¿Te atreves a soñar?

lunes, 30 de mayo de 2011

Una locura y pocos segundos

Cuando el tren comenzó la travesía no podía imaginar la aventura a la que me enfrentaría, porque una locura siempre va acompañada de otras muchas más. Todo había sido cuestión de segundos. Una conversación el día anterior con mi madre, el telediario anunciando la feria del libro en Madrid y una idea atrevida. Luego, el billete de tren, la maleta y los besos de despedida. En menos de tres horas había cambiado de forma radical mi perspectiva de fin de semana. Y allí estaba, sentada en el último vagón del tren rumbo a la capital. Por lo general, el viaje transcurrió sin sobresaltos. Película, paisaje, película, bostezo, película, música, paisaje... hasta las nueve y cuarto.

A las nueve y cuarto la vocecilla interior que llevaba alertándome desde la compra de los billetes pareció confirmarse. Dos de los focos del vagón se apagaron repentinamente y poco después la televisión hizo lo mismo. Nadie se movió de los asientos. Estaba oscureciendo y podía tratarse perfectamente de un sistema de ahorro de energía. Sin embargo, poco después, el tren empezó a ralentizar la marcha... hasta que se detuvo. Lo hizo en un descampado, en mitad de la nada. Se hizo el silencio; ni el motor, ni el murmullo, ni las explicaciones de los altavoces o una azafata. Poco a poco, en el pasillo se formó un abanico de cabezas curiosas. Entonces, como un golpe invisible, se apagaron todas las luces y el vagón se sumió en una oscuridad inquietante. El sol era sólo una mancha pequeña a punto de sellar el descenso. Las miradas nerviosas, las conversaciones telefónicas con la familia, los sofocos y la tensión empezaron a mancillar la paz que había reinado minutos antes. Las pantallas del televisor empezaron un monólogo: "Error del sistema", repetían una y otra vez. El aire acondicionado corría la misma suerte que la luz y los pasajeros empezaron a desvestirse de las prendas más superficiales.

"Ahora nos desalojarán, nos sacarán del tren"
"¡Lo que faltaba! ¿Tardará mucho? Llegaré tarde"
"¿Y las azafatas? ¿Nadie nos explica nada? ¡Cómo no somos Preferentes!"
"¿Qué ocurre? ¿Esto es normal?"
"Estas cosas sólo os pasa a vosotras, ya lo decía Juan. La próxima vez cogemos un avión"
"No pasará nada grave, ¿verdad?"

Un bamboleo repentino sacudió el tren. Acababan de adelantarnos por la vía que quedaba a nuestra izquierda. ¡Un tren adelantando a otro! Los murmullos se convirtieron en conversación y, mientras las luces iban y venían, todos empezamos a intercambiar opiniones e indignación. Sólo después de media hora se reanudó la marcha. Por los altavoces recibimos las disculpas, pero no nos explicaron nada. Agradeciendo que el problema no hubiese ido a más, cada uno reiniciamos las conversaciones con los desconocidos que nos habían tocado como compañeros de viaje.

Cuando llegamos al andén, me percaté de que del mismo tren al que habían subido muchos desconocidos, salían ahora muchos conocidos. Un solo problema había sido la razón de que compartiésemos palabras quienes de otro modo no lo habríamos hecho.

lunes, 23 de mayo de 2011

¡Libre y viva!

Hoy me he reencontrado con un amor. Un amor que hace que me sienta libre y viva. Hasta que no me he acercado a él no me he dado cuenta de cuánto significa para mí. Ése amor es mi mar. Al principio me he acercado a él con la alegría de volver a estar allí, meciendo mis pies entre la arena y sus olas, pero luego, cuanto más secretos le contaba y de cuántos más él me hacía partícipe, con mayor intensidad sentía la bocanada de la libertad.
Es cierto que vivimos en un mundo donde imperan las prisas, en el que nos movemos de un lado a otro impulsados por el deber, por la necesidad o por la rutina, ¡pero que necesario es a veces pararse un instante y pensar! Pensar, simplemente pensar. Llenarse la cabeza de oxígeno y expulsar a bocanadas todas las preocupaciones. Gritar, si es necesario, para liberar nuestro dolor, nuestra angustia o nuestro cansancio. Necesitamos una vía de escape para desconectar y olvidarnos de todo y de todos. Para mí, que crecí cerca del mar, los susurros del oleaje, los colores del sol cuando besan el horizonte y el olor a sal, me transportan a un mundo mágico, alejado de las apariencias de la sociedad. Junto al mar siento que soy yo, que soy libre y que estoy viva. No necesito nada más, ni cosas materiales, ni posibilidades, ni recompensas, ni siquiera un nombre y apellido. Sólo esa sensación de libertad y paz interior.
Quien encuentra su salida intenta frecuentarla. Sin embargo, no debemos cometer el error de aferrarnos a ella. Aunque de vez en cuando necesitamos evadirnos del mundo, también tenemos que aprender a vivir en él. A veces, detenerse un instante y contemplar cuanto nos rodea, sin otra intención más que la de disfrutar con ello, puede llenarnos más que muchas de las razones por las que nos movemos en el día a día. ¿Qué sentido tiene vivir si no somos conscientes de que lo estamos haciendo?

miércoles, 18 de mayo de 2011

Como las nubes del cielo de Pamplona

La vida está tan llena de contradicciones que merece la pena ser vivida. Si conociésemos el final de nuestra historia, cualquier mirada, cualquier beso y cualquier palabra, perdería la fascinación del "¿Qué pasará?" y permaneceríamos en la nube de lo previsible. Todo estaría visto, sentido y escuchado.

Si nos dijesen la última frase de nuestra historia, la vida no sería tan imprevisible, deliciosa y desconcertante como las nubes del cielo de Pamplona.

domingo, 15 de mayo de 2011

Aterrorizados

Hacía rato que un murmullo desconocido la mantenía despierta. Al principio no le había dado la menor importancia pero, conforme avanzaba la noche, las voces parecían volverse más nítidas. Sabía que el piso estaba vacío y las puertas cerradas con llave, y sabía que estaba sola. Se revolvió incómoda bajo el edredón y volvió a intentar conciliar el sueño, pero ya era imposible. Oía ruidos y, de vez en cuando, le parecía vislumbrar una luz en el pasillo que parpadeaba. Incómoda, se levantó de la cama y se envolvió en la bata. Al día siguiente tenía prevista una entrevista de trabajo y lo último que quería era aparecer en el despacho con evidentes huellas de insomnio.
Se detuvo frente al interruptor del pasillo. Si había alguien no quería alertarlo de su presencia, pero la oscuridad la sumía en una agotadora actitud de alerta. El murmullo la distrajo de sus cavilaciones. Había alguien. La afirmación rotunda de su conciencia le hizo temblar. Estaba segura de haber cerrado todas las puertas, y las ventanas estaban firmemente enrejadas. Podía volver a la cama como una ignorante y esperar a que amaneciese, pero era consciente de que no volvería a conciliar el sueño por el temor a que la atacasen.
Escenas de películas de terror la asaltaron hacia la mitad del pasillo. El corazón le palpitaba con fuerza y el pelo se le había pegado a la cara por el sudor. Un resplandor tenebroso, sangre manchando la pared, una sombra silenciosa a su espalda, un ruido metálico... Se detuvo y cerró los ojos, la presión de su imaginación superaba la realidad. Intentó tranquilizarse y ralentizar su respiración, pero el menor ruido la sobresaltaba. Sentía el impulso de romper a llorar, pero la adrenalina consumía sus lágrimas antes incluso de que desfilasen por sus mejillas. ¿Dónde había dejado el móvil? El consuelo de su salvación se esfumó al recordar que lo había olvidado en la mesa del salón. Estaba al borde de la histeria, pero debía controlarse si quería sobrevivir a los inquilinos y al jefe de la empresa con la que aspiraba a trabajar.
Se escurrió hasta el suelo para sentar sus nervios. Ella vivía sola porque nunca había sentido la necesidad de compartir su vida con nadie. Ella era fuerte y nunca había dudado. Ella no era una miedosa. Entonces, ¿qué le pasaba? Sabía la respuesta, porque llevaba repitiéndola desde hacía bastante tiempo. Vivía en una sociedad corrupta, sin valores, sin un respeto de “tu vida” y “la mía” y esa deshumanización constante había desembocado en una desconfianza del “otro”. ¡Claro que era posible que hubieran entrado en su casa! No le extrañaría nada, aunque le aterraba ser la siguiente noticia del telediario. Violencia de género, instinto psicópata, hurto indiscriminado... El respeto por la vida estaba desapareciendo, y eso incluía el desprecio por vidas ajenas, siempre que se pudiese obtener algún beneficio en ello. Aun con todo, no podía ser una cobarde.
Se levantó decidida, todavía con un temblor incontrolado, y avanzó hacia la sala de estar. Entró con paso resuelto y se plantó en el centro antes de girarse a su alrededor. Entonces no pudo contener la tensión y se desplomó en el sofá. Había dejado la televisión encendida.

jueves, 12 de mayo de 2011

Querido humano: aquí estoy

Querido humano:

Hace tiempo que intento llamar tu atención, pero tu falta de tiempo me está agotando. ¿Qué te pasa? ¿Tan difícil es hacerme un poco de caso? ¿No te das cuenta de que, sin mí, tu vida se vuelve cada vez más insípida? De tu casa al trabajo, del trabajo a recoger a los niños y de allí de nuevo a tu casa. El desayuno, la comida, la merienda y la cena. El telediario después de almorzar y la siesta.

¿Qué puedes contarme de las personas que más te importan? Quiero saberlo todo sobre ellas. ¿En qué color sueñan? ¿Cuántas estrellas brillan en sus ojos? ¿Son princesas, hadas, piratas, vaqueros? ¿Corren o navegan? ¿Saben bailar un vals con las nubes? Cuéntamelo todo sin reservas, estaré encantada de oírte.

Hace tiempo que intento llamar tu atención, pero da igual cuantas veces lo intente o cuantas veces te lo repita en esta carta, porque luego se te olvidará. Aun así, te diré que me gusta tu mirada soñolienta cuando te despiertas y descorres las cortinas. El café junto a la radio, el periódico o el televisor y... al trabajo. Allí me olvidas. Aunque sé que si no lo hicieras, aprenderías mucho más. ¿Te has fijado en que cada día el sol viste de un color diferente? Cuando te sientas en la silla de tu oficina, o te colocas tras el mostrador, cuando comienzas una nueva jornada laboral, ¿has comprobado si la amante del sol sigue esperándolo? Ya sabes, la luna, que llora siempre vestida de gala. Y a quiénes te rodean, ¿con qué adjetivo identificarías sus sonrisas? Esa señora vestida de azul, ¿está “aburrida”, “nostálgica”, “enamorada”, “chiflada”? ¿Qué suspiros retienen sus labios?

¡Ah, aprenderías tantas cosas! Descubrirías cuántas vidas tejen primaveras y cuántas prefieren la soledad de un invierno gélido. ¿Le has preguntado a tus hijos qué piensan de mí? Con ellos me llevo bien. El otro día el más pequeño me contó un secreto y yo, a cambio, lo transporté a un lugar al que sólo viajan quienes me aman. Yo no le he confesado que me olvidaste, ni lo haré. Sabes que te prometí lealtad y, aunque me desprecies como lo haces, seguiré a tu lado. Atrévete a darme la mano. No muerdo, ni engaño. Conmigo amarás la vida o, por lo menos, conocerás los matices más dulces que rechazaste cuando te hiciste “mayor”.

Atentamente; (Debo parecer formal y respetar las estructuras que le habéis impuesto a las cartas)

Tu imaginación.

P.D.: Si me aceptas... volveré a hacerte sonreír.

lunes, 9 de mayo de 2011

Tú y Yo, Nosotros.

Todos tenemos problemas. ¡Cuántas veces se nos habrán torcido los planes! ¡Cuántas muecas habremos recibido cuando sólo queremos hacer reír! ¡Cuántos gritos injustos hemos recordado en los sueños! Sin embargo, ¿cuántas malas caras le habremos puesto a una sonrisa? ¿Cuántos prejuicios hemos pintado en las vidas de los demás? Para recibir hay que dar, aunque lo que esperemos sea dar si recibimos. No es lo mismo entrar en un comercio y sentir que te taladran con la mirada a recibir una sonrisa amable y bien dispuesta. Pero muchas veces el problema está en nuestra propia actitud. No podemos pretender que nos preparen la alfombra roja por tener un problema y que estén atentos a nuestras necesidades. Debemos ser capaces de sobreponernos a ellos y ayudar a los demás. ¡Qué bonito queda decir que te han puesto una mala cara, pero cuántas veces callamos nuestros propios errores!

¿Por qué no somos capaces de hacer del mundo una realidad más agradable? "Una sociedad corrupta", "un mundo devastado", "un conflicto y varias muertes"... La solución no está en la política, ni en la economía, ni siquiera en lo social. La solución está en cada uno de nosotros. Del mismo modo que no se puede empezar a construir una casa por el tejado, no podemos pretender grandes reformas sin encargarnos primero de las nuestras. Somos libres de nuestros actos, pero también responsables. Una sonrisa, un gesto amable, un ofrecimiento de ayuda. La verdad está en los gestos sencillos y sinceros, no en las promesas utópicas.

Aunque sea difícil, aunque pensemos que ya no podemos más, aunque estemos tentados de abandonar...sigamos. Porque sólo el que sigue adelante, triunfa y ese triunfo puede ser "simplemente" nuestra felicidad. Todos tenemos problemas, ¿pero cuántos nos damos cuenta de ello?

viernes, 6 de mayo de 2011

Amar es de valientes

Hay ocasiones en las que enfrentarse a tus sueños puede ser un desafío cargado de sorpresas, de sonrisas, de ilusiones...pero nunca están lejos las piedras, las espinas y las lágrimas. Luchar por un sueño es de valientes, pero soñar ese sueño es resignar al olvido la más bonita de las ilusiones. No diré adiós antes de comenzar. Tú tampoco, ¿verdad, Paula? Él espera una sonrisa, una mirada, un sólo gesto que le ayude a cerrar los ojos y volar.

Algún día, ¿aterrizará su corazón en la cuna de tus manos? Sueña, y lucha por que se haga realidad.

Aunque nos separe el beso
 que nunca me diste
y el abrazo que se congeló
 a menos de un metro de nuestros cuerpos.
Aunque tú creces con el día
y yo respiro en la noche.
¿Qué más da que seamos tan distintos
si somos tan semejantes?
Tus ojos me roban el aire
y mis labios secuestran tus sueños.
La pasión florece en el invierno
infinito de tu corazón.
Ahora entiendo porqué escribían todos.
Todos creaban inspirándose en ti.
Dime, si eres capaz de esquivar el destino
y avanzar de mi mano
por los caminos del remordimiento.
Morirá ese beso
que se quemó en mis labios,
como morirá tu sonrisa
cuando se arrugue tu ilusión.

martes, 3 de mayo de 2011

Desde su ventana

La trampilla los ahogó en la oscuridad. El anciano hizo un último esfuerzo y coronó la escalerilla. A tientas buscó el interruptor de la luz.
¿Cuánto hace que no subís aquí? La bombilla acaba de reventar.
Descorre las cortinas –le sugirió su hijo desde abajo –. La buhardilla está tal y como lo dejamos antes de marcharnos.
El anciano gruñó antes de aventurar sus primeros pasos hacia los ventanales. Cerró el puño alrededor de las telas y tiró. Tuvo que cerrar los ojos ante la repentina cascada de luz pese a los oscuros nubarrones de lluvia. Oyó como su hijo empujaba las cajas y gritaba a sus hermanos para que les pasasen el resto. Luego pensó en la guerra y el cambio que había operado en sus vidas. Nada había vuelto a ser lo mismo. Ni siquiera ahora, que habían decidido retomar su historia donde la sesgaron. La enfermedad, la escasez, la muerte... habían conocido muchos de los males de los que sólo habían oído hablar en las novelas, y les habían imprimido una huella imborrable.
¿Por qué no ayudas a tu hermano mayor? Está allí, junto al establo –señaló el hombre.
Habíamos quedado en que Janek y yo nos encargábamos de las cajas.
Id con él, yo termino lo que queda.
Pero hay que subirlas y la escalerilla está peligrosa.
A cosas peores me he enfrentado. Vamos, y de paso avisa a tu esposa de que los niños están jugando cerca del río.
El anciano empujó a su hijo con impaciencia.
Vamos –insistió.
Sólo cuando dejó de oír sus pasos dejó escapar una lágrima. No había podido aguantar la emoción que le producía aquel encuentro. Allí, en la buhardilla, había tantos recuerdos olvidados. Sin embargo, había uno que le quemaba sobre el resto. Era aquella ventana. Una ventana que aún no se había atrevido a desvelar, de un tamaño mucho más pequeño que el de las otras dos y con cristales amarillos. Era su ventana, aún sentía que le pertenecía.
Arrastró los pies hasta ella y se arrodilló. ¿Seguiría escondiendo todos sus secretos? Cerró los ojos y arrancó los cortinajes. Cuando los abrió, tuvo que contener su sorpresa.
Una niña vestida de blanco corría por el jardín de la casa vecina. Estaba un poco lejos, pero sabía que llevaba fresas en su cesta. De vez en cuando se agachaba y recogía algo de la tierra, se giraba para mostrárselo a su madre, y seguía caminando. Sus ojos azules brillaban con el sol y sus bucles dorados botaban como muelles sobre sus hombros. Parecía cantar una canción popular polaca, de las primeras que se aprenden en la escuela, y disfrutar del cielo, aún limpio de aviones.
El hombre se arrastró por el suelo para verla mejor, hasta tocar el cristal con su nariz. Parecía un ángel de luz, dulce y hermosa, aunque sabía que el cristal amarillo incrementaba esa percepción. De repente, observó que se volvía hacia su ventana. Permaneció un momento sin moverse, sólo mirándole, luego soltó una corta carcajada, le saludó con la mano y echó a correr hacia su casa.
El anciano golpeó el cristal, tratando de captar su atención, pero ella ya había desaparecido.
¿Papá? –gritó uno de sus hijos desde el piso inferior.
El hombre ocultó su rostro con una de las manos y contuvo el sollozo. Sentía que se volvía a abrir el canal de los recuerdos.
¿Papá? Ya está preparada la comida. Estamos todos en la mesa.
Enseguida bajo.
Cogió aire e impulso y se levantó. Sopesó la posibilidad de volver a cerrar la ventana, pero sabía que entonces no estaría del todo en paz. Era hora de disfrutar de sus secretos sin miedo a mirar atrás.
Su familia le esperaba alrededor de la antigua mesa del comedor. Se sentó en la cabecera y bendijo, agradeciendo la vuelta a su verdadero hogar. Luego empezaron el almuerzo y las conversaciones giraron irremediablemente hacia sus vidas allí.
Teníamos veintiocho, veintitrés y veintidós años cuando nos marchamos de aquí, ¿verdad, papá?
Sí.
¿Cuánto hacía que vivíais aquí mamá y tú? –preguntó el menor.
El hombre sopesó la pregunta.
–Cuarenta y siete años.
¿Qué? –inquirió el mayor, sorprendido.
Ella era mi vecina. Desde los nueve o diez años crecimos juntos.

domingo, 1 de mayo de 2011

¿A quién te recuerdo?

El otro día fui a recoger a mi hermano a la estación, que volvía de unas breves vacaciones en la costa. Él no sabía nada; yo quería que fuese una sorpresa. De modo que me presenté en la estación media hora antes, me senté en un banco y esperé. A las seis y veinte el ruido ensordecedor nos avisó de la llegada inminente del tren. Me puse de pie y, atenta, traté de localizarlo en alguna de las ventanillas, pero la velocidad, aunque fuese menguando, me lo impidió. Sin embargo, percibí que en uno de los vagones un chico se pegaba contra el cristal y se giraba, mientras el tren lo alejaba cinco metros de mí. Parecía sorprendido que encontrarme allí, por lo que no dudé en sonreirle. ¡Mi sorpresa había tenido su efecto! En cuanto se detuvo, aproveché para peinar con la mirada las primeras multitudes de pasajeros que se congregaban fuera del tren. No obstante, sabía que él me había reconocido y no me preocupé demasiado. Eché a correr hacia la cabecera, sorteando a los recién llegados y tratando de localizarle. Vi una figura masculina que corría hacia mí y en seguida aceleré el paso. Aún me era difícil verle pero, entre cuerpo y cuerpo, me parecía vislumbrar el suyo. Sonreí de nuevo, sin aguantarme las ganas que tenía de verlo, y avancé algunos pasos más antes de detenerme. Fue él el que me alcanzó, mientras que yo simulaba saludar a alguien más allá. Continué hacia el frente, ahora con una sonrisa falsa. No era mi hermano.

Desde entonces, no dejo de preguntarme con quién me confundió aquel desconocido. ¿Con su hermana? ¿Con su novia? ¿Con un amor no correspondido? ¿Qué historia me estaba perdiendo? Aún ahora sigo pensándolo, de vez en cuando, imaginándome miles de posibles vertientes de una realidad a la que nunca accederé. Él se fue solo, con la cabeza gacha después de darse cuenta de su error, y yo me quedé mirándole mientras se iba. Por unos minutos sé que fue feliz. Sonrió tras el cristal, con una mezcla de incredulidad y esperanza, y luego se ensombreció su rostro.