¿Te atreves a soñar?

miércoles, 24 de junio de 2015

Jane Austen vive en Bath

Hay cuatro ingleses que me gustaría conocer y tres de ellos están muertos. De modo que, a falta de una buena conversación, me acerco a través de la arquitectura, los libros y la historia. Una es Jane Austen.

Entre 1801 y 1806, la joven Jane vivió en Bath, una de las grandes ciudades del sur de Inglaterra. Por aquel entonces, solo en las tiendas de Londres se encontraba más variedad de artículos. 

Bath es una ciudad preciosa, que viste de un característico ladrillo de color miel y alterna los órdenes clásicos en sus edificios más antiguos. Sus calles permiten retroceder en el tiempo, porque en el siglo XVIII se construyó la mayoría de edificios que hoy se ven. Por estas calles empedradas, que ya han filmado para sus historias, paseó la autora de Orgullo y Prejuicio

Austen retrató la sociedad de la época en sus novelas y es fácil reconocer los escenarios cuando se pasea por el Royal Crescent, el Prior Park y los alrededores. Guardan el mismo encanto y la grandiosidad de las ricas mansiones sobre las que escribía.

En Bath, imaginar es fácil. Los museos son muy interactivos y te permiten tanto disfrazarte con los vestidos, los pañuelos y los sombreros de aquel siglo, como descubrir las miniaturas que los más adinerados coleccionaban: figuritas de marfil de Japón, cuencos hechos de minerales, elementos decorativos con motivos clásicos, retratos en broches... Incluso se puede conocer el principio, cuando los romanos descubrieron esta localización junto al río Avon.

Aunque las modas han cambiado, y también las costumbres, no deja de haber un trocito de Austen en esta ciudad (y no me refiero a la figura a tamaño real que preside la entrada a un centro sobre ella). De vez en cuando, en alguna calle se lee alguna frase que dicen que dijo. Puede ser o no verdad, pero lo cierto es que en Bath se han quedado el eco de sus pasos y la firma de su pluma.

Aquí vivió una de las grandes escritoras. Jane Austen inmortalizó Bath, porque los lugares siempre dejan un poso en quienes los pasean.


viernes, 19 de junio de 2015

El druida de Avebury


"Aquí conocí al amor de mi vida", me dijo el druida de barba blanca y túnica gris. Tardé en reponerme de la sorpresa cuando me interrumpió. Al principio pensé que era una broma, pero luego descubrí que no vestía de aquel modo por diversión. Caminaba descalzo, tenía la ropa sucia y un bolso de piel. Lució los pocos dientes que le quedaban y me tendió la mano: "Elliot".

Elliot era un apasionado de las runas y los astros. En un inglés con fuerte acento escocés me contó que llevaba años preparándose para aquel viaje. Hablaba con pasión de las gigantescas piedras de Stonehenge. Gesticulaba con la mirada saltando de mis ojos al cielo, y del cielo a la tierra. Parecía que quería ocuparlo todo en solo un vistazo.

"La vida es mágica", exclamó al final de su discurso. Por alguna razón, no dejaba de señalar mi cabeza. Echó un vistazo al mapa que tenía sobre las piernas y me señaló un punto concreto de Avebury, donde nos encontrábamos. "Justo aquí, en esta piedra exacta. Allí conocí a Scarlett".

Scarlett fue su gran amor. Estuvieron juntos una sola noche, pero él regresó a su recuerdo todas las que vinieron después. Cuando hablaba, el druida entornaba sus ojos azules con ternura. "La recuerdo dormida y me siento feliz", dijo. Realmente lo parecía. Más que Gandalf o Merlín, en aquel momento era como un niño enamorado.

Una mujer que también vestía túnica le llamó desde lo lejos. Elliot se llevó las manos a la boca y murmuró: "Martha me llama". Se alejó dando pequeños brincos. Su esposa le decía algo de que las piedras iban a bailar. Me reí disimuladamente y pensé en su Scarlett. Elliot la había descrito soñando, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. ¿Llevaría también túnica?

martes, 16 de junio de 2015

Amor entre Avoncliff y Bath


Eran un torbellino de amor. En el espacio que dejaban los sillones del tren apenas alcanzaba a ver cómo se besaban y se encogían por la risa. Contrastaban con el resto del vagón, que lo formaban estudiantes adormilados y algún turista que regresaba a Bath o Bristol, las dos grandes ciudades que figuraban en el último tramo del recorrido.

El joven empujaba sobre él a su pareja, que reía y canturreaba una canción. Ellos mismos parecían dos notas alegres. Sus voces eran las únicas que recordaban que aquel día había brillado el sol.

Suspiré por su complicidad y envidié que fuesen capaces de crear un mundo a parte. "El amor", pensé. No hacía falta otra palabra; amor era suficiente. 

Entre tanto movimiento, alcancé a ver el rostro del chico. No tendría más de veintitantos. El pelo dorado y cortado a la altura de los hombros, sonrisa viva y ojos aplastados. No era asiático, pero sus cuencas eran dos líneas finas curvadas por los generosos mofletes.

El final de un abrazo devolvió a la chica a su asiento. Conversaba animadamente al tiempo que jugaba con sus tres anillos. Su sonrisa la enmarcaba por la zona de la barbilla una línea de pelo. La enamorada tenía barba, como la mujer barbuda que retrató Ribera, y los ojos igual de finos. Me fijé en que bailaban extraviados. Me fijé mejor: ambos tenían la mirada perdida.

Pasó el revisor y no les pidió el billete. Atravesamos una de las zonas más bonitas del Canal Kennet y Avon y no lo vieron. La pareja se abrazaba entre risas y bromas. "El amor", sonreí. Amor es más que suficiente.


miércoles, 3 de junio de 2015

Una tarde de calor

Los gritos eran de una niña de tres años que aún no sabía hablar. Rayada por la luz del sol y la sombra del edificio en que vivía, sacudía los brazos para que la dejasen en paz. Se le mezclaba la protesta con la risa y a punto estuvo de atragantarse cuando el chorro de la manguera le impactó cerca de la boca. Sus hermanos la perseguían por la terraza blandiendo la goma sobre las cabezas.

Hacía tanto calor que hasta el abuelo había salido a empaparse. Con su bañador de flores y la gorra, daba palmas en medio del gran charco. Las carcajadas resonaban en el vecindario y algún niño se colgaba del balcón pidiéndole a sus padres que les dejasen bajar a jugar.

Amaia sonreía desde su habitación. Se había fijado en que Pablo de vez en cuando desviaba la mirada hacia su ventana. Le lanzó un beso discreto y se escondió. El día anterior, él la había buscando en el colegio para regalarle un poema de Bécquer.

—Lo estamos estudiando en clase —se excusó.

Ella había colgado el papel en su corcho y ya era capaz de recitarlo de memoria.

Las risas hicieron sonreír a Belén, que en el sexto piso se encargaba de alimentar a su madre. Aunque hacía tiempo que Nerea había perdido el habla, la hija le seguía hablando tan animosamente como si en algún momento le fuera a responder. Explicaba que Sofía, la pequeña que reía tan fuerte, balbuceaba tres idiomas y estaba echa un lío.

—Pero será una niña muy inteligente. Mira cómo juega con sus hermanos. Tiene una alegría especial. Además parece un ángel con esos ricitos. Es adorable y yo ya le digo a su madre que tiene mucha suerte. Si yo hubiera tenido una hija, la habría querido como ella.

En la última cucharada, el puré le resbaló por la barbilla. Belén le limpió y continuó el monólogo. Mientras tanto, Sofía se levantaba de las baldosas y Pablo aprovechaba la pausa para mirar de nuevo hacia el hueco donde suponía a su princesa.