¿Te atreves a soñar?
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lunes, 25 de abril de 2016

Los valientes que se perdieron en el espacio

¿Cómo cuento mi historia sin que suene dramática? Una vez fui hombre... No, quizá más bien fui padre. El día en que mi esposa me lo dijo, pensé que moriría de felicidad. Ojalá me hubiera fulminado un rayo en aquel instante. De esa forma, ninguna de las dos habría sufrido lo que vino después.

En el cielo ocurre una cosa muy curiosa y es que se está bien o se está mal, sin grises. A veces todo es hermoso: la Tierra envuelta en nubes como si fuera un caramelo, el brillo incesante de las estrellas, la sospecha de que en algún momento se cruzará el principito camino de otro planeta... Otras veces, en cambio, me reprocho estar aquí, sintiéndome Dios, y no abajo, en esa pelota diminuta donde están ellas.

Me trajo la ambición y mi sueño infantil de conquistar una estrella. Pero, ¿para qué la quiero ahora? Hoy se cumplen diez años terrestres de mi ausencia. Al despertar, quise morir. Me asomé al ventanuco de la nave, el que me pertenece por ser espejo de todas mis lágrimas, e imaginé a mi niña abrazada a su madre. Quizá más que un funeral sea una celebración, no lo sé, aunque me consuela pensar que al menos hoy me dedican unas lágrimas. No las merezco, pero las necesito. Aquí agonizo como si fuese el purgatorio.

Le he pedido al comandante permiso para morir, pero no quiere. Aún insiste en que saldremos de esta. Pobre iluso, que cree que podrá besar de nuevo a su dulce Amelia. La tiene colgada junto a su saco y le da los buenos días y las buenas noches. Ninguno de la tripulación se burla, porque todos hemos desarrollado un vicio. El mío, la ventana. El de Xun, llevarse a la boca el chupete de su hijo.

Nos inventamos las horas, porque aquí no existen. Decimos "ya falta poco para la una, vamos a preparar el almuerzo", o "son las ocho, están jugando los Lakers". A mí me dan igual los Lakers, pero aplaudo para animar a Mike, que no tarda en enroscarse al cuello una bufanda del equipo.

Aunque el comandante no nos deje morir, lo haremos algún día. Probablemente alguno enloquezca y mate al resto. Si no, se nos terminarán los víveres y empezaremos a comernos. Mientras tanto, seguiré imaginando las vidas de mis dos amores:

—Mami, ¿dónde está papá?
—Tu padre está en el cielo, tratando de alcanzarte una estrella.

Por ella, por esa niña que no sé ni cómo se llama, soy padre y no hombre.

Se ha detenido el reloj, el único que vivía todavía. Con él, nos hemos parado todos. A Mike le entró la risa floja y desde entonces nadie ha podido consolarle. Ahora el comandante solo le dice "hola" a Amelia, y yo pienso que en la Tierra me lloran todos los días, porque no habrá nuevos aniversarios.

María, Patricia, Marina, Azucena, Eustaquia, Alamanda... Unos días, mi niña se llama Laura y otros, Davina. Y así, según el nombre, me la imagino. Si es Ana, tiene el pelo rubio y los ojos castaños. Si es Gertrudis, tiene una nariz aguileña y trenzas muy negras y estiradas. Paula será soñadora y a Otilia le gustarán las artes marciales.

Se nos han acabado las pastillas para dormir. La última la hemos partido en pedacitos minúsculos, de modo que todos compartimos el insomnio. Ya no sé si estoy abajo o arriba, o arriba o abajo, o abajo o arriba, o... Qué gracioso, me acabo de fijar en que a Xun le bailan los músculos como si fueran gelatina. Está agarrado a una barra para no dar vueltas.

Tenemos cerca la luna. De broma, le he dicho al comandante que vayamos a pisarla para hacer historia, pero me ha pedido que regrese a mi ventana y no vuelva a hablar. Últimamente está irascible, supongo que es porque Mike cayó accidentalmente sobre Amelia y la arrugó. Así que he aplastado mi nariz contra el cristal, en el punto exacto en el que la dejo siempre, y me he esforzado en localizar a mi esposa y su hija. He pensado que en la Tierra nos habrán enterrado, de modo que quizá ya seamos verdaderamente historia.

Nos recordarán como "los valientes que se perdieron en el espacio"... No sé si suena más heroico o más ridículo. Con suerte, algún día inspiraremos una película. Entonces mi niña se sentará en la butaca del cine y dirá:

—Mamá, ¿por qué me mentiste? Papá no fue a buscarme una estrella. Se marchó porque quería ser famoso.

Y tal vez tenga razón. Mi querida Belén. O Amelia. Había alguien que se llamaba Amelia.

jueves, 21 de agosto de 2014

Huelga de la alegría

Se sentía tremendamente sola. Todos le habían vuelto la cara sin darle explicación y nadie le había advertido que esas cosas a veces suceden. Se vistió con uno de los vestidos que había colgado sobre la silla de la habitación y salió a la calle. Creyó que allí dejaría de pensar, pero no sabía que la inquietud es amiga de las lágrimas y que tira de las comisuras hacia abajo. 
Cuando llevaba una hora deambulando, dando vueltas por todas las calles de su adolescencia, se dio cuenta de que la pena seguía abrazada a su pecho y a su garganta. Ni siquiera el ajetreo de una fiesta era capaz de robarle la pena, y decidió regresar. En el camino, no se dio cuenta de cómo una madre abrazaba a su hija, a la que no veía desde hacía meses, ni de que el mar murmuraba enamorado. No se dio cuenta de cómo el sol se despedía con su corona dorada, ni de que alguien la había mirado.

miércoles, 16 de julio de 2014

Un viaje eterno


Adelaida golpeó la puerta con los nudillos y tiró del pomo repetidamente.
–Te lo suplico, déjame salir. ¡Déjame salir!
Cogió carrerilla y se lanzó contra la puerta, pero sus diez años no eran lo suficientemente fuertes como para derribarla. Escuchó un gruñido y una maldición, y lloró con más ganas. Miró hacia la ventana y se precipitó contra el cristal. Sus mofletes mojados se aplastaron para ver marchar a una mujer encorvada y envuelta en una manta deshilachada.
–¡Mamá! –gritó.
Sorbió los mocos y trató de desbloquear el pestillo.
–¡Mamá!
Pero los pasos lentos de la señora no se detuvieron. Ni siquiera volvió la vista atrás. Adelaida no se separó de la ventana hasta que la sombra de su madre se perdió en la distancia. Entonces solo quedaron sus huellas vacías en la nieve y una niña encogida de dolor.
La puerta del dormitorio no la abrieron hasta el día después. Habían aprovechado el sueño de la pequeña para dejarle una bandeja de comida sobre la mesa, pero a la mañana siguiente la recogieron intacta.
Suzanne fue la primera en presentarse. Era una joven treintañera que no había encontrado oportunidad para casarse. Llevaba el pelo atrapado en un moño ahuecado y un vestido largo hasta los pies. Sonrió a Adelaida cuando ella dejó caer el cuello en su dirección. La niña continuaba encogida junto a la ventana, con la cara sucia y los ojos cansados.
–¿Te apetece jugar con el trineo? –propuso Suzanne.
Adelaida la ignoró.
–Te llevaré a la tienda para que conozcas a otras niñas.
La pequeña se levantó despacio y, sin preocuparse de su aspecto, esquivó a Suzanne y salió por la puerta de la habitación. Caminaba por inercia, con la mirada perdida y triste. ¿Qué más le daba dónde estaba? Su madre le había dicho algo de unas primas. Su madre...
Una señora de camisa de mangas anchas y falda oscura la sorprendió al final del pasillo.
–¡Adelaida! ¿Dónde has dejado a Suzy? Ni si quiera has desayunado y vas muy sucia. No puedes salir así a la calle. Ven, ven, te asearé un poco –resolvió Marie, la bonita Marie.
La niña se dejó hacer. Esperó con los brazos caídos a que su tía desconocida terminase de arreglarla. Le daba igual el lazo, el abrigo, las botas, los guantes.
–¿A dónde ha ido? –preguntó muy bajito.
Suzanne, que acababa de entrar por la puerta, le respondió.
–¿Para qué quieres saberlo, querida? Ella tenía que marcharse. Está bien, estará bien.
–¿Dónde?
–Ella...
–Un viaje –interrumpió Marie–. Ella estaba esperando para hacer un viaje.

- - -

Aunque aquel día me hice la loca, las entendí perfectamente. A la primera, al primer titubeo de Suzanne. No me revolví porque en el fondo hacía mucho tiempo que lo sabía. Lo sospeché cuando mamá me empezó a mencionar a la tía Suzanne y a la bonita de Marie. Cuando la oía llorar por las noches. Cuando la encontraba torcida sobre las letrinas y me gritaba que me fuera. Cuando me abrazó en el comedor de la casa de las tías, tan fuerte, con tanta ternura, inundada de amor. Mamá se tenía que marchar y no quería que yo la viera apagarse porque ella me necesitaba fuerte. Los inviernos en París eran muy duros. Y muy largos.


domingo, 18 de agosto de 2013

¿Dioses del mar?

“El infierno se congelará antes de que retire alguno de los bloques de hormigón”, aseguró el Ministro gibraltareño a la cadena televisiva inglesa de la BBC.

Mi familia tiene que comer ‒se quejó un pescador a una periodista española que le tendía el micrófono para que opinase sobre la protesta en La Línea‒. Mi familia y mis compañeros de faena. Es mi vida, ¿entiende? ¡A mí me importa un rábano la política!
Paco recogió las redes y se las mostró a la cámara.
‒Quién manda sobre los peces, ¿eh? ¿Quién se cree tan imbécil como para pensar que gobierna sobre el mar?

martes, 7 de mayo de 2013

Conspiración


Conspiración (2007)

Llevo bastante tiempo sin publicar nada, pero últimamente voy un poco regular de tiempo. Solo quedan quince días para que pueda retomar el ritmo anterior, así que mientras tanto os dejo una ilustración inédita que hice algunos años atrás. La dibujé a grafito, la rotulé y luego la coloreé en el ordenador. Es de los pocos dibujos que he trabajado así, de modo que le tengo un cariño especial.

Espero que nunca dejéis de perseguir vuestros sueños. Más de una vez la vida parecerá conspirar contra ellos, pero la decisión última la tomamos nosotros. Que no os engañe la desesperación.


jueves, 14 de marzo de 2013

Los caminos de Nina


24 años:

Apretó la nariz contra el cristal y sacudió la mano con frenesí. Nina sentía la garganta áspera y gruesa, y en los ojos le punzaban las lágrimas. No le importaba lo ridícula que pudiera resultar aquella despedida, porque solo le prestaba atención a su madre que lloraba, a su padre que permanecía con los labios prietos, a sus hermanos que sacudían los brazos, y a sus mejores amigos, que le gritaban frases de suerte y lanzaban besos. Con ellos, todos sus recuerdos.
El conductor del autobús encendió la megafonía y recordó las normas básicas. El motor rugió, su compañero de viaje se acomodó en el asiento y la música de una emisora de jazz se desparramó sobre los pasajeros. Nina se tragó la pena, aunque experimentó de nuevo la asfixia. En unas horas habría abandonado España sin billete de vuelta.
“Volveré como escritora”, había asegurado en el último abrazo. “No os preocupéis por mí aunque me perdáis la pista, porque yo estaré haciendo lo que me gusta. Voy a conocer más mundo, a más personas, otras culturas. Tengo ganas de empezar a escribiros cartas contándoos todas mis aventuras”.
Nina estrechó su cuaderno rojo contra el pecho y miró atrás por última vez. La libertad le hacía cosquillas en los dedos. Estaba a punto de echar a volar.


34 años:

Nadie había imaginado a Nina redonda, pero el vientre se le había abultado tanto que ya resultaba imposible recordarla delgada. Inclinada hacia atrás y con las manos en las caderas, recorrió el parque hasta un banco. Se colocó su cuaderno sobre las piernas y lo abrió. Tenía mucho que contarle a las páginas blancas. Después de ocho meses, sabía lo suficiente para hablar del primer embarazo. Pero escribió el nombre que recibiría el niño y no pudo continuar.
Todavía tenía miedo. ¿Sería capaz? Un hijo eran horas. Horas de insomnio, de carreras, de atención... Implicaría dejar de recorrer el mundo con su mochila y un bocadillo. Tendría que buscar un trabajo estable y ahorrarlo todo para el bebé.
No serían suficiente los sueños. La ilusión no iba a darles de comer.
Nina se acarició el vientre y lloró. Siempre había deseado una familia, pero nunca planeó quedarse sola y en cinta, a millas de distancia de sus hermanos y sin más dinero del que precisaba para comer un par de días.
El mar, los atardeceres y el viento le habrían consolado en otras circunstancias, pero todo lo bello se había empañado a sus ojos. No le importaba la luz, y el amor le había traicionado de nuevo.
Acarició la hoja del cuaderno y recordó su viejo convencimiento de que en el futuro sería una gran escritora. Suspiró y garabateó su pena en el papel. Unas lágrimas que eran líneas cruzadas y negras, muy tristes, muy solas. Dibujó hasta que se gastó el grafito. Luego arrugó el resultado y lo lanzó hacia atrás con fuerza. Al poco, un hombre se acercó a ella, enfadado, sacudiendo las lágrimas de grafito.
Ninguno de los dos sospechaba que les acababa de visitar la suerte.


84 años:

Había esperado más de sesenta años. Nina gritó de júbilo y, por un golpe fortuito, le envolvió una bandada de papeles escritos. Los impulsó hacia arriba, sacudiendo los brazos como si quisiera desplegar el vuelo, hasta que una punzada en la espalda le obligó a contener los aspavientos. Caminó despacio hasta el sillón y se sentó con una gran sonrisa. Allí, junto al ventanal, los atardeceres eran mucho más espléndidos, más brillantes.
Escuchó el revuelo de la sala contigua y se apresuró en mesarse el cabello gris y parecer calmada. Como esperaba, al poco se abrió la puerta.
–¡El Premio Cervantes, abuela, el Premio Cervantes!
Nina se echó a reír, se levantó tan rápido como pudo y abrió los brazos para que su nieta la abrazase. Juntas se tambalearon, pero la menor restableció el equilibrio. Se disculpó por la precipitación y dirigió a su abuela de nuevo hasta el sillón.
–Si me ve mi madre, me corta el cuello –dijo, avergonzada–. Me advirtió que debías guardar reposo.
–¡Reposo! –protestó la anciana, sonriente–. ¡Y un cuerno, reposo! Es un Premio Cervantes.
La joven Sofía se mordió el labio, entusiasmada, y aplaudió a su abuela. La felicidad les explotaba en la mirada.
–¡Tengo que decírselo a mamá! Solo me enteré yo, porque escuché al hombre que te dio la noticia. Están todos arriba, tengo que decírselo.
Sofía abrazó a su abuela, y ella aprovechó para retenerla.
–No te vayas todavía, princesa. Deja que se enteren más tarde, no hay ninguna prisa. ¿Quieres que leamos juntas la carta oficial?
Nina desbordaba ilusión. Sus manos temblorosas sostenían una hoja salpicada de letras. Pero no eran palabras cualquiera. En ellas se contenía mucho más que un reconocimiento. Detrás había una carrera de amor y esfuerzo, una vida persiguiendo un sueño. 

martes, 12 de febrero de 2013

Rey del desierto


El sol era el rey infinito del desierto. El único que se orientaba, el único que no necesitaba nada para sobrevivir, el único que podía escapar del mar de dunas ardientes sin agotarse, ni enloquecer, ni morir en el intento.
¡Leyre, sigue caminando! –gritó el egipcio, sin fuerzas para volver sobre sus pasos–. No falta mucho.
Pero ella tropezó, se restregó contra la arena y gimoteó. Tenía los pies quemados y las sandalias le dolían. Escupió en sus manos antes de rascarse la cara, luego se sacudió el pelo y gritó.
Llevaban más de una semana zigzagueando entre montañas de arena, dos días sin agua y cuatro de espejismos constantes. Zarid había asegurado que conocía el desierto, pero cada día hablaba menos y Leyre sospechaba que su suerte estaba a juicio de un paraje inhóspito.
La joven se tumbó en la arena, boca arriba, con los brazos extendidos en cruz y los ojos cerrados. Solo quería esperar. Ella llegaría en cualquier momento. La muerte era piadosa con quienes se perdían en aquel laberinto cambiante e inmenso.
¡Leyre! –insistió Zarid, apoyándose en sus rodillas para no desplomarse.
Pero Leyre se había rendido.
Seguiré sin ti si no te levantas –amenazó él, cansado.
Y sus palabras las quemó el aire seco y el sol ardiente. Cayó, como había hecho Leyre, con el corazón golpeándole el pecho con velocidad; quería huir de su cuerpo derrotado.
Levántate –murmuró, antes de cerrar los ojos.
No hubo eco. No hubo lágrimas ni dolor, solo agotamiento. Leyre se olvidó de Zarid y el egipcio se olvidó de la española. Querían escuchar el silencio. Sabían que la muerte acabaría compadeciéndose de aquel letargo, y no tenían miedo. No sentían nada más que su corazón desbocado y su respiración perezosa.
Entonces, cuando los dos estaban preparados para el último aliento, Leyre recordó que no debía abandonarse de aquella forma y abrió los ojos. Parpadeó y se retorció por la luz.
Za... –susurró.
Su boca seca no tenía para palabras. Se incorporó, aturdida por el dolor de cabeza, y se arrastró hasta su amigo. La arena punzaba y sus manos le parecían agujereadas. Zarandeó el cuerpo del joven y lo abofeteó hasta que reaccionó. Zarid abrió los ojos, pero no se movió ni dijo nada.
El sol era un rey tirano.
La chica abrazó a su amigo y le rozó la mejilla con los labios. Le picó su barba, pero aquella cercanía los reconfortó.
No te rindas”, articuló.
Zarid sonrió, pero le pesaban los brazos, las piernas, los párpados.
Leyre lo agitó.
Él era fuerte.
Él no podía dormirse.
Zarid se levantó.
Sigue caminando, Leyre –dijo, arrastrando las palabras–. Ya veo la ciudad.
La joven buscó en el horizonte.
No hay ciudad.
Sí, yo la veo.
Leyre sonrió con amargura.
Podemos inventarla –accedió.
Se acarició la garganta y tragó saliva. Necesitaba mucha saliva y mucha voluntad.
Nuestra ciudad tendrá un bosque frondoso y húmedo –comenzó.
Zarid se rió, aunque resultó un leve gorgoreo, e interrumpió:
Como el de Ecuador.
Sí, como aquel que visitamos en Ecuador.
Y un iglú como el de Laponia –sugirió Zarid, recordando la noche que durmieron en una casa de hielo–. Para que no pasemos calor.
Nada de calor.
¿Y mar? A ti te gusta.
Habrá un mar revoltoso como el de Asturias.
Bien, y muchas palmeras –agregó él.
Muchas, sí. También una sabana de elefantes.
¿Te gustan los elefantes?
Leyre se encogió de hombros.
Tengo una amiga a la que le encantan... y querré invitarla alguna vez –dijo.
Entonces también habrá iguanas.
Habrá iguanas –aceptó la joven.
Y de esa forma, sentados en la arena con las manos juntas y tratando de mantenerse despiertos, los despidió el sol. El gran monarca los abandonaba con incertidumbre; no sabría hasta el día siguiente si aquellos amigos llegaron a alcanzar la ciudad o se quedaron tan cerca, a sus puertas, soñando. 

lunes, 4 de junio de 2012

Niña cenicienta


Ya no hacía falta irse muy lejos. Como un pulpo gigante, la pobreza llamaba a todas las puertas. Se fortalecía cada noche, cuando se apagaba el crepúsculo y los vecinos regresaban del trabajo y de la ciudad, donde intentaban conseguir empleo. Entonces, Miriam oía los lamentos que se filtraban por las paredes, las ventanas e incluso las puertas. Su pueblo se convertía en cuna de pesadillas y desgracias, porque cada vez había más parados, más sueldos mínimos, más hambre, más llanto, más impotencia.
Y acabaría por reventar. Estaba segura de que aquella burbuja de dolor se quebraría en algún momento. Lo decían sus padres cuando escuchaban la radio en la cocina, y la vecina que dormitaba al sol bajo la ventana de su dormitorio, también lo comentaban los profesores en la escuela y su primo Rafa, que era economista.
En el bar, la televisión relataba el desgaste del sistema económico, mientras que los políticos pedían paciencia. Miriam había acompañado una vez a su primo después del almuerzo y el bombardeo de insultos que los clientes dirigían al televisor fue tal que rompió a llorar. Hasta entonces, ella sólo había sentido el frío de la tensión, pero ahora también conocía la violencia del dolor.
Al llegar a casa se subió al regazo de su padre, alterada por la impresión de ver a tantos hombres gritando.
–Papá, ¿por qué dicen cosas tan feas los hombres del bar? –preguntó, jugueteando nerviosa con su corbata.
Él levantó la vista hacia Rafa y se apresuró en calmar a la niña.
–Están enfadados –contestó, consciente de que no podía mantenerla del todo ajena–. Nadie se preocupa por ellos, aunque haya quien asegura que sí.
–Pero son grandes. Marcos trabaja en el campo y es fuerte, y Pedro es quien hace las casas.
–Todos necesitamos que nos cuiden, Miriam, hasta los que parecen invencibles.
–¿Por eso llora mamá?
Su padre la apartó para mirarla a los ojos. No quería hablar más de la cuenta, porque era seguro que la convertiría en una niña cenicienta, como la hija del mecánico, que pasaba los días sentada en un escalón con la mirada triste y el ánimo caído.
–¿Quieres que te lleve al parque? –preguntó–. Si te apetece, podemos pasar a recoger a Carmen.
Miriam asintió pegada de nuevo a su hombro. Hacía tiempo que no salía a jugar con su mejor amiga al parque. ¡Y acompañada por su padre! Era una oportunidad exquisita para pintar el gris que ahogaba a su pueblo, aunque ella misma se sentía pesada y enferma.
–Se está contagiando –escuchó que decía su padre a Rafa antes de coger las llaves y la gorra–. No vuelvas a llevarla a donde los demás. Ella es una niña... y está sufriendo por todo lo que ve.

viernes, 4 de mayo de 2012

A partir de la fila de atrás


Nunca os sentéis en las filas de atrás. Al menos no lo hagáis si os sabéis bien una asignatura y queréis optar a la mejor nota. Vaya mi suerte de hoy.
Perdonad que no escriba una historia, no me parecía justo. Quizá os resulte estúpido leer esto, pero tal vez algún día os suceda algo parecido y os acordéis... y quién sabe, igual decidís mirar el mundo con otros ojos. No quiero hablar de exámenes, ni volver a enfadarme con el desconocido que se sentó a mi lado y estuvo todo el examen copiando, pero sí de lo que vino detrás.
Había ido con la mejor de las intenciones al aula. Iba decidida a aproximarme a la mejor nota posible, porque había estudiado a fondo la asignatura y le había puesto ganas e ilusión. Después de todo, era el primer examen, y según eso se predice cuál será la suerte en el resto. -Espero andar por mejor camino-. Claro que no contaba con que de compañero, con tan solo un asiento de distancia, me tocase un chuletero que apenas contestó una palabra que no hubiese puesto previamente por escrito. A mí todo me fue bien, hasta que sacó la primera hoja arrugada de su bolsillo y se puso a hablar con el de delante y el de su derecha. ¡Pues oye, estupendo, me concentré muchísimo!
Como adivináis, salí muy enfadada. Se habían estrellado todas mis expectativas. Lloré de rabia -aunque os parezca ridículo- y me senté lejos del bullicio hasta que me tranquilicé. Cuando esperáis tanto, es muy dura la caída. Nada de la sonrisa triunfal con la que esperaba salir, nada de la sensación orgullosa de haber terminado el primer examen, nada de la satisfacción después de tantas horas de estudio, nada de nada. A veces ocurre así.
Por suerte, tengo unos amigos estupendos y una madre magistral que me desbloquearon. Deseché mis intenciones de encerrarme en la habitación para estudiar el siguiente examen y eché a caminar. Mis pasos me plantaron frente a una cafetería. No podía ser de otro modo, la palmera de chocolate tiene un efecto mágico. Así que, como hacía tanto que no compraba una y necesitaba animarme, entré. Allí comenzó la aventura.
Evité los ruidos y me deslicé hasta el borde de la civilización. Acabé donde el asfalto muere por la vegetación, donde se silencian los motores de los vehículos y se detienen las prisas. Quizá a partir de aquí os apetezca dejar de leer, lo cual también os aconsejo si consideráis que la Naturaleza es una cursilada de poetas.
Crucé hacia un camino de tierra y me detuve. Sin edificios, sin coches, sin prisas, sin problemas, sin trampas. Estaba en el mirador de la cuenca, en un punto donde cualquier fotografía sería bella. Lo más fascinante era el cielo. Me habría encantado que hubiera sido un día soleado, como prometían los partes meteorológicos desde hacia dos semanas, pero las nubes lo cubrían de contrastes. Desde las montañas, moradas por el atardecer, nacía una línea algodonada de ellas, parecían nata de las fresas. Sobre estas, el cielo celeste se fundía con un gris que parecía no tener principio y, más allá, despuntaban algunas nubes solitarias y oscuras. Era la paleta del artista del tiempo.
Llegué, incluso, a un lugar donde crece la hierba alta y las florecillas blancas la perlan como adornos. Allí me gustan las estaciones. Ninguno de los días que escojo aquel camino es parecido.
Y así regresé a casa. Me desvié hacia un parque para escuchar risas y zigzaguear entre los árboles antes de acabarme el dulce. Entonces encontré una escena muy tierna, que me hizo olvidar por completo cuanto me preocupaba. En un banco se había detenido un padre con sus dos hijos pequeños, no alcanzarían los dos años, y los había sentado hacia el jardín de la casa que había detrás. Habían aparcado sus bicicletas minúsculas y, emocionados, como si no hubiese nada más interesante, señalaban al jardinero que cortaba el césped. El padre les revolvía los ricitos castaños y les hablaba al oído, sujetándolos para que no se resbalasen.
Qué de historias había en aquel parque, en esta ciudad, en tantos lugares. ¿Y yo molesta por un examen? Nunca me había hecho tanto bien un paseo con mi palmera de chocolate.

martes, 10 de abril de 2012

Sin alma

Siglo XVI.
Un grito ahogado quebró el alba. Era la señal de alarma, la primera víctima que caía en manos de los berberiscos. El fuego prendió rápido y una llamarada escoltó al sol. El puerto de Málaga se agitaba por los sablazos de los turcos, que apenas saltaban al agua ya cortaban cabezas. En menos de diez minutos los marineros, semi desnudos, se habían agrupado en hileras frente a las casas. Sus mujeres arrastraban a los niños fuera de las camas y tiraban de ellos calle arriba. La costa estaba infectada de hombres con turbante y aros perforándoles la piel.
Algún audaz arreaba el ganado, pero la mayoría corría con lo puesto. Ya los habían visto otras veces y eran sanguinarios. Poco les importaban las lágrimas, las súplicas o los sobornos. Parecían guerreros del diablo resurgidos de las mismas entrañas del infierno. El fraile Esteban Gil de Paz, que muchas veces había acompañado las expediciones a Argel para rescatar a cautivos cristianos, contaba barbaridades de aquella tierra de pecado.
Como animales rabiosos, prendían las galeras españolas y arramblaban con los bienes ajenos. Su lengua desconocida los hacía aún más temibles. Destrozaban sin piedad las barcas, las redes, las viviendas... De vez en cuando alguno se separaba del resto y regresaba con un par de mozas a hombros, para luego venderlas como esclavas o presentarlas al sultán. Los chicos jóvenes y robustos también les interesaban, y los acorralaban hasta agotarlos.
Sus risas perversas herían a los que huían por la colina, atrapados por la niebla del pánico. Los niños trastabillaban en la carrera, sucios por el polvo del camino, y sus madres lloraban desconsoladas mientras luchaban por no rendirse a aquel dolor. Tenía que seguir corriendo, lo había avisado el padre trinitario Esteban. Los corsarios no se detendrían hasta quedar satisfechos y en la playa eran ya pocos los hombres que no habían perecido.
El mar arrastraba cuerpos sin vida y el sol descubría la sangre que regaba las calles. Era un paisaje atroz, abominable, monstruoso. Ni aún cuando los corsarios turcos embarcaron en sus galeotas y se perdieron en la estrecha línea del horizonte, cesó el horror. El fuego continuaba devorando los cadáveres, los animales y las casas. Los pescadores que habían sobrevivido se arrastraban como espíritus sin alma. La violencia les había arrancado la vida.



Without a soul

16th Century.
A strangled cry broke the dawn. It was the alarm signal, the first victim that fell by the hands of the Berbers. The fire spread quickly, one of the flames licking the sun. The Malaga seaport trembled under the blades of the Turks, who had barely landed in the water were already cutting off heads. In less than ten minutes, the seamen, half-naked, had aligned themselves in front of the houses. Their wives pulled their kids out of bed and up the street. The coast was plagued with men bearing turbans and hoops piercing their skin.
Some were daring and dragged their cattle with them, but most of them just ran with what they had. They had already seen them before, and they were ruthless. Their tears, their pleas and their bribes meant nothing to them. They were like the devil’s warriors, risen from the very bowels of hell. Friar Esteban Gil de Paz, who had many times joined the expeditions to Algiers to rescue Christian prisoners, spoke of the atrocities that took place in that land of sin.
Like rabid animals, they burned Spanish galleys and took off with their goods. Their foreign tongue made them all the more fearsome. They pitilessly destroyed fishing boats, nets, homes… Every once in a while, one of them would detach himself from the others and come back with a couple of girls over his shoulders, that they would then sell as slaves or present to the sultan. They also looked for strapping young men and cornered them until they became exhausted.
Their wicked laughs hurt those who fled through the hills, trapped by a haze of panic. The children stumbled as they ran, dirtied by the dust from the road, and their mothers cried uncontrollably as they fought not to yield to the pain. He had to keep running, the Trinitarian Father Esteban had warned him. The corsairs wouldn’t stop until they were satisfied, and on the beach there were only a few who hadn’t already perished. The sea dragged the lifeless bodies, and the sun uncovered the blood that bathed the streets. It was a cruel, abominable sight. Not even when the Turkish corsairs boarded their ships and disappeared into the thin line of the horizon did the terror cease. The fire continued to consume the corpses, the animals and the houses. The fishermen that had survived trailed along like soulless spirits. The violence had ripped away their life.


Traducción por: Carolina Rodríguez García.

sábado, 24 de marzo de 2012

Con otros ojos

No se trata de rendirse. Hace poco conocí a una chica que entre grandes aspavientos se quejaba de una de las asignaturas de la carrera. Revolvía los apuntes y pasaba las páginas del manual con desesperación. “No me importa nada. ¡Qué me interesa a mí esto! Ni siquiera es útil”. Naturalmente, como ocurre la mayoría de las veces que nos dejamos dominar por la obcecación, estaba equivocada. Sí le interesaba, o debería interesarle, porque era una tema que repercutía en su día a día, y era útil, se dedicase o no a la Comunicación. Me quedé mirándola, no recuerdo bien si con una sonrisa burlona o triste, en tal situación ambas habrían servido. “Es horrible, ¡a mí qué me importa!” –me dijo, pese a que no me conocía de nada–. “Este hombre sólo dice bobadas”. Y entonces no pude evitar echarme a reír.
Recordé las veces que enfrente de los telediarios había repetido lo poco que me interesaba la política. Cuando en mi horario del primer cuatrimestre vi una asignatura dedicada a los sistemas políticos contemporáneos me desesperé. ¿Qué iba a ser de mí?... Qué dulce ignorancia, las primeras clases rompieron todos mis esquemas. Empecé a acercarme a ese mundo que había etiquetado como “hostil” y descubrí que lo entendía, que había un sentido... y que me gustaba. Contra todo pronóstico, fue la asignatura a la que más tiempo le dediqué y con la que más disfruté.
De modo que, cuando mi compañera de clase comenzó a rechazar la nueva asignatura sin haber intentado comprenderla, en seguida supe dónde estaba la solución. “Es la actitud” –comenté–. “Depende de cómo decides enfrentarte a los retos”.
Es cierto, aunque ella acogió el consejo con ironía: suspiró con dramatismo y simuló escuchar con atención al profesor, repitió alguna de sus frases como si se le fuera la vida en ello y comentó con su amiga lo divertido que era la ley de la oferta y la demanda.
No se trata de simular interés hacia aquello a lo que nos enfrentamos, ni de rendirnos, entonces continuaremos igual que cuando estábamos en el punto de partida, sino de mirarlo con otros ojos y creer que somos capaces. Cuando se trata de ponerse límites, muchas veces nos convertimos en nuestro propio antagonista. Le ponemos punto y final a la historia antes siquiera de sentarnos a escribirla.

***

It’s not a matter of giving up. Not long ago I met this girl who, with much fuss, was complaining about one of her college classes. She shuffled through her notes and anxiously flipped through her workbook. “I don’t care about anything. Why would this interest me! It’s not even useful.” Naturally, as usually occurs when we let blindness take over our beings, she was wrong. It did interest her, or it should, since it was a subject that cropped up in her day-to-day life, and it was useful, whether or not she decided to go into the field of Communications. I simply stared at her, I can't remember if with a teasing smile or a sad one, in such a situation either would've made do. “It’s horrible! What do I care,” she told me, even though she did not know me at all. “This man only babbles.” And at that point, I couldn’t help laughing.
I remembered the many times that, in front of the News cameras, I had repeated the little interest I had in politics. When I found a class dedicated to the contemporary political science on my first quarter schedule, I panicked. What do I do?... What sweet ignorance; the first classes would break down all my plans. I began to approach this world that I had labeled as “hostile” and discovered that I understood it, that now it had a meaning… and that I liked it. Against all odds, it was the class I put most effort into, and the one I enjoyed the most.
Therefore, when my classmate began to reject her new class, I immediately knew where the solution was. “It’s the attitude,” I commented. “It’s all about how you face your challenges.”
It’s true, although she took the advice with sarcasm: she sighed dramatically and pretended to avidly listen to the professor, she whispered a few sentences to herself as if her life depended on it and discussed with her friend how fun the laws of supply and demand were.
It’s not about feigning interest for the things we are confronted with, nor about giving up, otherwise we would simply continue as if nothing had changed, but about looking at our challenges
from another point of view and believing that we are capable of surpassing them. When it comes to setting limits for ourselves, oftentimes we become our own antagonists. We put the final touches on our story before we can even sit down to write it.

Texto traducido por: Carolina Rodríguez García.

domingo, 19 de junio de 2011

Insomnio, II



"...Con desesperación, abandonó las sábanas y se sentó en su mesa de estudio. Abrió su cuaderno de dibujos y contempló el rostro de aquella mujer. La oleada de rabia se suavizó y se sorprendió acariciando los rasgos de grafito. Quizá no era la más hermosa, ni la más inteligente, pero había sido la única capaz de besar su corazón. "Está prohibida, está prohibida", le recordaba su conciencia con un grito sordo.

Apartó el boceto y suspiró. El insomnio sería la primera prueba que testificaría contra él. Se frotó los ojos y los cerró con fuerza. El agotamiento le impedía pensar con claridad. Regresó a la cama y enterró la cara en la almohada. Ya no le daría más vueltas, sólo tenía que evitar cruzarse con ella y continuar los estudios. En algunas semanas se habría olvidado de aquella mirada y de sus labios. También tendría que quemar el dibujo, si alguno de sus compañeros lo encontraba podría ser gravemente acusado.

Presionó sus párpados, ya decidido, a pesar de que temía aquel instante de inconsciencia. Sabía que podría asaltarle una pesadilla por ser descubierto, pero sufriría igualmente si soñaba que ella bailaba de nuevo, esta vez sólo para él..."