El
señor Marcía revolvió el vino con un ligero movimiento de muñeca.
–Nada
de negocios, no me hagan volver a recordarlo –dijo.
Había
aparecido de repente y los comensales se sobresaltaron. El más
anciano se golpeó el pecho para disimular la risa. Al hablar, el
señor Marcía había arrancado del sueño al alcalde.
–Tienen
suerte de que no les haya escuchado mi señora; hace un instante
acaba de decirme que se lanzará sobre la yugular del siguiente que
violente las reglas.
–¡Vamos,
Marcía! ¿Qué sería de usted sin la política? Siéntese un rato
con nosotros. Fronda nos está poniendo al día de las últimas
decisiones del consejo.
El
recién llegado arqueó las cejas y golpeó repetidamente el hombro
del narrador.
–De
modo que el señor Fronda no está por la labor... Acordamos que
sería una cena benéfica, no una sobremesa de trabajo.
Julio
Fronda se encogió de hombros y recorrió la línea de sus labios con
los dedos.
–Echo
la cremallera, lo prometo –contestó–. Y ya sabe que soy hombre
de honor.
–Eso
es, hombre de honor –aprobó Marcía–. Hombre de honor y de buen
baile. ¿Por qué no saca a bailar a alguna damisela? He visto que la
pista anda escasa de varones.
Los
comensales se rieron y los más cercanos lo empujaron para que se
levantase de la silla. Marcía insistió y Fronda acabó aceptando. Se sacudió la chaqueta negra e hizo un gesto en que
exhibía cómicamente los músculos poco desarrollados de sus brazos.
–Nadie
se me puede resistir –bromeó.
–¡Ni
a la tableta de chocolate que escondes! –se burló uno.
Fronda
chistó y se encaminó a la pista de baile.
–No
cortejará a ninguna –comentó el anciano–. A este hombre le
falta agallas. Muy inteligente, pero muy poca cosa.
–¡Fernández!
–exclamó otro de los presentes con un golpe en la mesa–. ¿Me va
a decir que usted a los treinta años era mucho mejor?
–Más
elegante.
–Ya,
y más guapo...
–Yo
sabía ganarme a una buena moza; ahora estos críos solo saben
espantarlas.
Marcía
terminó la copa e hizo un gesto al aire. En seguida, un camarero se
aproximó con una nueva botella.
–No
creo que fuera tan bueno en esas artes. Usted solo es un cascarrabias
pretencioso.
El
anciano se cruzó de brazos sobre su prominente barriga y sonrió.
–Yo
era un muchacho muy fino, ¿saben? Y las tenía a todas loquitas.
Los
abucheos amistosos despertaron la curiosidad de los invitados de la
mesa contigua, que se volvieron hacia ellos con la sonrisa de quien
espera ser incorporado a la conversación. Marcía, quien lo
advirtió, arrastró su silla hacia atrás para no entorpecer el
debate. Los comentarios del anciano le hacían reír. La historia de
la muchacha salerosa de vestidos largos y el joven de modales
impecables le recordaba a las historias que le contaba su padre
en su adolescencia.
Cuando
el debate estuvo bien sembrado y nadie le prestaba atención, el
señor Marcía se levantó y se dirigió a la mesa en la que siete
hombres discutían sobre sueldos, desempleo e inflación. Bebió un
trago y sonrió al único que se había distraído para mirarlo.
–Nada
de negocios, señores –recordó–. Tienen suerte de que no les
haya escuchado mi señora; hace un instante acaba de decirme que se
lanzará sobre la yugular del siguiente que violente las reglas.
Mientras
atendía a las protestas de los comensales, Marcía echó un vistazo rápido
a la pista de baile. Fronda la recorría en círculos junto a una
jovencita de sonrisa brillante.
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