¿Te atreves a soñar?
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martes, 13 de septiembre de 2016

La culpa


Te vas.
Laura notó que el corazón le palpitaba diferente. Reunió la fuerza necesaria para mirarle a los ojos. Aquellas pupilas oscuras y enormes eran tan locuaces que se sintió desnuda. Un puño le impidió bajar la barbilla.
Por favor, por favor.
Nunca supliques —replicó él.
Abrió la mano y la detuvo en su cuello. Aquel movimiento la estremeció. Laura la apartó de su piel para besarla con insistencia, ya perdida en lágrimas, hasta que él y su mirada temblorosa se dieron la vuelta.
No llores.
Pero la orden se quebró con sus pasos. Alcanzó el bote y la escuchó correr por el embarcadero. Se precipitó en la nuez que le alejaría para siempre. No quería decirle lo que en verdad ya habían gritado sus ojos.
¡Por favor!
Sus lamentos terminaron tan huecos que le penetraron el alma. No querría volver a tierra. Jamás podría enfrentarse a la culpa de haberla abandonado sin confesarle que la amaba.


martes, 10 de abril de 2012

Sin alma

Siglo XVI.
Un grito ahogado quebró el alba. Era la señal de alarma, la primera víctima que caía en manos de los berberiscos. El fuego prendió rápido y una llamarada escoltó al sol. El puerto de Málaga se agitaba por los sablazos de los turcos, que apenas saltaban al agua ya cortaban cabezas. En menos de diez minutos los marineros, semi desnudos, se habían agrupado en hileras frente a las casas. Sus mujeres arrastraban a los niños fuera de las camas y tiraban de ellos calle arriba. La costa estaba infectada de hombres con turbante y aros perforándoles la piel.
Algún audaz arreaba el ganado, pero la mayoría corría con lo puesto. Ya los habían visto otras veces y eran sanguinarios. Poco les importaban las lágrimas, las súplicas o los sobornos. Parecían guerreros del diablo resurgidos de las mismas entrañas del infierno. El fraile Esteban Gil de Paz, que muchas veces había acompañado las expediciones a Argel para rescatar a cautivos cristianos, contaba barbaridades de aquella tierra de pecado.
Como animales rabiosos, prendían las galeras españolas y arramblaban con los bienes ajenos. Su lengua desconocida los hacía aún más temibles. Destrozaban sin piedad las barcas, las redes, las viviendas... De vez en cuando alguno se separaba del resto y regresaba con un par de mozas a hombros, para luego venderlas como esclavas o presentarlas al sultán. Los chicos jóvenes y robustos también les interesaban, y los acorralaban hasta agotarlos.
Sus risas perversas herían a los que huían por la colina, atrapados por la niebla del pánico. Los niños trastabillaban en la carrera, sucios por el polvo del camino, y sus madres lloraban desconsoladas mientras luchaban por no rendirse a aquel dolor. Tenía que seguir corriendo, lo había avisado el padre trinitario Esteban. Los corsarios no se detendrían hasta quedar satisfechos y en la playa eran ya pocos los hombres que no habían perecido.
El mar arrastraba cuerpos sin vida y el sol descubría la sangre que regaba las calles. Era un paisaje atroz, abominable, monstruoso. Ni aún cuando los corsarios turcos embarcaron en sus galeotas y se perdieron en la estrecha línea del horizonte, cesó el horror. El fuego continuaba devorando los cadáveres, los animales y las casas. Los pescadores que habían sobrevivido se arrastraban como espíritus sin alma. La violencia les había arrancado la vida.



Without a soul

16th Century.
A strangled cry broke the dawn. It was the alarm signal, the first victim that fell by the hands of the Berbers. The fire spread quickly, one of the flames licking the sun. The Malaga seaport trembled under the blades of the Turks, who had barely landed in the water were already cutting off heads. In less than ten minutes, the seamen, half-naked, had aligned themselves in front of the houses. Their wives pulled their kids out of bed and up the street. The coast was plagued with men bearing turbans and hoops piercing their skin.
Some were daring and dragged their cattle with them, but most of them just ran with what they had. They had already seen them before, and they were ruthless. Their tears, their pleas and their bribes meant nothing to them. They were like the devil’s warriors, risen from the very bowels of hell. Friar Esteban Gil de Paz, who had many times joined the expeditions to Algiers to rescue Christian prisoners, spoke of the atrocities that took place in that land of sin.
Like rabid animals, they burned Spanish galleys and took off with their goods. Their foreign tongue made them all the more fearsome. They pitilessly destroyed fishing boats, nets, homes… Every once in a while, one of them would detach himself from the others and come back with a couple of girls over his shoulders, that they would then sell as slaves or present to the sultan. They also looked for strapping young men and cornered them until they became exhausted.
Their wicked laughs hurt those who fled through the hills, trapped by a haze of panic. The children stumbled as they ran, dirtied by the dust from the road, and their mothers cried uncontrollably as they fought not to yield to the pain. He had to keep running, the Trinitarian Father Esteban had warned him. The corsairs wouldn’t stop until they were satisfied, and on the beach there were only a few who hadn’t already perished. The sea dragged the lifeless bodies, and the sun uncovered the blood that bathed the streets. It was a cruel, abominable sight. Not even when the Turkish corsairs boarded their ships and disappeared into the thin line of the horizon did the terror cease. The fire continued to consume the corpses, the animals and the houses. The fishermen that had survived trailed along like soulless spirits. The violence had ripped away their life.


Traducción por: Carolina Rodríguez García.

sábado, 7 de enero de 2012

A traición (II)

(...)
–Muy bien –dijo, impaciente –, combatirás.
Sus ojos azules se la clavaron en los de él con extrema frialdad. Había procurado resultar tajante y dura. Sintió cómo el abrazo de Roller se tensaba.
–El galeón nos alcanzará en menos de una hora, va poco cargado –continuó ella –. Alcemos la bandera pirata, la tripulación está esperando.
Se zafó de sus brazos y de sus labios y se encaminó hacia la salida. Los tacones de las botas secundaron sus palabras. Roller gruñó y corrió para alcanzarla, no aceptaba la derrota. La detuvo en las escaleras y la empujó contra la madera.
–Yo mando –la amenazó, presionando su cuello con el antebrazo.
Abie sonrió, lejos de asustarse, y en una maniobra rápida extrajo una daga de su falda y la clavó en la pierna del pirata. Luego le derribó escaleras abajo.
–No vuelvas a ponerme una mano encima. Soy yo la que manda en este barco –declaró y, haciendo caso omiso de sus gritos de dolor, salió a cubierta y alzó su daga ensangrentada.
Con su gesto, setenta gargantas la aclamaron. Todos sabían que Roller, quien había prometido riquezas si se amotinaban a su favor, había sido derrotado por la heredera. Lo adivinaron porque en la mirada de ella había un brillo diferente. La inocencia y el miedo se habían esfumado. Ahora era una pirata decidida y convencida de la victoria. Clavó su daga en el mástil y arrancó de su cinta la espada.
–Quien no me quiera seguir, que se atreva a retarme.
Y los gritos de los marineros anudaron el último cabo de su unión. El galeón no podría vencerles. Abie Jack había logrado que la aceptasen y ahora, como con su padre, la bricbarca pirata era una sola criatura.
Abie se acercó a la baranda y contempló a su enemigo, ondeando la bandera de la calavera.


martes, 3 de enero de 2012

A traición (I)



Estaba asustada, aunque él le prometiese que todo estaba bien. A la luz de un único candil, sus sombras parecían alargarse hasta la puerta del camarote. Nadie iba a interrumpirlos. Por el ventanal, sin embargo, se hacía evidente la inminencia del peligro.
Abie se volvió hacia el galeón que los perseguía.
–Nos doblan en tripulación y en armamento.
–Son más lentos, no podrán alcanzarnos. De todas formas, si lo lograsen no serían capaces de maniobrar a la misma velocidad. No debes preocuparte.
Ella lo miró, furiosa. Sus labios ardían muy cerca de los de Roller.
–Delega en mí –pidió el hombre –. Presentaré batalla y venceré.
–Yo soy la capitán.
–Sabes que la tripulación no te escuchará. Tu padre era un buen pirata, pero tú eres una mujer.
Roller le acarició la cara y obvió los metros que los separaba. Con delicadeza, le apartó los rizos anaranjados del rostro y jugó con su pendiente.
–¿Este aro es el que te compré?
–El que le robaste a un mercader holandés, sí.
–Precioso.
Ella forzó una sonrisa.
–Vamos, Abie... –insistió –. Sabes que me respetan.
Había empezado a cambiar su actitud. Sus labios caían sobre su nariz, tentándola, y sus manos viajaban por su espalda. Abie sabía cuál era su juego, pero ahora le parecía tan atractivo que su valor había empezado a temblar. Era joven y no tenía ninguna experiencia al mando, mientras que él había liderado las batallas junto a su padre, el difunto capitán. Era fuerte y decidido y un magnífico estratega. Quizá se estaba equivocando por su orgullo.
Roller se inclinó para besarla. Veía en sus ojos la duda y olía su miedo. Sus manos, que había apoyado en su cuello, le temblaban. Abie sólo era una chiquilla. Había combatido cuerpo a cuerpo y había matado, pero aún no había aprendido a congelar sus sentimientos.
Él le sonrió para inspirarle confianza. Había tenido suerte en que la hija legítima de Jack fuese una mujer.
Pero el galeón español estaba demasiado cerca y los gritos de la tripulación se alzaban sobre las olas. Roller siempre había sido su debilidad y le temía. Los golpes en la cubierta al desplazar los cañones le recordaban la primera batalla en la que había empuñado la espada. Él le había salvado la vida y le había enseñado a combatir. Su padre, en realidad, no le había prestado demasiada atención.
Sin embargo, sabía que su beso era a traición y que sus caricias le mentían. Abie deseaba llorar y refugiarse en la terraza de popa, como había hecho otras veces, pero esta vez Jack estaba muerto y ella era la capitán. Trató de serenarse antes de enfrentarse a su rival. (...)