¿Te atreves a soñar?

domingo, 23 de octubre de 2011

Mis noches de luna llena



Estarías orgullosa de mí.

Hoy hemos salido de paseo por los alrededores de la escuela y hemos invitado a todos los niños que jugaban en las calles. Yamir me ha enseñado a patear el balón de fútbol con la misma fuerza de un chico y me han elegido como jugadora en el partido que organizamos después. Tropecé varias veces, enredando mis piernas con las de los atacantes, pero me volví a levantar, como me enseñaste. No sería justo decir que ganamos por una gran diferencia, ambos equipos lo hicimos muy bien.

Miguel, nuestro maestro, nos preparó una merienda. Nos reunió a todos, a los de la escuela y a los de la calle, y nos repartió bolsitas con un bocadillo y una pieza de fruta. Algunos lo recibieron con alegría, pero me di cuenta de que luego no se lo llevaron a la boca. Jugamos al escondite y a las aventuras. A mí me tocó ser, junto con Aaina y Hanita, las mujeres blancas que visten de safari y acompañan a los hombres a cazar. Miguel se rió mucho y dijo que no lo hacíamos nada mal. Lo pasé muy bien y me acordé de que todos somos iguales, tal como me insististe tú.

Antes de que atardeciese regresamos a la escuela. Rajal, que ayuda a Miguel con la dirección del orfanato, nos recibió con una cascada de besos. Ella es muy cariñosa y nos cuida bien. Una vez le oí decir que nos quiere como si fuésemos sus hijos. Eso debe ser un amor muy grande, porque cuando lo dijo tenía una sonrisa enorme y los ojos brillantes.

Para cenar nos prepararon una sopa caliente y comí recta, como aprendí de ti, llevándome la cuchara a la boca y no al revés. A Hanita le costaba y se le escurría el líquido hasta el plato, de modo que me senté a su lado y la ayudé. Ella tiene sólo cinco años, pero es tan risueña y agradable que siempre nos acompaña a Aaina y a mí. Algún día será una muchacha muy bonita, porque tiene unos ojos muy expresivos y una sonrisa dulce. Me recuerda a ti, en cierto modo, porque tú nunca dejabas de sonreír.

Cuando ya nos retirábamos a las habitaciones, Yamir me detuvo. Me cogió de la mano y me guió hasta la única ventana de nuestro pasillo. Me señaló la luna y me guiñó un ojo. "Tienes visita", me susurró. Luego me regaló su balón de fútbol y regresó junto a sus compañeros.

Mi visita era la luna llena. Fue una noche de luna llena cuando me despedí de ti. Miguel nos había encontrado en la cuneta, cuando volvía a casa después de conseguir el permiso para abrir el orfanato, y se desvió cuando oyó mi llanto. ¿Qué edad tenía yo? Creo que tenía cinco, como ahora los tiene Hanita. Miguel te acompañó hasta el final, apretándote la mano con ternura y acariciándote la cabeza. Balbuceaste algo y me señalaste a mí. Desde entonces, Miguel me cuidó como un padre. Sé que nos quiere a todos muchísimo, pero también sé que soy su debilidad. Fui su primera hija, la primera de una familia que ahora cuenta con veintitrés. Yo le quiero mucho, y no sólo porque sin él me habrían arrastrado a lo más oscuro de la sociedad, sino porque le ha dado un sentido a mi existencia y me ha enseñado que el amor es capaz de sanar las heridas más profundas.

Las noches de luna llena Miguel y Rajal me permiten quedarme un rato más junto a la ventana. Saben que me gusta contarte mis pequeños éxitos, porque yo sé, mamá, que estarías muy orgullosa de mí.

sábado, 22 de octubre de 2011

Lágrimas de ángel



"Sería triste, terriblemente triste, ver a un ángel llorar.
Por eso, se ocultan entre las nubes del cielo.
Ellos son conscientes del sufrimiento que podrían causar"

jueves, 20 de octubre de 2011

"Vuelve a sonreír"

¿Qué había ocurrido, en tan pocos años, para que todo fuera tan distinto? El parque estaba vacío: no había parejas abrazadas junto al lago, ni niños en los columpios. No había ancianos sentados en los bancos que disfrutasen de las horas de sol, ni grupos de adolescentes formando corros en la hierba. Era domingo, pero los goles habían dejado de corearse en los bares. Los árboles de la mediana, perfectamente cuidados, extendían sus flores rosadas a los transeúntes. ¿Nadie se detenía a contemplar aquellos frutos de la naturaleza? ¿Dónde estaban los niños que se divertían deshojando flores, o las niñas que se adornaban con ellas los cabellos?... ¿Nadie?

Respondían los pasos acelerados en el pavimento mojado, las miradas inquietas a los relojes que imperaban en las calles y los gruñidos de los más lentos. Muchos se conocían, a juzgar por las leves inclinaciones de cabeza que realizaban al encontrarse, pero ninguno se detenía a conversar. Un impaciente "Hasta luego" había borrado las buenas intenciones de los "Buenos días" matutinos. Se aglutinaban junto a los semáforos, cosiendo una maraña de rostros enfurruñados y ninguno hablaba. No había tiempo.

Y en el centro de la ciudad, conformando el corazón de la espiral de calles que se formaban en torno suyo, brillaban las luces de neón del centro de ocio más concurrido: "Vuelve a sonreír". Por sus pasajes desfilaban rostros crispados y otros tristes, personas de toda clase y condición. Una mujer, que podría haber sido bien bonita, mantenía silencio junto a sus hijos, recordándoles que había que "volver a sonreír". Ellos tenían cinco y tres años.

"Vuelve a sonreír" se había convertido en el motor vibrante de los corazones. Tan sólo era necesaria una sesión para recuperar la sonrisa, pero tres para mantenerla toda la semana. Su disposición recordaba a la de los aviones y el destino era una isla virtual donde el pasajero podía disfrutar los pequeños placeres que en el mundo real les arrebataba el estrés, las prisas, las lágrimas, los gritos. Los niños quedaban bajo custodia de una azafata virtual que hacía las veces de profesora. Los agrupaba según las edades y les llevaba a bañarse en el mar, a jugar en el campo o a alimentar a los animales. Los adultos, mientras tanto, podían pasear bajo las estrellas, reagruparse en los bares u organizar meriendas junto al río. Cualquier actividad imaginable era posible en aquel lugar.

Era imposible que la sonrisa no se marcase en los labios una vez transcurrían las dos horas. La puerta de salida se encontraba en el lado opuesto a la de entrada y los "felices" trataban siempre de evitar a los que no lo eran. Por este motivo, las familias solían acudir por barrios. Una mirada vacía podía arrebatar la ilusión de quienes "volvían a sonreír".

Pero nadie se había detenido aún frente al cerezo que acababa de florecer, ni ante las aguas cristalinas del río. "Vuelve a sonreír" no era más que un reflejo de la realidad, el espejo de un mundo bello. Pero entonces, ¿por qué había cambiado todo tanto? ¿Por qué nadie sabía ser feliz?

jueves, 13 de octubre de 2011

Después de la tormenta

–Vamos, atrévete –insistió Inés –. No tienes nada que perder... ¡y llevas más de un mes mirándole cuando él no lo hace!
Paula suspiró y se entretuvo de nuevo en su pelo. Había cazado alguna de sus miradas furtivas y no quería estropear esos momentos, en los que su corazón se ensanchaba y rozaba una extraña felicidad. Nunca le había pasado nada igual y, por eso, sabía que se estaba enamorando. Apenas podía contener una sonrisa cuando él se volvía hacia ella.
–Vamos, vamos. ¡Te ha vuelto a mirar! Vamos, Paula, no te hagas de rogar...
Ella se rió, nerviosa, y accedió. Tomó del brazo a su amiga y caminó hacia él.
–Hola, Borja –saludó Inés, despreocupada –. No conoces a Paula, ¿verdad?
–No la conocía, no –contestó, guiñándole un ojo –. ¿Así que Paula? Mi hermana se llama igual.
Paula sonrió.
–¿Qué estudias? Te había visto alguna vez por aquí, pero nunca me he atrevido a preguntarte.
–Estudia Medicina, conmigo. Es una lástima que te cambiases a Farmacia, la verías más a menudo –intervino Inés.
Paula arrugó el ceño y le dio un codazo.
–¡Vale, vale, lo siento! –se disculpó, desatando la risa de Borja.
–¿Irás a la fiesta de este jueves? –preguntó el chico, con una gran sonrisa.
Ella negó e hizo un gesto incomprensible con las manos.
–No le apetece demasiado –resolvió Inés.
–¡Ah! –exclamó Borja, realmente sorprendido –. Con tanto secretismo voy a pensar que eres bruja. Puedes decírmelo tú, a Inés la tengo ya muy vista.
Su comentario congeló la ilusión de Paula, que bajó la mirada, incapaz de sostener la de él. Borja le tendió el brazo.
–¿Vamos a la cafetería a tomar algo? Así podemos conocernos un poco más... igual puedo convencerte para que vengas a la fiesta de este jueves. ¿Qué te parece?
Paula se encogió de hombros.
–¡Mujer, parece que te ha comido la lengua el gato! No seas tan tímida, te prometo que soy de lo más decente –bromeó él.
Inés apretó la mandíbula y miró de reojo la reacción de su amiga, que había empezado a llorar. Paula se enjugó las lágrimas y trató de sonreír, pero su mirada estaba vacía. Besó a Inés en la mejilla y echó a correr por el pasillo. Sólo quería salir de allí, no le importaba que fuera estuviese lloviendo. Nada le sentaría mejor que un baño de agua fría.
Se sentó en las escaleras de la facultad, aliviada al sentir que sus lágrimas se perdían con las del cielo, y se llevó las manos al cuello. Su mundo interior, en el que vivía la mayor parte del tiempo, volvió a parecerle acogedor y cálido. Allí no se sentía inferior, porque era ella la única que tenía voz. Escuchó la risa suave de Marta y la voz de Pedro, que la cogía por la cintura y le decía cosas bonitas al oído; a Marisa, agobiada por el examen del día siguiente y a Teresa, gastándole bromas para distraerla.
–Vas a coger un buen catarro si sigues ahí –le dijo alguien a su espalda.
Paula se volvió, sorprendida y molesta. Un chico la acababa de cubrir con su paraguas.
–Estás empapada. ¿Qué haces aquí fuera? Está cayendo el diluvio universal.
Ella bajó la mirada, resignada. Irremediablemente volvía a sentir la presencia del muro frío que la distanciaba del resto. Le encantaría poder responderle, pero tenía con conformarse con su propia soledad.
–Ven –insistió él, tendiéndole la mano que le quedaba libre –. Si puedo evitarlo, no dejaré que le cuentes las penas a la tormenta. Con los truenos, te va a hacer muy poco caso.
Paula sonrió y, aunque sabía que antes o después aquella conversación acabaría en silencio, le acompañó hasta el edificio de Ciencias.
–Me llamo Daniel –continuó –. Deberías quitarte la ropa mojada en el baño. Puedes utilizar mi jersey.
Paula negó con la cabeza, acompañándose de las manos, pero Daniel se desprendió de la prenda y le obligó a aceptarla.
–Te espero fuera, pero no tardes mucho. No estaría bien que te resfriases, Paula.
Ella arqueó las cejas y se señaló a sí misma, con un claro interrogante en la mirada. Daniel sonrió y Paula observó cómo se sonrojaba sin dejar de mirarla a los ojos.