¿Te atreves a soñar?

martes, 26 de febrero de 2013

Hechiceros


Serena apartó con brusquedad la silla donde hacía unos minutos había estado amordazada. Se remangó el vestido y echó a correr hacia una de las esquinas de la habitación. Le sangraba la mejilla derecha por el rayo de Tariq. A pesar de que él era uno de los grandes hechiceros, nunca había tenido buena puntería.
Plano general.
–¡No huyas! ¡No huyas! –gritó el hombre, blandiendo la espada mágica por encima de su cabeza–. Vuelve aquí y lucha.
Serena se lanzó contra el suelo para esquivar una nueva embestida y se apresuró en deshacer las cuerdas de sus muñecas.
Ángulo picado.
¿Cómo se había podido estropear tanto aquel día especial?
Se descalzó los tacones con rabia y rasgó el vestido de novia hasta las rodillas. Una tela suave, impoluta, que había trabajado ella misma para que todo resultara perfecto. Con las manos temblorosas, se recogió el pelo y se quitó los pendientes largos de perlas.
La risa de Tariq la acompañaban los destrozos. En su delirio, los rayos de magia oscura se disparaban en todas direcciones. Sabía dónde se ocultaba Serena, pero no quería herirla tan pronto. Serena había sido una hechicera con muchas posibilidades; tenía una sensibilidad que la hacía poderosa, pero había preferido el amor. Se había apartado de su ambición, de sus planes de conquista del mundo, por un joven que a Tariq se le antojaba despreciable.
–¿Ese aprendiz te ha debilitado tanto que eres incapaz de enfrentarte a mí? –se burló el mago–. Antes era una buena oponente...
Plano medio de Tariq en contrapicado.
Serena apretó su colgante de cristal contra el pecho y murmuró unas palabras. Una oración de amor. Cuando abrió los ojos, las pupilas se le habían dilatado.
Primerísimo primer plano de Serena.
Había prometido no usar más la magia, había deseado una vida normal, pero la amenaza había despertado su instinto de bruja. Toda la magia que había contenido durante ocho años le quemaba en la piel. Se miró las manos y sonrió al descubrir brillantes las puntas de sus dedos.
El calor, la garra de plomo oprimiendo su garganta, el sudor frío. Iba a gritar con toda su magia... y entonces, sabía que se apagaría la risa, los destellos oscuros, las astillas de los destrozos. Sobrevendría la paz y un silencio absoluto. Tariq había subestimado su poder. Había cometido el error de provocarla el mismo día de su boda.
Un primer plano de su sonrisa. Una panorámica vertical desde sus labios y hasta el colgante. Luego un plano americano donde destaca su rostro bañado en luz, y...
–¡Corten!
La actriz suspiró, exhausta, y apoyó la espalda contra la pared. Atendió a las palabras satisfechas del director, a las palmadas de los realizadores, de los técnicos, los cámaras, el productor, y se volvió hacia Tomás, que jugaba con una espada de acero ligero y gomaespuma. Se masajeó las muñecas antes de aceptar la mano de su compañero y levantarse.
–Pareces realmente malo cuando haces de Tariq –dijo.
Tomás se rió y le pasó el brazo por el hombro.
–Tenemos una hora de descanso, ¿te apetece tomar un café conmigo antes de que acabemos el uno con el otro?
La chica puso los brazos en jarras, suspicaz.
–¿Cómo vas a intentar matarme? ¿Rayo de fuego? ¿Sablazo de hielo...?
–A mí no me lo preguntes –se disculpó el actor, sonriente–. Esas cosas solo te las puede contestar Tariq. ¿Y bien? ¿Un café?

miércoles, 20 de febrero de 2013

Muere el reloj

Tres y veinte.
Tres y veinte.
Tres y veinte.
A la muerte de Segismundo, la dignidad imperial recayó en un príncipe del este de Alemania, Alberto II de Habsburgo, que vivió entre los años 1438 y 1439 y fue duque de Austria y yerno del emperador desaparecido...”.
Tres y veintiuno.
Tres y veintiuno.
Tres y veintiuuuuuuuno.
Federico, por favor, continúa leyendo tú.
La voz aguda de Paola me duele. Recita cada palabra como la anterior; sin gracia, sin alegría, sin ilusión.
Con Alberto II de Habsburgo se produce la primera unión dinástica de Austria, Hungría y Bohemia, gracias al acuerdo firmado en el Trato de Brünn que firma su familia con la de los Luxemburgo. Su programa político...”.
Federico no lo hace mejor. Con su lectura, cierro los ojos. He consultado la hora antes de hacerlo y todavía son las tres y veintiuno. Cada minuto, cada segundo me pesa en los párpados. Escucho unas risas y me parecen mariposas. Ligeras, juguetonas, traviesas, que se cuelan entre las palabras de Federico y colorean las agujas muertas del reloj.
Me incorporo con un respingo y sonrió. Mis alumnos están atentos por una vez. Todos me miran con los labios apretados y las mejillas rosas. Parecen contener un gusano que les hace cosquillas.
Bien, esta bien –murmuro, estirándome los músculos de la cara–. Teresa, resume lo que han leído tus compañeros.
Teresa titubea, pero no sabe contestar. Su compañero la socorre. Me hago la despistada hojeando las páginas del libro mientras él le susurra la respuesta.
Teresa acierta y yo le paso el turno de lectura.
Son las tres y veintiséis y por fin hemos cruzado el ecuador de la clase.
Federico III de Estiria, que vivió entre los años 1440 y 1493, primo y sucesor de Alberto II de Habsburgo trata de consolidar el patrimonio familiar y estrechar las relaciones con el papado, pero...”.
Algo va mal. No es posible que llevemos media hora combatiendo con el sueño. De nuevo, detengo la narración.
¿Seguro que es así como da clases vuestra profesora?
Yo soy la profesora de sustitución. Aún me consideran joven para encargarme la responsabilidad de una asignatura semejante.
Los alumnos asienten a mi pregunta. Saben por qué la formulo.
Arqueo las cejas y vuelvo a cambiar el orden de la lectura. Esta vez elijo una voz suave, casi infantil, con un timbre que me mantiene intrigada. Julia lee diferente. Hay pedacitos de cristal en sus palabras.
Tres y... treinta y cinco, bien. Queda menos para que suene el timbre.
Nunca había impartido una clase tan aburrida.
Federico está distraído con el móvil, como la mitad de sus compañeros. Teclean por debajo de la mesa como si de ese modo toda evidencia resultase invisible. Y Teresa ha vuelto a curvarse sobre el libro de texto.
Tres y treinta y seis...
Cuando den las menos cuarto voy a estallar de júbilo. Despertaré a los alumnos con mis aplausos. Es heroico aguantar este ritmo cuatro veces por semana.
Son las tres y treinta y siete. Me parece que ha muerto el reloj, voy a pedir que lo arreglen.

martes, 12 de febrero de 2013

Rey del desierto


El sol era el rey infinito del desierto. El único que se orientaba, el único que no necesitaba nada para sobrevivir, el único que podía escapar del mar de dunas ardientes sin agotarse, ni enloquecer, ni morir en el intento.
¡Leyre, sigue caminando! –gritó el egipcio, sin fuerzas para volver sobre sus pasos–. No falta mucho.
Pero ella tropezó, se restregó contra la arena y gimoteó. Tenía los pies quemados y las sandalias le dolían. Escupió en sus manos antes de rascarse la cara, luego se sacudió el pelo y gritó.
Llevaban más de una semana zigzagueando entre montañas de arena, dos días sin agua y cuatro de espejismos constantes. Zarid había asegurado que conocía el desierto, pero cada día hablaba menos y Leyre sospechaba que su suerte estaba a juicio de un paraje inhóspito.
La joven se tumbó en la arena, boca arriba, con los brazos extendidos en cruz y los ojos cerrados. Solo quería esperar. Ella llegaría en cualquier momento. La muerte era piadosa con quienes se perdían en aquel laberinto cambiante e inmenso.
¡Leyre! –insistió Zarid, apoyándose en sus rodillas para no desplomarse.
Pero Leyre se había rendido.
Seguiré sin ti si no te levantas –amenazó él, cansado.
Y sus palabras las quemó el aire seco y el sol ardiente. Cayó, como había hecho Leyre, con el corazón golpeándole el pecho con velocidad; quería huir de su cuerpo derrotado.
Levántate –murmuró, antes de cerrar los ojos.
No hubo eco. No hubo lágrimas ni dolor, solo agotamiento. Leyre se olvidó de Zarid y el egipcio se olvidó de la española. Querían escuchar el silencio. Sabían que la muerte acabaría compadeciéndose de aquel letargo, y no tenían miedo. No sentían nada más que su corazón desbocado y su respiración perezosa.
Entonces, cuando los dos estaban preparados para el último aliento, Leyre recordó que no debía abandonarse de aquella forma y abrió los ojos. Parpadeó y se retorció por la luz.
Za... –susurró.
Su boca seca no tenía para palabras. Se incorporó, aturdida por el dolor de cabeza, y se arrastró hasta su amigo. La arena punzaba y sus manos le parecían agujereadas. Zarandeó el cuerpo del joven y lo abofeteó hasta que reaccionó. Zarid abrió los ojos, pero no se movió ni dijo nada.
El sol era un rey tirano.
La chica abrazó a su amigo y le rozó la mejilla con los labios. Le picó su barba, pero aquella cercanía los reconfortó.
No te rindas”, articuló.
Zarid sonrió, pero le pesaban los brazos, las piernas, los párpados.
Leyre lo agitó.
Él era fuerte.
Él no podía dormirse.
Zarid se levantó.
Sigue caminando, Leyre –dijo, arrastrando las palabras–. Ya veo la ciudad.
La joven buscó en el horizonte.
No hay ciudad.
Sí, yo la veo.
Leyre sonrió con amargura.
Podemos inventarla –accedió.
Se acarició la garganta y tragó saliva. Necesitaba mucha saliva y mucha voluntad.
Nuestra ciudad tendrá un bosque frondoso y húmedo –comenzó.
Zarid se rió, aunque resultó un leve gorgoreo, e interrumpió:
Como el de Ecuador.
Sí, como aquel que visitamos en Ecuador.
Y un iglú como el de Laponia –sugirió Zarid, recordando la noche que durmieron en una casa de hielo–. Para que no pasemos calor.
Nada de calor.
¿Y mar? A ti te gusta.
Habrá un mar revoltoso como el de Asturias.
Bien, y muchas palmeras –agregó él.
Muchas, sí. También una sabana de elefantes.
¿Te gustan los elefantes?
Leyre se encogió de hombros.
Tengo una amiga a la que le encantan... y querré invitarla alguna vez –dijo.
Entonces también habrá iguanas.
Habrá iguanas –aceptó la joven.
Y de esa forma, sentados en la arena con las manos juntas y tratando de mantenerse despiertos, los despidió el sol. El gran monarca los abandonaba con incertidumbre; no sabría hasta el día siguiente si aquellos amigos llegaron a alcanzar la ciudad o se quedaron tan cerca, a sus puertas, soñando. 

viernes, 8 de febrero de 2013

Nieve de febrero


Pamplona es caprichosa. En un solo día es capaz de amanecer nublado, salir el sol, llover, tronar y nevar. Todo en uno, una ganga. Pamplona es un collage de sensaciones meteorológicas, la obra de arte de un pintor indeciso. Nubes blancas, copitos de algodón fríos, un velo de encaje sobre la hierba... Magia de febrero.
Y escribo sobre esta nevada que no cuaja por un encuentro fortuito. Al terminar la mañana de trabajo y regresar a casa, Gabriel asomó por debajo de un paragüas negro. Me lo crucé de frente, aunque tardé en reconocerlo. Tenía una sonrisa especial, una sonrisa que solo asoma cuando nos olvidamos de nosotros mismos, y aprovechó la detención para cerrar su paragüas y mirar al cielo.
Tienes que escribir sobre esto –dijo, recogiendo en su cara los copos de nieve–. Hoy hace un día de El Bosque de papel.
Me sorprendió y le prometí que lo haría. Le aseguré que escribiría de aquella cortina blanca solo por él.
Me encantaría ir sin paragüas, porque esto es tan... tan mágico –continuó–. No sé, es un día de esos que te despiertas y piensas que el mundo es maravilloso, y que todas las personas son maravillosas también. Uno de esos días en que no puedes dejar de sonreír y te convences de que todo es así de bonito, que no puede haber nada malo.
Un pedazo de felicidad.
Un suspiro del alma.
Y mientras hablábamos, los copos de nieve enterraban mi paragüas y su pelo.
Yo también quiero llenarme de canas –reí, rindiendo la cabeza al cielo.
Yo voy a ser anciano todo el día –aseguró Gabriel, sonriente.
El tiempo se había ralentizado.
La hierba se vestía pacientemente de blanco, aunque de una tela muy fina que nunca la llegaba a cubrir. Los árboles goteaban por el peso de sus ramas, y el agua se precipitaba por las cuestas como ríos poco caudalosos pero salvajes.
Pamplona es caprichosa en todas sus estaciones. Y muy bella. Pamplona es una ciudad enamorada de la naturaleza. En febrero nieva, y en noviembre sale el sol.

martes, 5 de febrero de 2013

Ciudad de fantasmas


Una sonrisa que se desdibuja con la lluvia es como una lágrima que recorre de lado a lado el corazón. Y, aunque te eche de menos, no te conozco. No sé nada de ti, solo que existes. Y, aunque te piense, hay un lugar donde no estás, donde las penas se ahogan solas.
Un elemento que fluye: el agua. Allí solamente estoy yo; yo con mi cuerpo y mis ganas de vivir.
Sin ti, no puedo escapar de esta ciudad de fantasmas. Procuraré darles conversación mientras tanto. Hoy el día amaneció nublado e imagino que ellos podrán contarme si detrás de tanto gris luce el sol.
Espero que vengas o te alejes, pero que no enmudezcas por la indecisión. La vida no es tu propia realidad. El mundo somos tú y yo, y aquel señor anciano que saluda, y el niño que llora y la mujer que espera el autobús. La verdad más cierta es la que nos sacude, sea tristeza o felicidad. La verdad más cierta es la que estamos a punto de comenzar a inventarnos juntos.
Si quieres ser libre, acompáñame en mis paseos con el viento, y vente a nadar al río aunque sea invierno, juguemos a descifrar los mensajes de las nubes. Seremos un poco más felices. Seremos un poco más sinceros.