¿Te atreves a soñar?
Mostrando entradas con la etiqueta Playa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Playa. Mostrar todas las entradas

domingo, 16 de febrero de 2014

Vainilla y sal

Olía fuerte a pintura y aguarrás y, cuando soplaba el viento, también al incienso de vainilla que Lucía encendía en el alféizar. Goteaba el grifo abierto por el último niño, tan pequeño que no alcanzaba a cerrarlo bien, y en la radio sonaba un antiguo éxito del pop español.
En el caballete más próximo a la ventana, Diana pintaba un paisaje de playa. Dos barcas y un mar tranquilo. Afiló el lápiz azul y lo dirigió a la línea del horizonte. Le cosquilleaba la emoción de saber que aquel era su primer cuadro a pastel. Había saltado de los blancos y negros del carboncillo a una pintura de colores suaves. Unos colores tan suaves que con ellos era capaz de sentir la arena entre los pies y el sabor de la sal. La brisa, las gaviotas y el golpe de las olas contra las maderas de la embarcación. Ella descalza, con los vaqueros remangados bajo las rodillas y las mejillas rojas por el sol. Ella niña. Ella feliz.
Lucía señaló un tropiezo de la pintura y Diana le cedió el lápiz azul.
‒Más suave, más suave. No aprietes tanto. El interior de la ola debe confundirse con la anterior. Haz un difuminado en la parte de dentro. Aquí, aquí, ¿ves? Muy bien. Así, estupendo.
Más suave, como una caricia enamorada. Más suave y más claro. Diana cerró los ojos y respiró hondo, quería recordar aquel mar por el que corría tantos veranos, por el que había paseado muchos atardeceres y al que le había confesado sus secretos.
Cambió a la tiza verde y salpicó la masa azul. Así eran las aguas frías en que se sumergía cuando picaba el sol. De nuevo olor a vainilla y quizá también a sal. Quizá, solo quizá.


‒¿Estás bien? ‒escuchó que preguntaba Lucía.
Abrió los ojos y se secó las mejillas. La profesora le acarició el pelo y se inclinó sobre ella.
‒Te está quedando muy bien. ¿Quieres hacer un descanso y nos tomamos un café?
Diana asintió y dejó los colores en la caja, desactivó los pestillos de su silla y empujó las ruedas por el pasillo del aula. Observó de reojo el niño del sombrero de paja que pintaba Francisco, y los monigotes del pequeño Juan. Dejó atrás el lienzo amplísimo de la talentosa Alejandra y entró en el cuarto, más estrecho, del café. Lucía le sirvió una taza y se sentó frente a ella. No dijo nada y simuló distraerse con el humo de la bebida.
Diana preguntó por la última exposición de su profesora y terminaron discutiendo sobre las obras del museo que acababan de abrir en el centro histórico de la ciudad. Se rieron de las ocurrencias del más pequeño de los alumnos, que había dibujado en la pared con óleo y decía que quería ser como Leonardo da Vinci, y luego regresaron a sus cuadros. Diana contempló su mar, su playa, su pasado, y se concentró en el olor a pintura, a aguarrás, a vainilla y a sal.


Ilustración: Blanca Rodríguez G-Guillamón

martes, 6 de agosto de 2013

Un paraíso de melocotón

El paraíso debe ser muy semejante. Cuando comencé la caminata por la orilla del mar, con los pantalones remangados y las sandalias entre los dedos, tuve la sensación de que aquella inmensidad se arrastraba solo para acariciarme los pies.
La playa se había vaciado de turistas y apenas quedaban algunas parejas fotografiándose y los pescadores que clavaban sus cañas como banderas. Algunas risas discretas, palabras brumosas y las conversaciones de las olas.
En cada paso traté de memorizar aquellos brochazos de la naturaleza y de ponerle palabras a lo que no tiene. Un mar suave, ligero, encarnado, protegido por un horizonte de bruma morada y perfumado de sal. Un mar que, por ser belleza de paraíso, mejor podría describirse como mar de melocotón.
Todo era confianza entre un mar que besa y unos caminantes sin más destino que el soñar. Así pues, continué marcando mis pasos en la arena fría. Y el mar persistió en borrar mis huellas. Y respiré la libertad que arrastraba la espuma. Y las olas se hicieron grandes hasta doblarse y rasgar la orilla.
Y todo fue paz hasta que estalló un lamento.
Primero, una botella vacía de vino, después, vasos de plástico y latas de refrescos. Una bolsa de basura asfixiando al mar y una montaña de cáscaras de pipas. Una chancla rota, más bolsas, papel de aluminio y restos de un bocadillo. Una lata de Monster.
Me tembló el corazón y el ánimo. Mi mar de melocotón lo habían convertido en un paraíso monstruoso.

domingo, 24 de junio de 2012

La noche de los deseos


Era una noche mágica. No sólo porque España había ganado a Francia en el partido de fútbol de la Eurocopa, que desató una cadena de pitidos y gritos de emoción a lo largo de la playa, sino por la fiesta que empezaba a congregar a familias y amigos en la orilla. Las fogatas se encendieron algo más tarde que otros años por el partido, pero eso sólo incrementó la expectación.
La arena estaba fría a las once de la noche y el mar, difuminado por la oscuridad, parecía terciopelo.
Las hogueras de la noche de San Juan se estremecían por la brisa. Con gran satisfacción, la gente lanzaba apuntes, periódicos viejos o libretas para avivar el fuego. Los niños más pequeños, que podrían contar con dos o tres años, se encerraban en construcciones de arena, levantando murallas de poca altura o torreones moldeados por cubos. Los más mayores, en cambio, se reunían alrededor de la fogata con cervezas y refrescos.
La ilusión de celebrar una noche como esa, en la que los deseos se lanzan al mar y la adrenalina se consume bailando, unía a los desconocidos, que compartían música y bebidas. Los mejores campamentos se organizaban con cintas rojas y blancas y trozos de madera, que delimitaban la zona de unos y otros. La bandera de España o las camisetas de la selección española de fútbol adornaban las construcciones improvisadas, y de vez en cuando algún aficionado lanzaba un grito eufórico por la victoria.
La iluminación la proporcionaban las hogueras y velas, pues las farolas del paseo marítimo no alcanzaban el mar. En consecuencia, la orilla se convertía en un baile de sombras palpitantes. Y lejos, como joyas del cielo, brillaban luces que nacían de algún punto de la playa. Parecían luciérnagas gigantes y naranjas o globos de fuego, y quedaban suspendidas en el aire, en un ascenso vibrante que acababa por apagarlas.
El humo, que cubría la orilla, teñía de grises la escena.
No era difícil conocer gente nueva, porque en noches mágicas no hay diferencias. Extranjeros y oriundos reían, bailaban, e intentaban conversar. Se mezclaban acentos e idiomas. Los gestos eran el lenguaje universal, y las frases compartían palabras españolas, inglesas, francesas y alemanas.
No importaba de dónde fueras, ni siquiera los franceses protestaban demasiado con su derrota. No importaba si tenías o no dinero, si partías la mañana próxima o continuabas algún tiempo más. No importaba si estabas solo o acompañado. Sólo importaba que estabas allí, junto al mar, en la fiesta de todos, quemando los malos momentos en la hoguera y hundiendo en el mar papeletas de esperanza, nuevos deseos. 

martes, 19 de junio de 2012

El primer compás del verano



El sol había despertado temprano, como Pablo había prometido, y bañaba toda la costa con tintes rosados, apresurándose sobre la cresta de las olas que rompían contra las rocas. La hierba estaba perlada de gotas de rocío y las gaviotas graznaban sobre las barcas. Había una quietud mágica en la mañana, partida únicamente por los gritos de los pescadores que arribaban con las redes, y por la radio, que la vecina encendía para cantarle coplas a la aurora.
Armonía era la palabra que mejor definía aquel saludo del sol.
Pablo ya estaba en la orilla, limpiando su tabla de surf, cuando los demás comenzaron a asomarse a la terraza. Vestía su traje de neopreno y se había recogido la melena en una coleta baja. Al verlos, aún entorpecidos por la somnolencia, agitó el brazo y dio un par de palmadas sobre su cabeza. Parecía ansioso de estrenar el mar.
Tomás engulló tres tostadas con chocolate y corrió a acompañarle, mientras que Fernando y las chicas prefirieron desayunar con calma en la mesa del porche. Hacía un día bastante bueno como para descuidar los detalles, y despejarse cerca de un acantilado, con el mar, el sol y una taza de leche fresca no era algo que disfrutasen a menudo.
–¿Cuándo llegarán los demás? –preguntó Diana, distraída con la abeja que zumbaba sobre la mermelada.
–Dentro de dos días. La fiesta de Pablo empezará en el crepúsculo y terminará al alba. Ya sabes, el desfase de fin de curso.
–Algo así oí.
–¿Y Pablo aún no sabe nada? –intervino Sofía.
–Piensa que celebraremos su cumpleaños los que estamos.
–Pues menuda sorpresa se va a llevar. Si con eso no se cae de la tabla de surf, no lo derriba ni un tiburón.
–Ya lo creo que no –rió Diana.
Los gritos emocionados de Pablo y Tomás llegaban desde la orilla. Se dictaban órdenes y reían a carcajadas cuando las olas precipitaban la caída del adversario.
Diana saltó de la silla, recogió todo lo que cupo en sus brazos y entró en la casa. Al poco, salió con la toalla sobre los hombros y descalza, y atravesó a grandes zancadas el bosquecillo de matas que lidiaba con la playa. Lanzó la toalla cerca de las de sus amigos y se desvistió con impaciencia.
El agua estaba fría y la mantuvo un buen rato en la orilla, con los tobillos sumergidos y la piel de gallina. Allí, el olor a salitre era mucho más fuerte y pegajoso. De vez en cuando, algunas algas se le adherían a la piel como tatuajes oscuros, y ella chapoteaba hasta despegarlos de sus pies.
Los pescadores deslizaban la barca hasta el mar y se enfrentaban al oleaje para trepar por ella. Llevaban los pantalones remangados y el torso desnudo, luciendo el color de la almendra tostada. Los más ancianos demostraban la misma vitalidad que los jóvenes, pues lo que no les daba el físico, se lo brindaba la experiencia. Establecieron en seguida el control y se organizaron, cada uno en su puesto y con sus funciones, y viraron mar adentro. Diana avanzó hacia la barca que partía, olvidando la baja temperatura del agua, y se despidió de ella cuando sólo era una pincelada gris en el gran azul.
Pero los pescadores acostumbran a partir de noche, y no entendía cuál era el motivo de que aquella lo hiciera de mañana. Pensó en preguntarle a Pablo, que conocía las costumbres de aquel pueblo costero, pero lo olvidó en cuanto escuchó su nombre.
–¡Eh, Diana! Vamos, mete la cabeza de una vez y vente con nosotros.
Diana se volvió con una sonrisa.
–Ya voy, esperadme.
–¿No traes una tabla? –gritó Pablo, sobre la suya.
–¿Yo? Tendrás que enseñarme si quieres que me atreva.
Aspiró hondo y se sumergió, conteniendo el impulso de salir corriendo. Cuando sacó la cabeza, sorprendió a Pablo muy cerca de ella. Se apartó el pelo de los ojos y tomó su mano para cabalgar con él sobre las olas.
–Tiremos a Tomás –propuso ella.
Desde el acantilado, Cristina escuchaba las risas como algo muy lejano. Recordaba los veranos en aquella casa de muros blanquecinos y puertas abiertas. Quedaba algo amargo en aquel paisaje tan hermoso, aunque esperaba con todas sus fuerzas que acabase desapareciendo después de tantos años.
                                                                           ***



The sun had awakened early, as Pablo had promised, and it was bathing the entire shore with rosy hues, hastily making it’s way to the crest of the waves that were crashing into the rocks. The grass was pearled with dewdrops and the seagulls were grazing over the boats. There was a magical stillness permeating the morning, broken only by the fishermen’s shouts as they arrived with their nets and by the radio that the neighbor tuned on to sing its verses to the dawn.
Harmony was the word that could best describe that greeting from the sun.
Pablo was already on the shore, cleaning his surfboard, when the rest began to come out to the terrace. He was wearing his neoprene suit and had his hair pulled back in a low ponytail. Upon seeing them, still a bit dazed from that night’s sleep, he waved his arm and clapped his hands over his head. He seemed anxious to jump into the ocean.
Thomas gulped down three pieces of toast with chocolate and ran to join him, while Fernando and the girls preferred to calmly eat their breakfast on the porch table. It was too nice of a day to disregard the small details, and relaxing by a cliff, with the sea, the sun, and a cup of fresh milk wasn’t something they could enjoy every day.
“When will the rest come?” asked Diana, absent-mindedly looking at a bee that was buzzing over the jam.
“In a couple of days. Pablo’s party will start at dusk and will finish at dawn. You know, the end-of-the-year madness.”
“Yea, I heard something like that.”
“And Pablo still doesn’t know anything?” intervened Sofia.
“He thinks it’ll just be us celebrating his birthday.”
“It’ll be a big surprise, then. If that doesn’t make him fall off his surf board, I don’t know what will!”
“You said it,” laughed Diana.
Pablo’s and Thomas’s excited cries reached them from the shore. They were dictating orders to each other and laughing hysterically when the waves caused the opponent to fall.
Diana jumped up, picked up everything she could carry and went inside the house. Shortly after, she came out barefoot with a towel over her shoulders and crossed the small forest of weeds that wrangled with the sandy beach in a couple of long strides. She dropped her towel by those of her friends and impatiently undressed herself.
The water was cold and kept her stranded on the shore for a while, with her ankles submerged and her hair standing on end. There, the smell of saltpeter was much stronger and stickier. Every once in a while, some algae would adhere to her skin like dark tattoos, and she would splash around until she managed to unstick them from her feet.
The fishermen slid their boats into the ocean and faced the waves, ready to climb over them. Their pants were rolled and their torsos were bare, showing off their almond-colored skin. The older ones demonstrated the same vitality as the younger ones, for what they lacked in physical strength they made up in experience. They immediately established control and organized themselves, each with a specific position and assignment, and turned towards the ocean. Diana walked in the direction of the departing boat, forgetting the low temperature of the water, and only waved it goodbye when it was a grey brushstroke in the great blue ocean.
But the fishermen’s boats usually leave at night, and she didn’t understand why that particular one was doing so in the morning. She thought of asking Pablo, who knew more about the customs of that coastal town, but she forgot to as soon as she heard her name, “Hey, Diana! Come on, put your head in already and join us.”
Diana turned with a smile, “I’m coming, wait for me.”
“Aren’t you bringing a board?” shouted Pablo from his.
“Me? You’ll have to teach me if you want me to even try.” She took a deep breath and submerged herself, containing the urge to run out of the water. When she popped back out, she surprised Pablo standing right next to her. Brushing her hair from her face, she took his hand to ride the waves with him.
“Let’s throw Thomas from his board,” she suggested.
From the cliff, Cristina listened to their laughter like a faint noise in the distance. She remembered the summers in that house with the white walls and the open doors. Something bitter remained in the scenic landscape, although she hoped with all her heart that it would eventually disappear after all those years.

                                  Texto traducido por: Carolina Rodríguez García.

martes, 10 de abril de 2012

Sin alma

Siglo XVI.
Un grito ahogado quebró el alba. Era la señal de alarma, la primera víctima que caía en manos de los berberiscos. El fuego prendió rápido y una llamarada escoltó al sol. El puerto de Málaga se agitaba por los sablazos de los turcos, que apenas saltaban al agua ya cortaban cabezas. En menos de diez minutos los marineros, semi desnudos, se habían agrupado en hileras frente a las casas. Sus mujeres arrastraban a los niños fuera de las camas y tiraban de ellos calle arriba. La costa estaba infectada de hombres con turbante y aros perforándoles la piel.
Algún audaz arreaba el ganado, pero la mayoría corría con lo puesto. Ya los habían visto otras veces y eran sanguinarios. Poco les importaban las lágrimas, las súplicas o los sobornos. Parecían guerreros del diablo resurgidos de las mismas entrañas del infierno. El fraile Esteban Gil de Paz, que muchas veces había acompañado las expediciones a Argel para rescatar a cautivos cristianos, contaba barbaridades de aquella tierra de pecado.
Como animales rabiosos, prendían las galeras españolas y arramblaban con los bienes ajenos. Su lengua desconocida los hacía aún más temibles. Destrozaban sin piedad las barcas, las redes, las viviendas... De vez en cuando alguno se separaba del resto y regresaba con un par de mozas a hombros, para luego venderlas como esclavas o presentarlas al sultán. Los chicos jóvenes y robustos también les interesaban, y los acorralaban hasta agotarlos.
Sus risas perversas herían a los que huían por la colina, atrapados por la niebla del pánico. Los niños trastabillaban en la carrera, sucios por el polvo del camino, y sus madres lloraban desconsoladas mientras luchaban por no rendirse a aquel dolor. Tenía que seguir corriendo, lo había avisado el padre trinitario Esteban. Los corsarios no se detendrían hasta quedar satisfechos y en la playa eran ya pocos los hombres que no habían perecido.
El mar arrastraba cuerpos sin vida y el sol descubría la sangre que regaba las calles. Era un paisaje atroz, abominable, monstruoso. Ni aún cuando los corsarios turcos embarcaron en sus galeotas y se perdieron en la estrecha línea del horizonte, cesó el horror. El fuego continuaba devorando los cadáveres, los animales y las casas. Los pescadores que habían sobrevivido se arrastraban como espíritus sin alma. La violencia les había arrancado la vida.



Without a soul

16th Century.
A strangled cry broke the dawn. It was the alarm signal, the first victim that fell by the hands of the Berbers. The fire spread quickly, one of the flames licking the sun. The Malaga seaport trembled under the blades of the Turks, who had barely landed in the water were already cutting off heads. In less than ten minutes, the seamen, half-naked, had aligned themselves in front of the houses. Their wives pulled their kids out of bed and up the street. The coast was plagued with men bearing turbans and hoops piercing their skin.
Some were daring and dragged their cattle with them, but most of them just ran with what they had. They had already seen them before, and they were ruthless. Their tears, their pleas and their bribes meant nothing to them. They were like the devil’s warriors, risen from the very bowels of hell. Friar Esteban Gil de Paz, who had many times joined the expeditions to Algiers to rescue Christian prisoners, spoke of the atrocities that took place in that land of sin.
Like rabid animals, they burned Spanish galleys and took off with their goods. Their foreign tongue made them all the more fearsome. They pitilessly destroyed fishing boats, nets, homes… Every once in a while, one of them would detach himself from the others and come back with a couple of girls over his shoulders, that they would then sell as slaves or present to the sultan. They also looked for strapping young men and cornered them until they became exhausted.
Their wicked laughs hurt those who fled through the hills, trapped by a haze of panic. The children stumbled as they ran, dirtied by the dust from the road, and their mothers cried uncontrollably as they fought not to yield to the pain. He had to keep running, the Trinitarian Father Esteban had warned him. The corsairs wouldn’t stop until they were satisfied, and on the beach there were only a few who hadn’t already perished. The sea dragged the lifeless bodies, and the sun uncovered the blood that bathed the streets. It was a cruel, abominable sight. Not even when the Turkish corsairs boarded their ships and disappeared into the thin line of the horizon did the terror cease. The fire continued to consume the corpses, the animals and the houses. The fishermen that had survived trailed along like soulless spirits. The violence had ripped away their life.


Traducción por: Carolina Rodríguez García.

domingo, 12 de febrero de 2012

La hija del extranjero

Corría por el borde del acantilado, con los brazos extendidos y los pies descalzos. Desde la playa su silueta parecía la de un ángel, pues su vestido blanco creaba la impresión de alas vaporosas. Podría ser un hermoso cuadro de Monet, tan brillante en contraste con el verde primaveral de la hierba y el azul irritado del mar. Todos la observaban desde abajo, asombrados, fascinados por su energía. De un momento a otro podría levantar el vuelo y nadie se sorprendería mucho más.
–¿Es la hija del extranjero? –preguntó Ainara Lena, la mujer más hermosa del pueblo.
–Sí, la salvaje –le contestaron en un suspiro.
Todos la envidiaban, tenía algo incomprensible que la hacía muy distinta al resto. Aquella muchachita los había encandilado con su sonrisa traviesa y su mirada inocente. Los hipnotizaba cuando bailaba en la plaza, abrazada a los rayos de luna, y cuando corría cerca del faro con el cabello desordenado y la risa fresca. Siempre parecía feliz... y apenas tenía nada.
–¿Qué hay de su madre?
–No lo sé, siempre que le preguntamos nos mira y sonríe, pero no nos contesta.
–¿Y su padre?
–Ya sabes quién es, el que volvió de América.
–Federico ya no pertenece a este pueblo –intervino Ainara, molesta.
Un pescador se rió.
–¿Tanto le odias por no elegirte a ti como esposa?
Las risas salpicaron su orgullo y Ainara se dio la vuelta y se marchó.
–No debes decir esas cosas –le advirtió uno de los compañeros –. Ahora ella está casada con un hombre rico.
–Claro, cómo no. Olvidaba que el dinero está por encima del amor –se burló.
Mientras tanto, ajena a las malicias de los adultos, la niña contemplaba el horizonte. “¡Qué grandeza más absoluta!”, pensaba. Se había sentado en el borde, desde donde podía balancear sus piernecitas desnudas, y dialogaba con aquella inmensidad. Amaba a las gaviotas, a las olas, a las mariposas doradas. ¿Cómo podía alguien acostumbrarse a esa belleza regalada? Su madre le había dicho una vez que la naturaleza era para muchos una belleza invisible. Miró hacia la playa, donde no dejaban de observarla, y sintió lástima. ¿No se daban cuenta de que el mar, su espuma, el aire, la arena y las rocas eran mucho más fascinantes?