María
se abrazó las rodillas y alzó la vista hacia la copa de los
árboles. La primavera los había enamorado con flores y los pétalos
blancos volaban por el parque como nieve perfumada. Escuchó risas y
una voz infantil repitiendo las tablas de multiplicar.
El
calor había llegado de puntillas.
Una
joven de chándal pasó corriendo y tres adolescentes se
giraron para verla marchar. María sonrió, recogió su cuaderno y
bosquejó la escena. Uno de los muchachos le recordaba a su hermano
mayor. La misma melena desordenada, la misma mirada de pillo.
Allí
era donde siempre se habían reunido. Entonces Tomás trabajaba en el
bar. Luego se graduó y desapareció sin decir nada. Solo llamó un
par de veces para anunciar que todo iba bien.
María
suspiró y retomó el trazo.
–Aquí
tiene, señorita. Zumo de naranja y un croissant.
El
camarero la interrumpió para dejarle la bandeja sobre la hierba.
María lo miró desde el césped, pero el sol la deslumbró.
–¿Seguro
que no quiere que le acerque una silla? –preguntó él.
–No,
está bien.
Esa
voz grave ya la había escuchado. Dio un respingo y le saltó el
corazón. Se volvió con ímpetu para ver la silueta delgada de un
recuerdo.
La
chica se levantó y corrió hacia el hombre. Él, que escuchó el
vaso de cristal haciéndose añicos y el revuelo del cuaderno
golpeando la bandeja de metal, se giró antes de que María lo
alcanzase. Ella, alborozada, se había detenido con los ojos muy
abiertos y las cejas hundidas.
Ninguno
de los dos sabía cómo continuar.
¿Realmente
era posible?
Él
estaba distinto: más barba, más cuerpo, más años.
¿Un
abrazo? ¿Dos besos?
El
camarero se tapó la boca para contener la carcajada.
–Mira
que eres boba, María, te has derramado todo el zumo en las piernas.
¡ Cuanta alegría me a dado el reencontrarte ¡ En tu línea y como siempre precioso. Montones de besos. Pepi
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