgada de un recuerdo.
La chica se levantó y corrió hacia el hombre. Él, que escuchó el vaso de cristal haciéndose añicos y el revuelo del cuaderno golpeando la bandeja de metal, se giró antes de que María lo alcanzase. Ella, alborozada, se había detenido con los ojos muy abiertos y las cejas hundidas.
Ninguno de los dos sabía cómo continuar.
¿Realmente era posible?
Él estaba distinto: más barba, más cuerpo, más años.
¿Un abrazo? ¿Dos besos?
El camarero se tapó la boca para contener la carcajada.
–Mira que eres boba, María, te has derramado todo el zumo en las piernas.

martes, 7 de mayo de 2013

Conspiración


Conspiración (2007)

Llevo bastante tiempo sin publicar nada, pero últimamente voy un poco regular de tiempo. Solo quedan quince días para que pueda retomar el ritmo anterior, así que mientras tanto os dejo una ilustración inédita que hice algunos años atrás. La dibujé a grafito, la rotulé y luego la coloreé en el ordenador. Es de los pocos dibujos que he trabajado así, de modo que le tengo un cariño especial.

Espero que nunca dejéis de perseguir vuestros sueños. Más de una vez la vida parecerá conspirar contra ellos, pero la decisión última la tomamos nosotros. Que no os engañe la desesperación.


lunes, 1 de abril de 2013

Caminaría descalza


Si pudiera, caminaría la vida descalza. 
Estoy segura de que sin zapatos nada sería tan terrible. En la tierra, en la hierba, la arena y el agua. Descalza y libre. Sin ataduras, sin horas, sin prisas... Prendida al viento y volando con él. Paseando los atardeceres desde la orilla y bañándome en la plata del mar cuando el cielo esté nublado. Durmiendo piel con arena y sol, y despertando allá donde no hay hombres de traje, ni edificios burocráticos, ni mentiras.


Fotografía: Blanca Rodríguez G-Guillamón.

viernes, 29 de marzo de 2013

La máquina de sueños


Pía tenía un día para terminar su máquina de sueños. Había invertido horas, días, meses y años, pero ya se le acababa el plazo acordado. A la mañana siguiente tendría que presentarlo en el salón de los inventos juveniles y cruzar los dedos para que todo fuese bien.
El resultado de su trabajo era un cráneo de cristal cosido con cables. Cuando se conectaba a la electricidad, resplandecía y parpadeaba, vibraba ligeramente y producía un zumbido desconcertante. Nada más. No proyectaba imágenes, no creaba un cambio electromagnético, no flotaba en el aire. Simplemente se encendía y se apagaba.
La idea de presentarse a la exposición se le antojaba cada vez más ridícula. Pía había pensado que podría construir algo maravilloso; la nueva lámpara de Aladdín. Pero, conforme se acercaba el momento, se convencía de que su creación iba a necesitar un poco más de tiempo.
“¡Una máquina de sueños, qué idea más disparatada!”, exclamó al abandonar las pinzas de madera sobre la bandeja esterilizada. “Pero antes la gente podía soñar. La abuela me contó que cuando era niña, soñaba y soñaba, cada noche o durante el día, y visitaba miles de mundos surrealistas y conocía miles de rostros distintos. Cuanto me gustaría soñar una sola vez...”.
A Pía le habían hablado bastantes veces de los sueños; de la fantasía que se cuela en el cuerpo mientras duermes. Le habían dicho que había sueños en blanco y negro, pero también a color, que había sueños bonitos y pesadillas. Pero ella nunca había soñado. Ni siquiera había conocido a una persona con menos de setenta años que fuera capaz.
–Eso son tonterías–, le reprochaba su madre cuando la escuchaba lamentarse–. Si el gobierno dice que solo son pájaros molestos en la cabeza, no debes prestarle más atención. Tampoco deberías presentar tu obra a la exposición. No van a entenderlo y te considerarán contraria al régimen”.
–¿A qué régimen? –preguntaba la joven Pía de trece años.
–¡Ay, niña, mejor juega con muñecas, o al fútbol con el vecino, pero déjate de tonterías! La próxima vez que vea esa máquina que construyes, la tiraré.
Pero su madre nunca cumplía la amenaza, porque quería demasiado a Pía. Sabía de su inquietud por las ciencias, de su espíritu indómito y sus ansias de libertad. Cuando la mayoría de los niños se habían acostumbrado a vivir en una sociedad triste y corrupta, ella era incapaz de dejar de soñar despierta por todo lo que no podía hacerlo dormida. Era el precio de la censura.
Hubo una mañana en que, cuando despertó el mundo, nadie fue capaz de recordar las sombras y siluetas del subconsciente. Habían dejado de soñar dormidos. No hubo explicaciones, no hubo debate. Todos tenían el presentimiento de que algo o alguien les había robado los sueños. Se extendió el rumor de que el gobierno había empleado sus armas químicas para intervenir en el mundo interior de cada ciudadano, pero nadie se atrevió a confirmarlo. Luego vino el miedo y el silencio. Se acabó la libertad de expresión, se censuraron las miradas de esperanza. La sociedad se ensució de gris y nadie tuvo el valor de limpiarla... Salvo Pía.
Pía se había propuesto descubrir esa realidad fantástica de la que su abuela le hablaba antes de ir a la cama. Escaleras interminables, carreras que no avanzan, monstruos oscuros, luciérnagas, cuerpos sin gravedad, magia... Ella quería todo eso. Podía pensarlo, por supuesto, pero estimaba que no tenía el mismo valor que si fueran los mismos sueños quienes la sorprendían por la noche. Pía quería un poco de desorden. Estaba cansada de los formalismos, las sonrisas falsas y las miradas vacías.
Repasó atentamente cada uno de los cables antes de sellar la caja en la que lo transportaría. Sabía que su madre le prohibiría presentar algo así; lo consideraría demasiado revolucionario. Besó el aparato y le deseó buena suerte. Estaba impaciente por ponerlo en funcionamiento. Seguramente aún le faltaba un par de días más, pero recordaba de su abuela un refrán que ya nadie decía: “Quien no arriesga, no gana”. Y ella quería volver a soñar.

jueves, 21 de marzo de 2013

Me basta así


Los planes siempre se desmontan, de modo que reservaré el relato que tenía pensado publicar hoy y felicitaré a la Poesía. Hoy es el día mundial de este arte y creo que se merece una entrada especial en El Bosque de papel. Aunque apuro las últimas horas de este 21 de marzo, “más vale tarde que nunca”.
Fue una bonita sorpresa cómo recordé la fecha. Resulta que cada año y en este día, mi Universidad se llena de papelitos de todos los colores. Durante un tiempo, alumnos, profesores y empleados envían sus poesías preferidas, propias o de otros autores, a Actividades Culturales de la Universidad, y se reparten cuando llega el aniversario de la Poesía. El resultado es una explosión de emociones, suspiros y sonrisas. En los bancos de las facultades, en las mesas de la entrada, en las aulas... Miles de colores y millones de palabras.
Así que esta mañana, cada vez que encontraba un montoncito de poemas, corría a descubrir su contenido, entusiasmada. Bécquer, Benedetti, Machado... Los leía con mis compañeros y los volvía a dejar donde estaban, para el que viniera detrás. Hasta que encontré “Me basta así”, y empecé a recitarlo una y otra vez, sin cansarme. Enseguida supe que sería mi protagonista del día.

“Me basta así”

Me basta así
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si el sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olos, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
–de eso sí estoy seguro: pongo
tanta atneción cuando te beso–;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si fuese
Dios, habría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal y como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina imapalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de sí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando –luego– callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo constelaciones: existes.
Creo en ti. Eres. Me basta).

Poema de Ángel González

jueves, 14 de marzo de 2013

Los caminos de Nina


24 años:

Apretó la nariz contra el cristal y sacudió la mano con frenesí. Nina sentía la garganta áspera y gruesa, y en los ojos le punzaban las lágrimas. No le importaba lo ridícula que pudiera resultar aquella despedida, porque solo le prestaba atención a su madre que lloraba, a su padre que permanecía con los labios prietos, a sus hermanos que sacudían los brazos, y a sus mejores amigos, que le gritaban frases de suerte y lanzaban besos. Con ellos, todos sus recuerdos.
El conductor del autobús encendió la megafonía y recordó las normas básicas. El motor rugió, su compañero de viaje se acomodó en el asiento y la música de una emisora de jazz se desparramó sobre los pasajeros. Nina se tragó la pena, aunque experimentó de nuevo la asfixia. En unas horas habría abandonado España sin billete de vuelta.
“Volveré como escritora”, había asegurado en el último abrazo. “No os preocupéis por mí aunque me perdáis la pista, porque yo estaré haciendo lo que me gusta. Voy a conocer más mundo, a más personas, otras culturas. Tengo ganas de empezar a escribiros cartas contándoos todas mis aventuras”.
Nina estrechó su cuaderno rojo contra el pecho y miró atrás por última vez. La libertad le hacía cosquillas en los dedos. Estaba a punto de echar a volar.


34 años:

Nadie había imaginado a Nina redonda, pero el vientre se le había abultado tanto que ya resultaba imposible recordarla delgada. Inclinada hacia atrás y con las manos en las caderas, recorrió el parque hasta un banco. Se colocó su cuaderno sobre las piernas y lo abrió. Tenía mucho que contarle a las páginas blancas. Después de ocho meses, sabía lo suficiente para hablar del primer embarazo. Pero escribió el nombre que recibiría el niño y no pudo continuar.
Todavía tenía miedo. ¿Sería capaz? Un hijo eran horas. Horas de insomnio, de carreras, de atención... Implicaría dejar de recorrer el mundo con su mochila y un bocadillo. Tendría que buscar un trabajo estable y ahorrarlo todo para el bebé.
No serían suficiente los sueños. La ilusión no iba a darles de comer.
Nina se acarició el vientre y lloró. Siempre había deseado una familia, pero nunca planeó quedarse sola y en cinta, a millas de distancia de sus hermanos y sin más dinero del que precisaba para comer un par de días.
El mar, los atardeceres y el viento le habrían consolado en otras circunstancias, pero todo lo bello se había empañado a sus ojos. No le importaba la luz, y el amor le había traicionado de nuevo.
Acarició la hoja del cuaderno y recordó su viejo convencimiento de que en el futuro sería una gran escritora. Suspiró y garabateó su pena en el papel. Unas lágrimas que eran líneas cruzadas y negras, muy tristes, muy solas. Dibujó hasta que se gastó el grafito. Luego arrugó el resultado y lo lanzó hacia atrás con fuerza. Al poco, un hombre se acercó a ella, enfadado, sacudiendo las lágrimas de grafito.
Ninguno de los dos sospechaba que les acababa de visitar la suerte.


84 años:

Había esperado más de sesenta años. Nina gritó de júbilo y, por un golpe fortuito, le envolvió una bandada de papeles escritos. Los impulsó hacia arriba, sacudiendo los brazos como si quisiera desplegar el vuelo, hasta que una punzada en la espalda le obligó a contener los aspavientos. Caminó despacio hasta el sillón y se sentó con una gran sonrisa. Allí, junto al ventanal, los atardeceres eran mucho más espléndidos, más brillantes.
Escuchó el revuelo de la sala contigua y se apresuró en mesarse el cabello gris y parecer calmada. Como esperaba, al poco se abrió la puerta.
–¡El Premio Cervantes, abuela, el Premio Cervantes!
Nina se echó a reír, se levantó tan rápido como pudo y abrió los brazos para que su nieta la abrazase. Juntas se tambalearon, pero la menor restableció el equilibrio. Se disculpó por la precipitación y dirigió a su abuela de nuevo hasta el sillón.
–Si me ve mi madre, me corta el cuello –dijo, avergonzada–. Me advirtió que debías guardar reposo.
–¡Reposo! –protestó la anciana, sonriente–. ¡Y un cuerno, reposo! Es un Premio Cervantes.
La joven Sofía se mordió el labio, entusiasmada, y aplaudió a su abuela. La felicidad les explotaba en la mirada.
–¡Tengo que decírselo a mamá! Solo me enteré yo, porque escuché al hombre que te dio la noticia. Están todos arriba, tengo que decírselo.
Sofía abrazó a su abuela, y ella aprovechó para retenerla.
–No te vayas todavía, princesa. Deja que se enteren más tarde, no hay ninguna prisa. ¿Quieres que leamos juntas la carta oficial?
Nina desbordaba ilusión. Sus manos temblorosas sostenían una hoja salpicada de letras. Pero no eran palabras cualquiera. En ellas se contenía mucho más que un reconocimiento. Detrás había una carrera de amor y esfuerzo, una vida persiguiendo un sueño. 

domingo, 10 de marzo de 2013