¿Te atreves a soñar?

sábado, 26 de marzo de 2011

Más allá..

Más allá de los límites de la imaginación...
en un lugar donde los sueños no pueden recrearlo.
Más allá de lo hermoso y lo bueno, más allá de todo lo que hace daño.


Ilustración: Blanca Rodríguez G-Guillamón

lunes, 21 de marzo de 2011

Danza gitana

Sus ojos verdes se hundieron bajo un tormentoso bosque de largas pestañas. Jaime tembló, por un instante, al sentir el aliento de Sara en su cuello. Levantó el brazo y lo detuvo a escasos centímetros de su pelo. Luego taconeó y, con los ojos entrecerrados, giró a su alrededor. Los acompañaban las miradas expectantes de un público callejero y la voz cascada de Jimena, la anciana maestra de la muchacha.
Sara pestañeó, coqueta, y lo empujó para alejarlo de ella. Sacudió su pañuelo de flores y corrió por el círculo que los cercaba. Se movía rápida como un ave rapaz y ágil como una gacela, pero sin perder nunca la elegancia. Ni uno de sus pasos iba en falso, parecía moverse con el aire. Era una hábil bailarina gitana. Por eso, cuando Jaime se acercó a ella y la desafió con el torso desnudo, ella lo aguijoneó con la mirada. “Jaime, ¡el eterno soñador!”, se burló, mientras se apoyaba en su hombro y aceptaba el reto.
–¿Quieres que vuelva a ridiculizarte? –le susurró cerca del oído.
Con esa frase habían comenzado las vueltas, las convulsiones rítmicas y la pasión. Jaime aguantaba estoico cada embestida de Sara, que, sin llegar nunca a rozarle, se aproximaba continuamente a su cuerpo. Sacudía sus caderas con fuerza y giraba sus muñecas con delicadeza. Jugaba a violentar contrastes.

El recuerdo de una tarde seca de estío golpeó a Sara como aquel sol lo hizo diez años atrás. Ella bailaba descalza sobre la tierra, en el centro de un corro de gitanos. Su padre tocaba la guitarra y su madre, las palmas. Sara giraba sobre sí misma, con una gracia que las distinguía del resto de las bailarinas.
Danzaron durante horas, luego ella decidió separarse del grupo e internarse en el prado para coger flores para Jimena. Fue allí donde Jaime se le declaró. Él era un chico escuálido y desgarbado que acudía con ella a la escuela. Nunca habían hablado pero Sara sabía que, en la plaza, él se sentaba cerca de ella sólo para mirarla.
–Hola –fue su saludo tímido.
Ella se limitó a cruzarse de brazos.
–¿Estás cogiendo flores? –volvió a intentarlo él.
–Sí.
Jaime se retorció las manos tras la espalda y cerró los ojos. Sus siguientes palabras las vomitó, sin atreverse a mirarla a los ojos.
–¿Quieres salir conmigo?
Sara arqueó una ceja, pero sólo después de dos minutos le contestó.
–No sabes bailar –fue su primera sentencia –. De ese modo, ¿cómo pretendes que me enamore de ti?

Sara se derrumbó sobre el suelo, pero esta vez no se levantó. Bajó la mirada y ocultó su tez morena entre sus manos. Había oscurecido y la anciana hacía tiempo que había dejado de cantar. Incluso su público se había retirado para continuar con los quehaceres diarios. Jaime se acercó a ella, pero permaneció en silencio.
–Bailas muy bien –le confesó Sara, incapaz de aguantar su mirada.
Jaime se encogió de hombros.
–¿Recuerdas cuando jugábamos en el prado y yo recogía flores para ti?
La gitana asintió, sin poder contener una sonrisa.
–¿Y te acuerdas de que te enfadabas con las flores que aún en primavera no habían extendido sus pétalos?
Sara volvió a asentir, en silencio.
–¿Qué te decía yo siempre?
Ella titubeó antes de responder.
–Que les diera su tiempo. Las flores siempre acaban por florecer.
Lo dijo con emoción y su sonrisa se hizo más amplia y más bonita. Jaime sonrió complacido y le tendió la mano. Ella la aceptó y se atrevió a mirarle. Luego Sara se acercó a sus labios y sus ojos verdes se hundieron bajo un tormentoso bosque de largas pestañas.

domingo, 20 de marzo de 2011

Punto y final

Se acercó al borde del lago, sin apartar la vista de ella. La veía sumergirse en las aguas turbias y emerger nuevamente cuatro brazadas más allá. Llevaba tiempo observándola, entre los árboles, pero había decidido que ya era hora de continuar. Esperó en la orilla hasta captar su atención y, entonces, le hizo un gesto con la cabeza.

Carolina no tardó demasiado. Se vistió, aún mojada, y se recogió el pelo en una coleta alta. Sin decir nada alcanzó a su amigo y se internó de nuevo en el bosque. Él la siguió, con la mirada clavada en su espalda, ¿por qué no era capaz de detenerla y decirle la verdad? Desplegó los labios, pero en seguida volvió a sellarlos, quizá debía olvidar el tema. A ella debía olvidarla también.

–¿Llegaremos al pueblo antes de que oscurezca? –preguntó Carolina, dirigiéndole una mirada fugaz.
–No lo creo.
–Deberíamos haber llegado ya –objetó, desconfiada.
–Deberíamos –asintió él.

Sin embargo, allí estaban, entre la espesura, ellos dos. Julián se esforzaba por no mirarla, al menos no demasiado, mientras ideaba una nueva ruta que los retrasase. Deberían haber alcanzado el pueblo hacía ya más de media jornada y los dos los sabían.

Cuando anocheció, Carolina suspiró.

–¿Qué ocurre? –inquirió ella –, yo no conozco el camino, pero sé que no estás eligiendo el más rápido.

Él se encogió de hombros, pero no levantó la vista del suelo.

–Fue mala idea volver a visitar la casa del árbol –sentenció Carolina, sentándose en un tronco partido –, eso debería haber permanecido en nuestros recuerdos. ¡Revivir nuestra infancia, a quién se le ocurre! ¡Justo el día antes de mi boda!

Soltó una risotada nerviosa.

–Por favor, Julián, llévame a casa –suplicó, al rato.

Él se sentó a su lado y contempló las estrellas.

–¿Recuerdas cuando nos tumbábamos en la hierba durante horas para verlas? Nunca nos cansábamos –dijo, señalando hacia el cielo.

Carolina frunció los labios. Intuía el porqué de aquella excursión, pero debía regresar temprano si no quería presentarse con ojeras en el altar. Le propinó un codazo suave a su amigo.

–Por favor...

Julián se volvió hacia ella y la miró a los ojos. Había oscurecido y la luna se reflejaba en sus pupilas. Recordó cuando la besó por primera vez, en la nariz, un día que ella lloraba; cuando jugaban a la pelota y se hacían la zancadilla intencionadamente, cuando se hacía de repente el silencio y se miraban... y ahora ella iba a casarse. Iba a casarse con otro hombre. Sintió que se partía en pedazos, casi pudo oír el grito de dolor de su corazón. "Te quiero", quiso confesarle, pero no hacía falta. Ella lo sabía y, sin embargo, al día siguiente dejaría de pertenecerle para siempre. Apretó los labios para retener las palabras y se levantó.

–De acuerdo, te llevaré a casa –dijo, cerrando los ojos y tendiéndole la mano.

Sabía que era lo justo. Sin embargo, ¡le dolía tanto ponerle punto y final a todos sus sueños!

martes, 15 de marzo de 2011

El faro

Ignacio Baena se acercó al borde del muelle y se asomó al mar. En el horizonte distinguió algunos barcos pesqueros y tres veleros de competición. Sonrió, aunque sus labios los ocultaba una espesa barba gris, mientras recordaba su primera navegación.
Ayúdame a subirme a la barandilla, abuelo –gritó Juan, que saltaba a su lado con impaciencia.
Juan tenía cinco años y un lunar grande en el cuello, como su abuelo. Desde hacia un año, todos los días lo acompañaba en sus paseos junto al mar. El niño sabía que Ignacio Baena era un hombre extraño. Éso era lo que le decían los vecinos. Un hombre solitario, misterioso, soñador... en definitiva, un viejo lobo de mar. Él se limitaba a reírse y, de vez en cuando, les propinaba algún golpe en el hombro, restándole importancia.
¡Súbeme, que quiero saludar a los peces! –protestó el pequeño, tirándole del pantalón.
El hombre lo cogió en brazos y lo sentó en la baranda del muelle.
Ten cuidado de no caerte.
Juan permaneció en silencio, esperando las acostumbradas charlas de su abuelo. Todos los días le contaba alguna historia nueva, anécdotas de sus días de marino o temas trascendentales para los que otro adulto le habría considerado “demasiado pequeño”. Pero su abuelo era diferente. Él le hablaba de la vida y la muerte, del amor, de sus viajes e, incluso, de sirenas y otros seres mitológicos.
¿Ves aquella luz de allí?
Juan agitó la cabeza, sabía que su abuelo ya había elegido el tema.
Es el faro.
El faro –repitió el niño, sonriendo.
Sirve para orientar a los barcos cuando oscurece. Cada ciudad tiene un faro.
El anciano se apoyó en la barandilla.
También las personas tienen uno –continuó –. Todos tenemos un guía.
Juan asintió, con el semblante serio, nunca dudaba de sus palabras. Esperó, con la mirada clavada en una embarcación pequeña e inundada de peces, pero su abuelo no dijo nada más. Había cerrado los ojos y escuchaba el latido del mar. “Es suave y tormentoso, y dulce y salado”, así lo había descrito tiempo atrás. Juan lo recordaba a menudo y trataba de escuchar ese palpitar, pero nunca lo conseguía.
Había días en los que el anciano hablaba durante horas, a veces sin parar. Otras, se limitaba a recitar alguna frase célebre o, como aquella vez, filosofaba sin ir más allá. Juan había aprendido a respetar sus silencios e interpretar su humor.
¿El faro se ve desde lejos? –preguntó Juan, con cierta timidez.
Depende.
¿Desde casa?
No, desde allí no.
¿Mamá y papá también tienen un faro?
Todos tenemos un faro.
¿Distinto?
Así es.
Juan se apoyó en la baranda y saltó sobre el tablado. Se colgó de las maderas y levantó la vista hacia su abuelo, pensativo.
¿Y cuál es tu faro? –preguntó al cabo.
¿Mi faro? –el anciano lo miró sorprendido, no se esperaba en absoluto aquella pregunta –. Pues... mi faro. No lo sé.
Su faro siempre había sido su mujer, Mercedes, pero ella ya no estaba allí. Se acarició la barba, confundido. No se había detenido a pensarlo desde la muerte de su esposa.
Mi faro... –repitió, como poco antes había hecho su nieto.
Juan se había agachado dos metros más allá y jugaba a recoger algas adheridas a los bordes del muelle. Tarareaba una canción de mar y, de vez en cuando, escupía al agua. Ignacio Baena no pudo evitar sonreír al recordar su infancia.
Mi faro es el mar –dijo, aunque sabía que el pequeño hacía tiempo que había dejado de escucharle.


sábado, 12 de marzo de 2011

Puntos de vista

"Hay sólo dos maneras de ver la vida:
una como si nada fuera un milagro
y la otra como si todo fuera milagroso"

ALBERT EINSTEIN

Un eterno invierno

 
Era una pintura hermosa. En medio de un desierto nevado sólo se alzaba un árbol. No había nada más; ni tan siquiera unas pocas hojas que lo abrigasen y ocultasen su desnudez. Me acerqué al lienzo y no pude contener un escalofrío. ¿Qué pasaría si un día abriese los ojos y me encontrase sola, perdida en un vacío y sin nadie que me guiase? Quise apartarme del cuadro, pero la fascinación que me producía me mantuvo clavada a pocos centímetros de él.
Nunca me había detenido a pensarlo, pero ahora lo sabía. Me habían preguntado cuál era mi mayor miedo y acababa de encontrar la respuesta. Temía perder el sentido de mi vida. Aquel árbol solitario y frío me recordaba que un día también yo fui así. Le tenía miedo a volver a sentirme perdida en un mundo demasiado grande y que mi felicidad se desmontase en miles de sonrisas forzadas.
¿Qué sería yo si no viese en una lágrima mil sonrisas y otras tantas penas? ¿Qué sería de mí si detrás de cada rama seca no inventara cuatro historias; una por el verano, otra por el otoño, otra por el invierno y una última por la primavera?
Si perdiese el sentido de mi vida, si me despertase con la sensación de que la vida no merece la pena, me sentiría perdida en un eterno invierno; frío, largo y siniestro.
Necesito saber que camino sobre seguro aunque lo que encuentre bajo mis pies sean nubes. Tengo que guiarme por la esperanza y atacar con mi sonrisa. Si no soy fuerte me derrumbo, pero si perdiese el sentido de mi vida, ¿cómo podría pintar ilusiones si tendría que mendigar de ellas?
Deslicé mis dedos por el tronco y sentí la rugosidad de la pintura. Ya había felicitado a mi hermano por su obra. Miré en derredor y observé la amplia gama de grises de la que se había servido para pintarlo. Nadie había entendido por qué un árbol solitario me había cautivado hasta el extremo de ser capaz de pasar horas contemplándolo. Yo veía mucho más que un árbol; me veía a mí en un pasado aún reciente. Recordé cuando pasaba tardes en alguna estrecha callejuela, rodeada por malas compañías. Adolescentes que no sabían que la vida no son lágrimas y sufrimiento, sino penas y alegrías. Entonces no entendía en qué me equivocaba, pero me había convertido en un árbol desnudo y seco, frío y tembloroso, que no tenía con qué enfrentarse al viento gélido del invierno. Por eso, quizá, encontraba tan bello un cuadro tan espeluznante.
Destapé los botes de pintura que había esparcidos por el suelo y hundí una de las brochas. Mantuve el rostro inexpresivo, aunque sabía que alguien como yo habría intuido lo que realizaría a continuación. La levanté en alto y la estampé contra el lienzo. Me mantuve quieta unos instantes. Luego la deslicé con ternura, dibujándole una sonrisa al árbol. Retrocedí dos pasos y ladeé la cabeza para contemplar la obra en su conjunto. El paisaje de tonalidades frías había sido cortado por una curva ascendente de un rojo vivo. Asentí conforme y, sólo entonces, me permití sonreír.




martes, 8 de marzo de 2011

En una noche dorada

–Ella se fue, amigo. Ella se fue una noche dorada. No me preguntes cómo fue eso. Ni yo mismo lo sé. Recuerdo que me asomé a la ventana y la vi correr por el jardín. Al principio creí que aún soñaba, pero luego reconocí su cintura de hada. Flotaba. Te juro que flotaba. ¿Alas? No, no tenía alas. Ella sólo caminaba, sin llegar a pisar nunca la hierba. Era un vuelo sutil, apenas perceptible al ojo humano. Ella se fue, amigo, en una noche dorada. Sí, dorada. Convéncete de que no volverá.

lunes, 7 de marzo de 2011

Un perrito blanco y peludo

Carlota siempre había querido un perro. Un perro blanco y peludo, simpático, que agitase la cola cuando le diera de comer. Quería un perro que jugase con ella a la pelota, a las muñecas y a construir castillos de arena. Pasearían por las mañanas y después del almuerzo. Por la tarde, lo llevaría a la playa y tratarían de esquivar las olas. Carlota imaginó a Lucero en mil ocasiones. Tenía un nombre, un cuenco de plástico para el agua y un cesto junto a su cama. En el parque, Carlota se detenía para acariciar a los animales y lanzarles alguna ramita seca. Después corría junto a su madre para convencerla de que le comprase un perro. Carlota no dormía, ni jugaba con las otras niñas, sólo comía cuando tenía verdadera hambre y se pasaba los días tirada en el suelo imaginando a su perro.

Alertados por su comportamiento, sus padres decidieron satisfacer su deseo. Fueron a una tienda de animales domésticos y eligieron a un perro pequeño, blanco y peludo. Aquella misma tarde, reunieron a Carlota en el salón y le entregaron su regalo. Ella, entusiasmada, abrió el paquete rasgando el papel y se quedó mirando al cachorro  con sorpresa. Durante unos minutos no pudo dejar de sonreír. Luego, lo devolvió a la caja y dijo con desilusión:

–Éste no es Lucero.

viernes, 4 de marzo de 2011

Paraiso soñado

Janine grita mi nombre desde la cocina. Huele a bizcocho recién hecho y a chocolate. Me levanto del colchón y atrapo todos los rayos del sol en mi habitación. Hace un día precioso. Ya puedo saborear la delicia de un baño refrecante en la piscina, después de unas pocas horas tumbada sobre la arena blanca de mi jardín. Rebusco en el armario y elijo mi vestido blanco, de gala. Janine insiste y no la hago esperar. Ella es de piel morena y ojos claros. Es anciana y su mirada esconde miles de primaveras y otros tantos inviernos.

La temperatura es agradable, tal y como prometía el sol, y, si cierro los ojos, puedo oír el murmullo de las olas. Han florecido las rosas, los jazmines, las violetas y el galán de noche, aunque aún sea temprano. Cómplice de la hadas, bailo al compás de la melodía de un pianista que ama lo invisible.

Yo no puedo más que sonreír al recordar cuando lo conocí. Tiene nueve años de edad y un alma prodijiosa, capaz de reanimar lo muerto. Muerto puede ser cualquier cosa; una muñeca rota, un pincel desgastado, un corazón desesperado, una risa truncada... Muerto puede ser una mañana sin tormentas ni sol, o un mar deshidratado. Y él, un niñito de sólo nueve años de edad, es capaz de desatar las más hermosas melodías al sentarse frente a las teclas del piano. A Janine a veces le asusta. "Un día enfadará a la naturaleza. No puede ser posible que le robe toda su fuerza y no sufra ningún castigo", advierte casi a diario. Pero a mí me encanta.

Vivo en un lugar hermoso. Por la mañana silban en mi ventana las aves más exóticas, en el crepúsculo el sol me regala un último beso y por la noche, la luna sale a acunar mis sueños. Es un lugar precioso. Sin embargo, cada vez que Janine me besa la frente y me da las buenas noches, yo siempre le digo lo mismo.

–Quiero volver a casa.


miércoles, 2 de marzo de 2011

Nuestro Cielo

Hoy ha nacido una estrella. Es grande y brillante y hermosa. ¿Quieres caminar de mi mano para conocerla?

Sortearemos las miradas celosas y allí, donde acaba la Tierra, ascenderemos por la escalinata de mármol y cristal que nos regala la luna. Ella, dueña y señora de la noche, guiará nuestros pasos y, cuando estemos cansados, nos acojerá en su abrazo maternal. El sol andará vigilante y las estrellas cuchichearán cuando no miremos. Me tomarás de la mano, como antes hice yo, y, cerrando los ojos, echaremos a volar. Somos libres en el firmamento. Libres y ligeros. Seremos ángeles de cabellos rubios y mejillas sonrosadas. Flotará mi vestido de gasa y se hinchará tu pecho desnudo con cada bocanada de felicidad.

Hoy ha nacido una estrella. Es grande y brillante y hermosa. ¿Quieres caminar de mi mano para conocerla?

Tus labios

Yo sueño con esos labios,
que revolotean traviesos en tu boca
Juego a imaginarlos,
perdidos en mi piel
 
Observo el beso que palpita en ellos
y, por unos instantes, creo
que no son más que una ilusión formada

Se detiene el aire
y, al observarlos,
me impulsa el deseo a morderlos

Sin embargo, están prohibidos
y, aunque muera,
sé que no puedo rozarlos

martes, 1 de marzo de 2011

Estaciones

Con paso torpe me acerco a la ventana para descorrer las cortinas. He oído que decían en la radio que hoy hacía un buen día. Así es. El sol brilla en lo alto, en un cielo celeste, sin ninguna mancha gris. Toco el cristal y apoyo en él mi frente. Está frío y sonrío; es una buena forma de despejarme.
Fuera, las aguas del lago están calmas y los árboles apenas sacuden levemente sus ramas. Las hojas se agolpan junto a los troncos, coloreando el paisaje. Hay copas granate y amarillas, verdes y naranjas. La naturaleza está tan viva que puedo sentir su palpito sereno, si cierro los ojos. Hoy es otoño. Mañana será invierno, como ayer fue verano. Primavera es cada día en mi corazón, cuando abro los ojos al alba y me encuentro una sonrisa junto a mi cama, prometiéndome que el mundo es mucho más bello de lo que yo podré llegar a imaginar.