¿Te atreves a soñar?

martes, 29 de enero de 2013

Por nuestros hijos


Cuida el planeta, respeta a los animales, no malgastes el agua, no tires basura a la hierba, no ensucies la atmósfera, por nuestros hijos y los hijos de los nuestros”. Eso nos han enseñado: a cuidar de los bienes naturales de los que disponemos por los que vienen detrás. Es lo justo. Si tu tienes paisajes hermosos, cuidalos para que los sigan disfrutando. Si tienes agua corriente y aire limpio... que la cadena no muera en ti.
Pero, ¿a quién le estamos dejando el planeta? Sí, a nuestros hijos y a los hijos de los nuestros, por supuesto... A personas que crecen encerradas en casa con los videojuegos, que no tienen tiempo para pasear por pasear, o de leer un libro, o de jugar a las canicas, a la comba, al elástico, a los aros, a cazar mariposas... Que no saben lo que es arrancar una fruta de un árbol y comerla, o ver una puesta de sol, o cuidar gusanos de seda, tortugas o peces. Que creen que el amor es solo una danza de cuerpos, y no de espíritus. Que pasan las horas frente al ordenador y caminan con la cabeza gacha, no por vergüenza, sino por el móvil que los mantiene despiertos.
Y ellos heredarán nuestra tierra.
Afortunadamente, no todos los niños han saltado a la edad adulta sin pasar por la infancia. Todavía hay muchos que juegan, que inventan, que aman. Y no quiero resultar pesimista, porque aquellos que creen, luchan y trabajan, llegan más lejos que quienes se dejan llevar. Pero los modelos de la sociedad no son estos niños. El poder, por ejemplo, ¿existe para ofrecerse a los demás, o es para enriquecerse a sí mismo? ¿Qué acaba imperando? Si los pequeños se fijan en los más mayores, ¿qué va a nacer de esta sociedad corrupta, descuidada y ambiciosa? Por suerte, aún quedan los padres, los buenos profesores y el amor, que tiene necesidad de hacer el bien.
Yo seguiré cuidando el planeta “por nuestros hijos y los hijos de los nuestros”. Contemplaré, como vengo haciendo hasta ahora, lo más pequeño, que puede ser una flor, una hoja o una gota de agua, y continuaré amando todo lo que tenemos sin haberlo pedido. Quizá alguna vez deje de verle el sentido, pero entonces acudiré a esas personas que no han dejado de ser niños, y aprenderé de nuevo que la tierra no es hermosa sin las personas, y que las más humildes, generosas y entregadas son las verdaderas joyas de la naturaleza.

martes, 22 de enero de 2013

¿Un extraterrestre?


Primero fueron unas antenas verdes. Se mecían hacia delante y hacia atrás, a contracorriente y a favor del viento, electrificándose cada vez que rozaba con algún objeto. Luego fueron unos ojos grandes, una decena, para ser exactos, que se agrupaban sobre una masa viscosa que parecía que fuera a explotar.
Pisé el freno del coche bruscamente. Inconsciente. Olvidando los retrovisores. Por suerte, solo me seguía una bicicleta que me esquivó a tiempo. La adrenalina se descargaba en mis venas, como las palabras de mi hermano lo hacían en mi mente: “Estás loca. Estás enferma. Visita un psicólogo o mando a que te encierren en el psiquiátrico”.
En un psiquiátrico, escuela de gritos, desvarío y maltrato. Esa era mi idea del único centro de la ciudad. Pobretón, construido en una finca abandonada, lejos de todo.
Me asomé por la ventanilla del vehículo, con los pies sobre los pedales para arrancar rápido si hacía falta, porque había visto un ser extraño. ¿Un extraterrestre? Podía ser. ¿Qué científico había probado que no existía vida fuera de nuestro planeta? Ninguno. Absolutamente ninguno. Y la ciencia ficción se había adelantado. Existían cientos y miles de películas y novelas sobre personitas que no son personas, que son verdes, naranjas o blancos, con ojos grandes, o pequeños y numerosos, y viscosos, o llenos de brazos, con voces estridentes, armas extrañas... Y todas las historias comenzaban igual. Siempre había un coche y un bicho raro; y aquí estaba yo, la protagonista. Solo faltaba la música mística de fondo.
Vislumbré el pequeño calambre de las antenas al rozar la farola, y luego un contenedor de basura, y luego la farola, y de nuevo la basura. Grité, nerviosa, me empujé contra el asiento y clavé las uñas en el volante.
Un extraterrestre.
No me acordé del móvil, ni de arrancar si quiera. La curiosidad me había paralizado e ignoraba los pitidos de los automóviles que me pasaban.
No estoy loca. No estoy loca –me repetí con los ojos cerrados–. Hay un ser de otro planeta en mi calle, pero no estoy loca.
Abrí la puerta del coche después de vencer el miedo, y me bajé con las piernas temblorosas. Tal vez el bicho solo quisiera hablar, contactar con la vida humana. ¿No era eso lo que querían todos los extraterrestres de la ficción? Me convencí, me lo repetí mientras me acercaba. Solo veía las chispas de las antenas, pero era suficiente para replantearme dar la vuelta y llamar a la policía.
Un paso, dos, tres... No podía creerlo. Iba a conocer a un extraterrestre. Y me haría famosa, aún si el ser desconocido me desintegraba allí mismo. Sería la heroína del siglo XXI, la primera persona en contactar con una especie viva de otro planeta. ¿Y cómo hablaría? ¿Conocería nuestro lenguaje y nuestro idioma, o solo el inglés? ¿Y si se expresaba en códigos? Yo no sabía morse, ni marciano, ni mercuriano, ni galaxiano... ni nada de nada; solo español.
Me entró el pánico. Podría matarme. ¿Y si era violento? ¿Y si no quería nuevos amigos? Me detuve a pocos pasos, pero ya había imaginado demasiado como para volverme atrás.
Levanté los brazos, para aclarar que iba en son de paz, y recorrí el último tramo hasta la masa uniforme que se estremecía por el viento. Comencé mi discurso de buena voluntad. Estaba nerviosa, pero esas palabras se grabarían en la historia y debía esmerarme por resultar convincente.
Escuché unas risas. Unas risas acompañadas de palmadas. ¿El bicho se reía? ¿Me entendía acaso? Lo miré asustada, pero descubrí a una anciana en el soportal de enfrente, vestida de harapos y rodeada de cartones. Sus dientes ennegrecidos me saludaban con estupidez.
Venga, niñita, venga aquí. Tome hueco al lado mío –me dijo, cuando pudo contener la risa.
Apreté las llaves del coche contra mi pecho y la miré a ella, y luego al extraterrestre. Se reía porque no entendía que aquella hazaña se anunciaría al día siguiente en los periódicos del mundo entero.
Estoy dialogando, ¿no lo ve? –le espeté con rudeza–. Este respetable ser ha venido a la Tierra a contactar con los humanos, y me ha elegido a mí. Soy su intérprete. No puedo sentarme con usted, muchas gracias.
Pero la mujer de nuevo rompió a reír.
¡Respetable ser, dice! –exclamó con sorna–. ¿Y qué soy yo, entonces? ¿La reina del universo?
La miré alarmada. Aquella mujer estaba loca, seguramente. Por eso se rodeaba de deshechos y lucía tan desaliñada. Alcé la barbilla con dignidad y me volví hacia el extraterrestre, para disculparme. Sin embargo, las carcajadas de la vieja me distrajeron de nuevo, y esta vez me paralizaron.
Hijita, no haga eso. No se haga eso, por Dios, que vendrá la policía y la llevará a la cárcel, o a un centro de locos, o váyase a saber –dijo, haciéndome un gesto para que la acompañase a su lado–. Confíe en mí, que eso que ve no es un marciano, o lo que quiera usted, sino una bolsa de basura arañada por cristales y en la que un niño lanzó su scalextric esta mañana. Pero yo puedo ser la reina del universo, si prefiere, y podemos hablar toda la tarde hasta que se harte. No siga ahí de pie, que pensarán que estás loca y vendrán a buscarla.

viernes, 18 de enero de 2013

No era Renoir


No era Renoir. No era solamente Renoir. Eran latidos maquillados con pintura. Había una respiración contenida que se escuchaba en el brillo de los colores. Los árboles estaban vivos, la vivienda estaba ocupada, el sol estaba enamorado.


 
Pintura por: Pierre-Auguste Renoir (1841-1919)
Técnica: Impresionismo

viernes, 11 de enero de 2013

Beatles de la calle


No sabía nada de ellos, aunque ya se había fijado la tarde anterior. Quizá era porque su hermano mayor tenía un grupo de música, y conocía de cerca las tardes de ensayo, de frustraciones, de trabajo, de euforia y de alegría. O tal vez se debiera a que para ella los Beatles tenían un significado especial. O porque los intérpretes eran jóvenes y su escenario era la acera del Corte inglés... O porque realmente sonaban bien. No lo sabía. Lo único que tenía claro era que aquellos tres músicos callejeros la cautivaban como no habían logrado los demás grupos de la calle.
Fátima consultó la hora en su móvil. Había decidido esperar a Rosana a una distancia prudente del improvisado concierto. Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos. No quería sentirse incómoda con las miradas de tres chicos ilusionados, ni distanciarse hasta perder los matices de aquella voz serena. Le gustaba; tenía una voz diferente.
Había visto a acordeonistas, violinistas, guitarristas, gaiteros, bandas de música, flamencos y payasos, pero nunca a un grupo que sonase con tanta magia. Esa era la palabra: Magia. La magia de toda una generación se desplegaba con ellos. Dos guitarras, una batería y la voz.
Y se enfrentaban a un público difícil, a un público que era prisas, agobios, consumismo, y cada vez más inmune al valor de todos los artistas callejeros. Y, sin embargo, parecían ilusión candente, fuerza y entrega. No tenían amigos que les animasen en primera fila, ni discos que los avalasen... Pero sí mucho cariño. Y talento.
Fátima no vio aparecer a Rosana hasta que estuvo a pocos pasos y, entonces, la cogió del brazo y le señaló a los tres chicos.
Me encantan –susurró.
¿Son los que escuchamos el otro día? Suenan muy bien –aprobó ella. Luego miró la hora e hizo un gesto de disgusto–. Siento haberme retrasado. Espero que no lleves mucho tiempo esperando.
No te preocupes. No me he movido de aquí y se me ha pasado rápido el tiempo. ¡Ya ves que tenía una buena banda sonora!
Rosana se rió, más tranquila, y se concentró en la letra de las canciones que interpretaba aquel grupo. Se llevó la mano a la boca, sorprendida, y exclamó:
¡Son canciones de los Beatles! –Luego se metió las manos en los bolsillos en busca de alguna moneda suelta–. Lo hacen muy bien, voy a ver si puedo dejarles algo...
Entonces, a Fátima se le ocurrió una idea. Buscó en los bolsillos de su falda y de su abrigo, y le preguntó a Rosana. Necesitaba un papel y un bolígrafo, aunque solo encontraron algunos tiques y un paquete de pañuelos.
Vaya, qué rabia –dijo Fátima, revisando por cuarta vez sus bolsillos–. Siempre llevo algo para escribir encima... Y hoy no tengo nada.
Y sin dudarlo, se acercó a un quiosco de dulces y preguntó por un bolígrafo. Los dependientes, extrañados pero sin hacer preguntas, le prestaron uno azul, y comenzó a escribir un pañuelo apoyada en su mano.
¿Qué les vas a decir? –inquirió Rosana, leyendo por encima de su hombro.
Que me gustan.
Las letras bailaban poco firmes, pero lo importante era el mensaje. Fátima no podía dejarles dinero, pero sí podía hacerles sonreír. Quería hacerles sonreír. Quería que se sintiesen valorados, reconocidos. Si pudiera, les regalaría alas a su sueño. Pero no podía. No podía más que dejarle su propio tesoro, que eran las palabras. Ella vivía en las letras como ellos lo hacían en la música. Era lo más valioso que podía ofrecerles. Esa era su magia.

lunes, 7 de enero de 2013

Luces de Navidad

Málaga viste con encanto durante las Navidades, aunque hacía tiempo que no veía una calle Larios tan luminosa, ni un árbol tan protagonista en las fotografías de los viandantes. A punto de marchar y como despedida, he reunido tres de mis instantáneas preferidas de este fin de año.


 Calle Larios

Árbol de Navidad en la Plaza de la Constitución

Detalle del árbol de Navidad

sábado, 5 de enero de 2013

En apuros

Me dijeron, no hace mucho, que está agonizando el altruismo. Que aunque pareciese lo más básico en las relaciones humanas, desaparece. Yo no me lo creí, por supuesto, porque conozco a muchas personas que lo dan todo sin esperar nada a cambio. No quise creerlo, ni siquiera continuar la falsa noticia comentándolo con los más próximos. ¿Cómo iba a perderse una práctica que apareció ya en la Prehistoria? Pero hay gente que lo asegura, e insiste, y no hay quien los mueva de su postura.
Muy bien.
El altruismo se pierde y el altruismo renace.
Quizá porque esta idea me atrapaba desde hace varias semanas, me alegró tanto cuando ayer fui yo la protagonista en apuros y una desconocida, mi salvadora.
El motivo fue un billete de veinte euros y un viaje en autobús. Acostumbrada a Pamplona, donde el tique sencillo cuesta 1,2€, no esperaba que en Málaga valiese mucho más. Así que allí iba yo, con 1,4€ en moneda y veinte en papel. Os imaginaréis mi cara cuando el conductor me dijo que el precio era de 1,6€ y que no aceptaba billetes que superasen los diez. Le mostré todo lo que tenía y me negó de nuevo, como era lógico. Si no fuesen las once de la noche no me habría importado demasiado, pero estaba oscuro, hacía frío y dependía de un medio de transporte que desconocía en esa ciudad. No sabía los horarios, ni la ruta... ni la tarifa.
Tendrá que pedirle a alguien si tiene cambio –me dijo el conductor.
¡Claro, qué lenta había estado! Ahora solo había que tener un poco de suerte... Pregunté a la chica que iba delante mía, que se había detenido al escuchar mi problema, pero me dijo que llevaba solo quince, aunque podía regalarme veinte céntimos. Se lo agradecí, pero preferí un cambio justo y probé de nuevo con una mujer mayor, que había estado observándolo todo desde la primera fila. Ella sonrió y me tendió dos billetes de diez.
Sí que tengo.
Hice el cambio y le dí las gracias, tal vez con la torpeza de los nervios. Pagué al conductor y recogí mi tique. Suspiré y enfilé el pasillo en pos de un asiento libre. Al hacerlo, busqué con la mirada a aquella mujer que me había ayudado y, esta vez más tranquila, cabeceé agradecida. Ella me regaló un guiño, que para mí era una respuesta.
En el mundo hay muchas personas buenas. Por ellas, lo que no se cree posible, existe.