¿Te atreves a soñar?

miércoles, 25 de febrero de 2015

Ogros y niños

A los ogros no les gustan los niños. Lo contaron Perrault, Steig, Wilde o los hermanos Grimm. Ahora nos lo demuestran los políticos, aunque parece que no se han dado cuenta. Las encuestas confirman que se ha roto el bipartidismo y que no sólo habrá tres partidos en el podio, sino cuatro. Dos gigantes que se tropiezan con sus piernas y dos niños que empiezan a caminar. El Partido Popular y el PSOE deben estar maldiciendo detrás de la ventana. Hace meses que Podemos y Ciudadanos juegan en su jardín. El reloj que Pablo Iglesias puso en marcha aún puede llevarse muchos sustos. Por delante quedan nueve meses para proponer y prometer, pues aunque alguno diga que no promete, se le va la coletilla detrás.

El Partido Popular, hasta ahora tan cómodo en la mayoría absoluta, ha mirado para abajo y se ha dado cuenta de que puede caer. Muy de cerca le siguen Podemos y PSOE y, ascendiendo, Ciudadanos. Quizá estén asustados, quizá no. Pero mientras lo deciden, Hacienda investiga a Iglesias por fraude fiscal y el PP le recuerda a Garicano que España no necesitó ser rescatada. Los gigantes ponen a punto sus armas.

Rajoy parece escudarse en el discurso del miedo. Asegura que, a la hora de votar, es “temerario” arriesgarse —No debe conocer el dicho “quien no arriesga, no gana”—. Está claro que no le gustan las ideas de Podemos ni sus dirigentes, pero ¿y Ciudadanos? Por ahora, su partido se lo quita a golpetazos. Juega con el PSOE a la patata caliente. Ninguno de los gigantes quiere reconocerlo como amenaza. Que si es centro-izquierda, que si es centro-derecha, que si se lleva los votantes del PP, que si los del PSOE... No sé si se habrán dado cuenta los populares, pero Rivera viste con traje, o sin él, y no lleva coleta. Por apuntar más, tampoco simpatiza con el régimen bolivariano ni el comunismo. Y sí, es catalán, y Rajoy gallego, y Sánchez madrileño, y no pasa nada. Aunque el PP seguirá refiriéndose a ellos como Ciutadans, para que nadie piense que pueden llegar a gobernar España.

En el debate sobre el estado de la nación, Rajoy y Sánchez se enfundaron sus discursos de siempre. De nuevo, se convirtió en una competición, donde los aplausos los recibía quien más veces noqueaba al contrario. "He llegado a la conclusión de que usted piensa más en el señor Iglesias que en los problemas de España", acusó a su opositor —como si él no lo hiciera—. Dos gigantes vociferándose en el Hemiciclo, buscando la mejor forma de darse a sí mismos la razón. Los niños, aún sin representación, se reservaron sus comentarios para más tarde. Podemos y Ciudadanos insistieron en el cambio. Rivera incluso se jactó de que Rajoy incluyese en su plan la ley de segunda oportunidad, que ellos presentaron hace una semana: "Es curioso que los mismos que dicen que  van a organizar campañas contra Ciudadanos, a la vez incorporen sus propuestas".

Si Rajoy se escuda en el miedo y en esa prepotencia de llamar a Sánchez "patético", es que sabe que su posición es débil. Quien hace de matón, tiene problemas de autoestima. Quizá no está tan convencido de su victoria como dice. Tal vez teme que, si se desploma de la presidencia, su partido se deshaga como le ha pasado a Izquierda Unida o incluso al PSOE. "Rajoy no es consciente de la falta de confianza y credibilidad que tienen", aseguró Rivera después del debate. O sí. Puede que precisamente por saberlo, dé esos traspiés por recuperarlas. Contra el agua, habrá pensado, el mejor remedio es una barca. Y ahí esta, como Noé, remando para que el diluvio político no le hunda. No se ha dado cuenta de que es demasiado grande —a su espalda: Bárcenas, todo lo que prometió y no hizo, o lo que dijo que no haría y realizó— y puede zozobrar por su propio peso.

Mientras los gigantes tratan de mantenerse a flote, los niños recogen a los ofendidos en sus barcas. A Podemos y Ciudadanos les queda mucho por hacer. Nunca han gobernado, no tienen una propuesta perfectamente definida y sus sedes son pequeñas. Pero también son valientes, arrojados y tienen ilusión. Estaría bien un final de Oscar Wilde, donde el gigante y los niños acaban jugando juntos. Pero más pega, tal y como están las cosas, que sea un final del “Gato con botas”, donde por tanto presumir el ogro, se lo acabó comiendo el gato.


miércoles, 18 de febrero de 2015

En su burbuja

Tenía aborrecida la sonrisa desde que se divorció. Le habían llovido encima las desgracias al mismo tiempo: la enfermedad de su hija y el engaño de su marido. No le quedaban ni ganas ni fuerzas para vivir, por eso le molestaba infinitamente la simpatía del dependiente de la cafetería donde desayunaba. Le servía con una mirada cálida y las comisuras hacia arriba. “Qué buena cara le  veo”, solía acompañar al café.
Aquella atención la enfadaba sobremanera.
En la oficina, en cambio, descansaba. Sus compañeros conocían la historia y la obviaban cuando pasaban a su lado por las mañanas. No risas. No propuestas de fines de semana. No copas al terminar. Entre ella y los demás, el silencio.
Pasaba el día entre papeles, hasta que a las cinco conducía para llevar a su pequeña Marta a clases de natación. El gorro, las gafas, el bañador, la toalla... Repasaba el equipo tres veces. Lo sacaba todo, lo volvía a meter. Que no faltase nada. Que lo tuviera todo.
Luego merendaban juntas en la cafetería del señor sonriente, el mismo de los desayunos. Era la que tenían debajo de casa y donde Marta se encontraba con Laura, su amiga del colegio. Las observaba removiendo la cucharilla en una taza vacía, intentando dejar en aquellas vueltas sus preocupaciones.
—¿Quiere leer el periódico?
Otra vez el señor sonriente.
La mujer lo rechazó con educación.
Su hija Marta había sufrido una parálisis cerebral y ahora enfrentaba las secuelas. Tardó tres años en volver a hablar, aunque lo hacía con torpeza, y caminaba con ayuda de un andador. Su recuperación había costado una fortuna y un divorcio, pero su madre se repetía que había merecido la pena.
De desayunar, siempre tostada y café. En la comida, ensalada y fruta. Por la noche tocaban verduras para compensar las grasas de la merienda. Para el colegio, Marta con coleta. Para estar en casa, Marta con coleta. Los fines de semana, Marta con coleta. El psicólogo le había aconsejado una rutina. Ella la cumplía a rajatabla. Había asumido que la vida era gris. Quizá por eso, la mañana en que formalizó el final de su matrimonio fue tan brusca con el hombre de la cafetería.
—Que pase un buen día —le deseó el de la sonrisa.
Lo atravesó con una mirada furiosa.
—Lo pasará usted en su burbuja rosa.
Pensó que la ofensa había sido suficiente, pero los desayunos continuaron acompañados de la sonrisa. No se preguntó, algunas semanas después, por qué el hombre sonriente no estaba detrás del mostrador. Sólo la madre de Laura, también dependienta, sabía que, después de diez años luchando, acababa de fallecer su esposa.

jueves, 12 de febrero de 2015

Su hijo, un monstruo

Lo apartó con asco, como si fuera un bicho. Apenas acababa de alumbrarle y ya sabía que no lo quería en sus brazos. Ni siquiera cerca. Tan lejos como no pudiera mirarlo. El recién nacido, de nombre Leo Forrest, tenía Síndrome de Down.
La historia del pequeño Forrest es la de tantos otros. Niños que, aún en el siglo XXI y aún en un continente que presume de cordura, son rechazados por nacer con un cromosoma de más, el 21. Su recién estrenada vida ha saltado a las redes por la decisión de su padre, que se divorció de su esposa cuando le hizo escoger entre ambos.
En Armenia, al parecer, un trastorno semejante es una vergüenza. O eso, según The Daily Mail, defendió la madre. Yo no puedo dejar de alegrarme por ese “sí quiero” que Samuel Forrest le dio a su hijo; monstruoso para algunos, pero precioso para él.
Qué inocente si creía que la sociedad había aprendido a entender. Esta historia me recuerda a las de medio siglo atrás, cuando los niños Down proferían gritos sin palabras entre los barrotes del balcón porque no les habían enseñado a hablar. Sacudían sus brazos hacia quienes jugaban en la acera, condenados a la vergüenza de su propia familia, recluidos en una habitación. Me contaron, porque yo ese tiempo no lo viví, que los demás niños apretaban el paso para no verlo, para no escuchar su voz, con miedo.
De modo que, aunque me pese, un Síndrome de Down sigue siendo un “cuánto lo siento”, un “pobrecito”, un “no lo quiero”. No me gusta preguntarme por qué cada vez me cruzo con menos. Pero me lo pregunto. Lo hago porque aún tengo fresca la solución del filósofo y biólogo Richard Dawkins: “Abórtalo e inténtalo de nuevo. Sería inmoral traerlo a este mundo si tienes la elección”.
Samuel Forrest es inmoral por elegir a Leo. Aún más por no abandonarlo y concebir un nuevo hijo. Pero eso será para Dawkins. Yo me quedo con la imagen del bebé de ojos apretados en sus brazos. Con esa mirada de reto y amor.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Esfumados

Le costó mantenerse serena cuando se lo contaron. Después de 53 años, podía descansar en paz. Fueron tantas noches de lágrimas que aquel 3 de abril en que desapareció su hijo, le quedaba ya borroso. Más de 19.000 días de incertidumbre. Medio siglo. El modelo Douglas DC-3 se quebró contra las rocas de los Andes, a 300 kilómetros del sur de Santiago. Aquel día se silenciaron 24 voces. Ocho futbolistas y su entrenador, integrantes del exitoso equipo Green Cross, se durmieron para siempre en las montañas. Lo que podría ser el comienzo de una película de ciencia ficción se convirtió en una de las grandes tragedias de Chile.

Uno de los montañeros que hace unos días descubrieron los restos del avión aseguraron que se podía “respirar el dolor”. Perder a una persona ya es lo suficientemente duro como para perder incluso su cuerpo. La noticia del hallazgo es, por fin, un descanso para quienes amaron a los fallecidos. Una historia resuelta entre tantas de aeronaves de final desaparecido. Quedan cerca los testimonios de los familiares del vuelo de Malaysia Airlines y AirAsia, o el de Air France en 2009. Gritos estremecedores, ojos hundidos y ataúdes vacíos. El drama de esfumarse en el aire, de tomar un vuelo y desaparecer. Misterios espeluznantes. Como el famoso vuelo 19 que se tragó el Triángulo de las Bermudas o el Antisubmarino Grumman, cuyo último rastro se encontró sobre el mar de Alborán, en Almería. O el Star Dust, que en 1947 desapareció con 11 pasajeros y fue descubierto por unos alpinistas 53 años después. 53 noches de lágrimas. Más de 19.000 días de incertidumbre. Medio siglo. Polvo de estrellas.

lunes, 2 de febrero de 2015

Mejor no estudiemos

Es difícil no preguntarse si el ministro Wert se ríe de nosotros: de los estudiantes, de los profesores, de los padres que hacen un esfuerzo por financiar los estudios de sus hijos. Me pregunto si echaba de menos un revuelo, como el que levantó el Plan Bolonia, y ha querido protagonizar otro antes de las elecciones generales (por si acaso es su última oportunidad).
José Ignacio Wert propone un modelo educativo de tres años de grado y dos de máster (3+2), cuando el actual es de cuatro de grado y uno de máster (4+1). Está bien que proponga cómo mejorar la educación, más cuando nuestro país ostenta el récord de ninis de la Unión Europea, pero que no presuma de que las familias se ahorrarán dinero. Claro que es más barato pagar tres años de universidad que cuatro, pero un estudiante no hace nada con un grado. Que se lo digan, que nos lo digan, a todos los jóvenes que enfrentamos la peor cara del empleo en España, a  quienes sacudimos con orgullo nuestro título a unas empresas que se compadecen (por no decir que se ríen) de nuestra formación. Cómo no lo van a hacer, con la de gente preparada que entrevistan: jóvenes que acumulan másteres y cursos, que han estudiado dos, cinco carreras, que hablan tres idiomas, ruso, chino y árabe si hace falta.
Me gustaría que el señor Wert conociese a los jóvenes que terminan el grado y tienen que sacar dinero de las piedras para pagar un máster. ¿Es que él no sabe cuánto cuesta un máster? Por supuesto que sí. Y ahora, con la que está cayendo en España, que nos digan que en vez de un año, hay que pagar dos. Los créditos ETCS de los másteres en Madrid, por ejemplo, rondan entre los 35 y 75 euros, mientras que el de los grados se encuentra en torno a los 20 euros. Y eso el crédito, pero ponte a sumar. Los estudiantes de Comunicación barajamos opciones que no bajan de los 7.000 euros al año. Y no pedimos la luna. Es lo que cuesta, por ejemplo, una especialización en radio o en televisión (y, ojo, tirando por lo bajo). Ponte a sumarle otros 7.000 más para que nos asemejemos al modelo que tienen la mayoría de países de la Unión Europea, el 3+2.
Pero que no se enfaden los rectores, ni los estudiantes, que el señor Wert deja elegir. Ha propuesto un modelo, pero no obliga a adoptarlo. Que cada universidad haga lo que quiera. Y si de ahorrar se trata, no se preocupen, yo también propongo. Para ahorrar, mejor no estudiemos. Gratis vendrá la ignorancia.