Todas
huían de mí. No sé si sería el pan, que era viejo, mi aspecto
penoso o el banco de pintura desconchada que había elegido. O quizá
fuera simplemente que no tenían costumbre de mí, de mi perfume y de
mi edad. Tal vez les resultaba graciosa la inexperiencia de mis
manos, que aplastaban el mendrugo y arrancaban trozos con tanta
fuerza que los dedos quedaban blancos.
En mi
fracaso, las imaginaba a todas agitándose en las ramas, riéndose de
mi poca gracia y mi ilusión truncada. Porque al principio yo le
había sonreído al aire. Había llegado envuelta en mi abrigo de
otoño y me había sentado en el único banco libre del parque. Había
descubierto la cajita de pan duro y lo había lanzado con la
esperanza de verme envuelta en un corrillo de palomas gorditas y
simpáticas.
Pasearon
las parejas, los adolescentes; corrieron los niños y los
deportistas; conversaron los ancianos; se cayeron las hojas de los
árboles. Y yo, lanzando migas a nadie, mantenía la mirada tan alta
que no serían capaz de adivinar lo que pensaba.
“Tal
vez las palomas tengan sueño, estén cansadas”.
“Son
perezosas y hoy hace frío, no tendrán hambre”.
“Seguro.
Seguro que se han empachado en una fiesta con búhos”.
“¿Por
qué no vienen? Estoy sola, mucho”.
“Ya
es claro: no me quieren”.
“No
me quieren las palomas”.
Vejez, abandono, soledad...expresado de una manera muy original y conmovedora.
ResponderEliminarMe ha parecido un relato precioso y de una gran sensibilidad.