¿Te atreves a soñar?

domingo, 30 de junio de 2013

La mujer misteriosa

 Carlos solo recordaba una risa grande en un cuerpo menudo. Ni sus ojos oscuros, ni sus labios finos, ni el lunar que tan graciosamente pendía de su mejilla izquierda.
‒Podría reconocer al culpable ‒aseguró al policía‒. Déjeme las fotografías y le diré quién es.
‒¿Está seguro? Usted no consta como testigo.
‒No fui testigo del robo, pero la conocí.
El oficial frunció el ceño, repasó de nuevo la documentación y se acercó a la mesa. Hizo un gesto para que él mismo revolviera entre las imágenes. Carlos se agachó sobre los papeles, pero condenó rotundamente el material. Se giró hacia el agente.
‒¿Esto es todo?
El policía se rió con un gesto ensayado. Paseó por el despacho en círculos, ahogando el espacio entre el recién llegado y él, subrayando la cercanía con su mirada felina, con el cuerpo ligeramente doblado como quien espera el instante de atrapar a su presa. Carlos se esforzó en mantenerse sereno.
‒Ahí están todas las fotografías de las mujeres acusadas ‒dijo el agente Flavio.
La risa hueca y su mano derecha en el bolsillo, sin embargo, contradecían sus palabras.
‒¿O falta alguna? ‒inquirió.
Carlos se cruzó de brazos despacio. Sabía dónde estaba el límite. Aunque el agente parecía haberlo olvidado, ya se habían cruzado antes. Un presunto asesinato que no se resolvió. Una misiva con amenazas de muerte. Un robo a plena luz del día en uno de los museos más vigilados de Madrid. Era la tercera vez que ambos se veían implicados en los crímenes de una misteriosa mujer a la que nadie ponía nombre. Flavio era el encargado del caso y Carlos, un periodista con muchas sospechas y una sola prueba.
“Aficionado”, parecían gritarle los labios apretados del oficial.
‒No está aquí ‒dijo Carlos‒. Los dos sabemos que falta alguien más.
‒Sí, es cierto ‒Flavio hizo una pausa, en la que aprovechó para apurar el vaso de ron que él mismo se había servido, y sacó del bolsillo un rostro en blanco y negro‒. La misteriosa no estaba incluida. Alto secreto, ¿sabe? La asesina, y en este caso ladrona, no la ha visto nadie.
‒Solo usted, imagino.
El agente sonrió.
‒Si yo la hubiera visto, no se me habría escapado. No me he ganado este puesto por mi cara bonita ‒retomó su risa, como si acabase de contar uno de sus mejores chistes‒. Este caso, señor periodista, le viene grande, así que no se moleste. Ni la mejor pluma ni la imaginación más torcida sería capaz de informar sobre esa mujer.
Carlos aguantó la mirada sagaz del policía. La imagen que el hombre le había mostrado con fugacidad ya la conocía. Él mismo la había publicado en el periódico tras conocerse que la mujer misteriosa volvía a estar detrás de un crimen. Con el cuidado de quien sostiene algo frágil, Carlos tomó unas notas en su cuaderno.
‒Eso es, desista ‒aceptó Flavio sin perder la sonrisa‒. Cuando la policía tenga noticias, sabrá de nuevo de mí y se acordará de mis palabras. Encontraremos a la culpable, pero no será gracias a usted. De todas formas, le animo  a seguir escribiendo. Hay otros crímenes, otras barbaridades que nadie cubre. No se deje engañar por el sensacionalismo que está causando la misteriosa mujer.
El periodista devolvió el cuaderno a su maletín con una mirada triunfante. Se dirigió a la salida y acarició el pomo como si aquel despacho encerrase todas las respuestas sobre el caso.
‒Solo una cosa más ‒insistió Carlos‒. Usted sabía desde un principio que la asesina era una mujer, ¿no?
‒Sí, sí, claro. Eso resultaba evidente. No había más que ver el sigilo, la prudencia, el...
‒Lo inventó la prensa, señor ‒corrigió el joven‒. André Saltillo, periodista de La Vanguardia. Él fue el primero que lo mencionó. A partir de ahí, se desencadenó el misterio y la imaginación. Todos inventaron algo: periodistas, criminólogos, detectives privados... e incluso usted mismo. Y no le estoy preguntando.
Carlos empujó la puerta despacio. Se aseguró de que el pasillo y la salida despejada, y confesó.
‒Fui yo quien publicó la fotografía de esa mujer en mi periódico. Un cebo. Aunque le confieso que al principio pensé que la policía lo desmentiría. Debería haberlo desmentido, Flavio. Entonces estaba usted a tiempo. Ella no es la criminal que buscas.
El policía se enervó. La risa ronca que le había acompañado durante la visita le confería ahora una imagen vulgar. Rápidamente se llevó la mano al arma, aunque no desenfundó. Carlos sonrió y escupió sus últimas frases con la seguridad de quien ha confirmado sus sospechas.
‒Esa que culpas es una antigua conocida de mi madre. Treinta años en la foto y ochenta a día de hoy. ¿Sorprendido? ¿Le acabo de desbaratar su propia quimera? Vaya preparándose una buena coartada, agente, la próxima vez que la mujer misteriosa aparezca será hombre, y no mujer, y vestirá su cuerpo fino y desgarbado con uniforme de policía y... ¡qué casualidad! También se llamará Flavio.

miércoles, 12 de junio de 2013

Rosa y la hormiga

El sol quemó la hoja hasta reducirla a cenizas. Rosa se rió y apartó la lupa del objetivo ennegrecido. Limpió la piedra de sacrificios y se acercó al hormiguero. El reguero de puntos negros que desquiciaba a su madre enlazaba la zona de tierra y matorral con las paredes de la casa. Con velocidad, buscó una hoja grande y dispersó a las hormigas. Luego alcanzó a unas pocas y las exhibió en la zona más alta de la roca.
Rosa apretó los labios mientras colocaba la lupa entre el animal y el sol. Sabía que ese experimento tardaría más que el anterior y que era necesaria la máxima puntería para que el cristal resultase letal.
Durante algunos minutos, la niña persiguió a la hormiga con el haz de luz y la hoja, pero ni el bicho se quedaba quieto ni ella tenía la suficiente destreza como para quemarlo en movimiento. Insistió hasta que escuchó cerrarse la verja y los pasos apresurados de su padre. Era la hora, porque ya habían sonado las campanas de la iglesia. Rosa detuvo la ejecución con los ojos bien abiertos y el arma en ristre.
Las llaves contra la mesa.
Un beso.
Una queja.
Un suspiro.
De nuevo unos pasos.
–¿Dónde está la niña más guapa del mundo?
Ella esperó en silencio, con la sonrisa en los labios.
Se descorrieron las cortinas del patio.
Rosa se olvidó de la hormiga. 

domingo, 2 de junio de 2013

Sobre el arte de cortejar

El señor Marcía revolvió el vino con un ligero movimiento de muñeca.
–Nada de negocios, no me hagan volver a recordarlo –dijo.
Había aparecido de repente y los comensales se sobresaltaron. El más anciano se golpeó el pecho para disimular la risa. Al hablar, el señor Marcía había arrancado del sueño al alcalde.
–Tienen suerte de que no les haya escuchado mi señora; hace un instante acaba de decirme que se lanzará sobre la yugular del siguiente que violente las reglas.
–¡Vamos, Marcía! ¿Qué sería de usted sin la política? Siéntese un rato con nosotros. Fronda nos está poniendo al día de las últimas decisiones del consejo.
El recién llegado arqueó las cejas y golpeó repetidamente el hombro del narrador.
–De modo que el señor Fronda no está por la labor... Acordamos que sería una cena benéfica, no una sobremesa de trabajo.
Julio Fronda se encogió de hombros y recorrió la línea de sus labios con los dedos.
–Echo la cremallera, lo prometo –contestó–. Y ya sabe que soy hombre de honor.
–Eso es, hombre de honor –aprobó Marcía–. Hombre de honor y de buen baile. ¿Por qué no saca a bailar a alguna damisela? He visto que la pista anda escasa de varones.
Los comensales se rieron y los más cercanos lo empujaron para que se levantase de la silla. Marcía insistió y Fronda acabó aceptando. Se sacudió la chaqueta negra e hizo un gesto en que exhibía cómicamente los músculos poco desarrollados de sus brazos.
–Nadie se me puede resistir –bromeó.
–¡Ni a la tableta de chocolate que escondes! –se burló uno.
Fronda chistó y se encaminó a la pista de baile.
–No cortejará a ninguna –comentó el anciano–. A este hombre le falta agallas. Muy inteligente, pero muy poca cosa.
–¡Fernández! –exclamó otro de los presentes con un golpe en la mesa–. ¿Me va a decir que usted a los treinta años era mucho mejor?
–Más elegante.
–Ya, y más guapo...
–Yo sabía ganarme a una buena moza; ahora estos críos solo saben espantarlas.
Marcía terminó la copa e hizo un gesto al aire. En seguida, un camarero se aproximó con una nueva botella.
–No creo que fuera tan bueno en esas artes. Usted solo es un cascarrabias pretencioso.
El anciano se cruzó de brazos sobre su prominente barriga y sonrió.
–Yo era un muchacho muy fino, ¿saben? Y las tenía a todas loquitas.
Los abucheos amistosos despertaron la curiosidad de los invitados de la mesa contigua, que se volvieron hacia ellos con la sonrisa de quien espera ser incorporado a la conversación. Marcía, quien lo advirtió, arrastró su silla hacia atrás para no entorpecer el debate. Los comentarios del anciano le hacían reír. La historia de la muchacha salerosa de vestidos largos y el joven de modales impecables le recordaba a las historias que le contaba su padre en su adolescencia.
Cuando el debate estuvo bien sembrado y nadie le prestaba atención, el señor Marcía se levantó y se dirigió a la mesa en la que siete hombres discutían sobre sueldos, desempleo e inflación. Bebió un trago y sonrió al único que se había distraído para mirarlo.
–Nada de negocios, señores –recordó–. Tienen suerte de que no les haya escuchado mi señora; hace un instante acaba de decirme que se lanzará sobre la yugular del siguiente que violente las reglas.
Mientras atendía a las protestas de los comensales, Marcía echó un vistazo rápido a la pista de baile. Fronda la recorría en círculos junto a una jovencita de sonrisa brillante.