¿Te atreves a soñar?

lunes, 7 de diciembre de 2015

Bibi quiere amar


Rosvinta se relamió. Removió el contenido del caldero, que borboteaba y salpicaba un polvo dorado, y canturreó una canción de cuna. Más allá, Adelaida acariciaba el pelo de Bibi, quien miraba a través de la ventana con nostalgia.
—Créeme pequeña: lo agradecerás. Que ahora no lo ves, porque eres joven, pero un día te alegrarás.
Bibi no contestó. Mantuvo la mirada perdida más allá del bosque que cercaba la mansión. Adelaida le acarició la cara y jugó con su pelo.
—Eres muy bella, niña mía. Tienes una piel suave como las flores y esos ojos tan grandes… Si te quisiera menos, te los arrancaría para cambiarlos por los míos.
Detrás de las montañas, Diego la estaría buscando. Habían quedado en encontrarse en el crepúsculo, y el mar ya había comenzado a tragarse el sol. Las lágrimas de Bibi desfilaron por sus mejillas y Adelaida se apresuró en recogerlas.
—No llores, que tú serás inmortal. ¿Sabes lo que darían esas criaturas despreciables por ser como nosotras? Oh, mi pequeña, no sabes lo afortunada que eres en realidad.
La purpurina se desparramó por el suelo y Rosvinta rompió a reír.
—¡Mira, mira cómo me brillan los pies!
—Cállate, estúpida, que la niña está triste.
—¡Me brillan, me brillan!
Rosvinta comenzó a dar vueltas por la habitación con el palo de escoba en ristre. Cuando se le pasó la euforia, los brillos habían quedado suspendidos en el aire. Adelaida estornudó y empezó a agitarse como si la hubiera poseído el demonio. Bibi, ajena a sus hermanas, lloraba. Estaba a cientos de kilómetros de Diego y, sin embargo, escuchaba sus gritos y le veía golpear el suelo de la cueva donde se habían citado. Pero no podía escapar, porque Rosvinta le había obligado a tomar una pócima que le robaba la magia; la suya no era tan fuerte como la de ellas. Cerró los ojos y sintió de nuevo las manos de Adelaida en su cuerpo.
—Vamos, mi niña, ven a bailar conmigo. Está oscureciendo y el remedio de Rosvinta ya casi está. Cuando lo bebas, mi pequeña querida, cuando lo bebas, será como si tu vida empezase de nuevo. Ya no habrá hombres, porque no valen nada. No tendrás que sufrir nunca más por amor —soltó una carcajada y le enredó los dedos en el pelo—. Ese dolor que sientes, esa punzada tan aguda, la olvidarás, como lo olvidarás también a él. Vas a ser libre, mi hijita, vas a ser tan libre que nos lo agradecerás.
Le pusieron la copa en las manos, una vasija de oro que decían haber robado a un rey, y Rosvinta empezó a dar palmas.
Bibi pensó en Diego mientras le acercaban la poción a los labios.
—Preciosa, olvídalo. Ellos solo querrán jugar contigo.
Saboreó el líquido dorado y sintió que le desgarraban el corazón. De pronto no sabía de qué color eran esos ojos que la habían enamorado. Perdió después el recuerdo de las caricias. Cuando se borraron sus besos, Bibi aulló fuera de sí.
Lanzó la copa contra las brujas y echó a correr hacia el caldero. Mientras Rosvinta reía y repetía que la purpurina le había mojado los pies, la joven se sumergió en aquel líquido maldito. Si iba a olvidarlo a él, quería olvidarlo todo.



jueves, 3 de diciembre de 2015

Veintiuno

Tú me haces sonreír. Me haces sentir vivo... dice la canción. ¿Cómo podría decirlo mejor? Cuando estoy cansada, recurro al mismo libro. Como si ahuyentase todos los males, busco en sus páginas dónde está la frase para mí. Siempre la encuentro. Unas veces la he subrayado antes, otras es alguna que pasé inadvertida. Esta vez iba escrita en un pósit amarillo con tu firma. Tuve que leerla varias veces para darme cuenta de que era real, que un pequeño milagro había crecido en la página 21. Probablemente la escogiste al azar, pero hace unos días que se me aparece el número en todas partes; una especie de señal, supongo. Y podrá sonarte cursi, pero me ha hecho sentir especial. He imaginado el mundo cayendo sobre mí y he pensado "se puede acabar, porque soy feliz". Probablemente solo tú vayas a entender estas líneas. Espero que, cuando sientas ese cansancio que sentí yo, te topes por azar con este blog. 



lunes, 2 de noviembre de 2015

En el fondo de sus ojos


Lo vi en el fondo de sus ojos y luego lo escuché en su voz. Sonaba como una garganta de cuerdas desgarradas. Una por una se alargaban, como si fueran chicle, hasta que terminaban por romperse. Zas. Un latigazo mientras yo apretaba los dientes. No necesitaba palabras para saberlo. En lo profundo de sus pupilas estaba yo: la cabeza gacha, los labios apretados, la marca de dolor entre las cejas.

Solo me quedaba aceptar que se había roto la confianza. Esta vez no era un rasguño, ni una grieta que pudiera arreglar un parche. La realidad es que hacía frío y estaba oscuro. Negrísimo. Tan negro que se sobrecogía el corazón por miedo a que lo mordieran. Y de golpe dos haces. Uno le enfocaba a ella y otro a mí. Nadie habría sido capaz de moverse, porque la luz era tan brillante que te creías congelado.

¿Sabes cuando caes sobre la nieve y el hielo te entumece? Después de una carrera, o de lanzar bolas, o de lo que quieras que te acelere la respiración. Hay un instante en que el cansancio te seduce y no parece tan horrible dormirse para siempre. De ese modo, con los ojos cerrados y los mofletes rojos, esperé la muerte.

Pero no vino. La oscuridad era cerrada, salvo las dos rayas blancas, y en tu lado solo veía ese fondo de ojo. Me faltaba el aire. Tampoco podía llorar. “¿Por qué no acaba, por qué no me libera?”, pensé, al tiempo que mi mente se engullía a sí misma. No soportaba mirar la decepción de forma tan directa, pero ya daba igual que bajase la cabeza. La tenía dentro de mí. De su mirada había saltado a mi cuerpo.

Dibujo: Charlotte


lunes, 26 de octubre de 2015

Mi tiempo


Primero son los pasos apresurados hacia la cocina. Enchufo la tostadora, introduzco dos rebanadas de pan de molde, saco la leche, la mermelada y la mantequilla contra la barbilla, dos cucharadas de Nesquik, una servilleta, un plato pequeño y un cuchillo, saltan las tostadas. Comienza el día. Abro el libro del desayuno, que en ningún caso es el mismo que el del almuerzo, y engancho la mirada en la última frase que leí. Doy un mordisco. Dulce. Olor a pan dorado. El calorcillo que desprende el electrodoméstico a la derecha, el frío de la mañana de frente. Una aventura ante mis ojos, la primera del día, que no me pertenece. Quizá un buenos días somnoliento. Un qué tal has dormido y un que te vaya bien, nos vemos. El último mordisco que cruje y silencio. Miro el reloj. He agotado mi media hora. Mi tiempo. Cierro de un golpe el libro y echo a correr. No lo puedo creer: ¿llegaré tarde de nuevo?


jueves, 22 de octubre de 2015

Pasado mañana


Cuando nos separamos, me quedé muda. No quise mirar cómo, a través de la ventana, se alejaban nuestras tardes de concierto, de lectura en un parque, de margaritas deshojadas, de cuentos. De golpe, me cayeron encima fragmentos del verano.

Ella no me vio llorar, pero me partía en pedazos. Debieron parecerle fríos mis ojos cuando los suyos estaban tan nublados. “Nos vemos pasado mañana”, le había dicho, para no reconocer que era el último abrazo. “Perfecto, pasado me viene bien”, aceptó sin consultar su agenda. Las dos sabíamos que “pasado”, estaría a kilómetros de mí.

Ninguna de las dos sabemos quiénes seremos en esa cita del “pasado mañana”. Ese “mañana” en que ella puede estar en Chile y yo en la India, o ella en Australia y yo todavía en España; aunque su risa, tan inconfundible, la tenga siempre muy cerca. Ella sabe, eso sí, lo que le voy a decir cuando la vea: maldito y dulce tiempo. No hay más palabras.



lunes, 12 de octubre de 2015

Otoño

El otoño es mirar por una rendija mientras la naturaleza se desviste. Contener la respiración con el corazón latiendo en la cabeza. Desfilar los dedos por los labios y luego por el cuello.


El otoño es saber que es consciente de que estamos observando. Mientras se quita una prenda, y otra, y las hojas caen ligeras. Miramos... y nos deja.


El otoño es enamorarse, o darse cuenta. Estremecerse en el pasillo, sentir las piernas endebles, los ojos vidriosos, el corazón deshojado. Al desnudo. La ilusión y el deseo encendidos. Fuego.






miércoles, 7 de octubre de 2015

Tinder no mata al amor


Tinder no acabó con el amor. En todo caso, al amor lo asesinamos nosotros. Hace unos días, María Crespo publicó un reportaje en El Mundo sobre cómo se conocen las parejas, especialmente tras el incremento de las relaciones por la red. Es curiosa la gráfica que muestra la evolución desde 1940 hasta 2010, pero más aún lo son las declaraciones de los jóvenes. Los entrevistados hablan de "exceso de oferta" en las webs, de que hay tanta gente con la que contactar que terminan por descartar por cualquier mínimo defecto (uno de ellos incluso rechazó a un candidato por su camiseta).

La periodista decía que la aplicación Tinder ha acabado con el amor, pero, aunque no le falta razón, pienso que lo que ha matado es nuestra curiosidad. Tinder, Whatsapp, Twitter... Da igual cómo se llame. Las redes sociales, los móviles. Las pantallas. La vertiginosa "era digital" nos ha abierto la posibilidad de experimentar otros mundos, que además son inagotables, y ha cambiado nuestra forma de mirar y expresarnos.

Las redes sociales nos ayudan a derrumbar barreras, a atrevernos, a creernos dioses de un espacio que es nuestra vida, pero tampoco lo es. En línea, somos quienes queremos ser y como queremos ser. El Doctor Jekyll o Mister Hyde.

Pero, si nos acostumbramos al aquí y ahora de ese mundo donde todo parece más perfecto, esa curiosidad... Esa curiosidad por el amor se pierde. Ya no es solo la desgastada imagen, tan usada pero tan cierta, de una pareja que se tiene delante pero le sonríe a un móvil. Es que reducimos el mundo y pasamos menos horas en un café, o en la calle, o en una habitación disfrutando del color de las palabras, de la textura de los sentimientos.

Mientras caminamos con la cabeza gacha, la vida sucede a nuestro alrededor. Nos perdemos las manchas del sol en la hierba, el silencio sobrecogedor de las hojas secas cuando se dan cuenta de que no saben volar, la carrera que disputan las gotas de lluvias en los cristales. Nos perdemos todo lo que aún ven los ancianos en sus bancos. A los enamorados entrelazando los dedos. A los niños riendo después de empaparse de barro.

No creo que Tinder mate al amor (no tiene tanto poder), pero me atemoriza que dejemos de mirarnos a los ojos.


lunes, 5 de octubre de 2015

Cuando un elefante se enamora


Tenía dos opciones: o besarla, o decirle que tenía razón. Hice círculos con los dedos por detrás de la espalda. Estaba guapa gritándome. Incluso su voz sonaba más suave.

 No quería pensar mucho por si me desmayaba. Ya había ocurrido cuando tenía trece años. Sucedió la primera vez que estuve a solas con una chica por la que sentía algo… Se me desbocó el corazón. Lo agarré con fuerza cuando trataba de escaparse por la boca y luego me mordió la inconsciencia. Me despertaron las risas de los demás compañeros de la clase, que me llamaban cosas así como gallina, flan, o, directamente, gilipollas.

A partir de entonces, robé tantos besos que llegó un punto en que no supe dónde meterlos. Labios rojos, rosas, marrones, morados. Labios de todos los colores. Los saboreaba para mi colección gourmet y buscaba otros distintos; besé tanto que en pesadillas sentí que se desgastaban los míos.

Entonces apareció ella, la gritona. Creo que me empezó a gustar cuando le dije que la quería (como les decía a las chicas para que me prestasen sus labios) y ella me resopló con tanta fuerza que empecé a girar sobre mí mismo.

Lo ponía todo patas arriba con solo una mirada: mi calma, la calle, el mundo, la galaxia. Con esos ojos, se habría tragado hasta los agujeros negros del universo. Quizá por eso, porque yo era capaz de sentir ese vendaval casi divino, la adoraba.

Me fijé en sus labios, en cómo se abrían, se cerraban, se abrían, se cerraban…

—De acuerdo —musité rendido—. Tienes razón. No te quiero.

Esperaba que alzase la barbilla, como hacían las demás cuando obtenían la victoria, pero me saltó al cuello. Tenía, os lo juro, las estrellas del cielo en los ojos.

—Tus ojos…

Se rió y escuché cascabeles. Parpadeé.

Mi corazón asomó por la boca. Como la otra vez, puse todo mi esfuerzo en tragarlo de nuevo. Ella reía con dulzura, aunque yo para entonces creía que me había convertido en elefante.

Su mirada, los cascabeles, la noche… Cuando me besó, no supe a qué sabían sus labios, igualmente olvidé el color. Recordé los gritos de gallina en el patio del colegio, pero esta vez estaba despierto y nuestras bocas, encontradas. El corazón más salvaje que nunca.

“Estoy amándote”, quise gritarle.

Sus estrellas me cegaron.

Desapareció el suelo.


Fotografía: Esfema

jueves, 1 de octubre de 2015

Ya somos novios


—¿Cómo vas a decirle eso?

—¿Cómo? Así, de golpe. 

—¿De golpe? —Mateo se rascó la nuca y esta vez no detuvo a su amigo, que se plantó delante de Carmen.

Lo vio mover tranquilamente las manos mientras le soltaba la pregunta. Ella lo miraba con sorpresa, aunque no parecía disgustada. Se llevó las manos a la boca y asintió repetidamente. Poco después, mientras Carmen se lanzaba a la oreja de Marta, Santiago regresó silbando.

—Ya está —dijo, con una gran sonrisa y las manos en los bolsillos—. Carmen y yo somos novios.

—¿Así, sin más?

—No es tan complicado.

Mateo enrojeció y apretó los puños. Sentía el deseo de estampárselos en la cara, pero se esforzó en recuperar el aire.

—¿Por qué lo has hecho?

Santiago se encogió de hombros, muerto de la risa.

—Pues porque tú no te atrevías.



También publicado en COPE


domingo, 13 de septiembre de 2015

Pasará

El otro día, uno en que sólo me apetecía desconectar, me puse a investigar las aplicaciones de la tableta y, entre ellas, encontré una para pintar. Al principio fueron trazos muy ligeros, vagos, hasta que me di cuenta que pintar en una pantalla no era tan diferente a hacerlo en papel. De modo que tengo el gusto de presentaros mi primer dibujo íntegramente digital: "Pasará".





lunes, 7 de septiembre de 2015

Si parece feliz

Daba igual cuantas vueltas diera en la cama, la imagen no desaparecía de sus sueños. Tenía miedo incluso de cerrar los ojos, porque él siempre estaba allí, con su sonrisa brillante, con su mano extendida, con sus labios prometiéndole un millón de aventuras. La noche se le hacía larga, los días también. Si fuera capaz de decirle, de confesarle que aún le amaba, quizá entonces desapareciese aquella tormenta de indecisos y recuerdos.

Encendió la radio para distraerse, pero la primera canción que sonó fue la misma que escucharon juntos en aquel tiempo. Se dobló de dolor y pensó en llamarle, pero se arrepintió al pensar sus palabras tan torpes. 

¿De qué iba a servir? Mejor no complicarle la vida. En sus fotografías parecía suficientemente feliz, y eso bastaba. O, al menos, eso se repetía cuando su fuero interno le gritaba que era una cobarde.

Si parece feliz... ¿Para qué molestarle?

Fotografía: Ibar Silva.


jueves, 3 de septiembre de 2015

Irremediablemente unidos


Estaban irremediablemente unidos, por eso tardó más de una semana en reaccionar cuando le anunciaron que se tenían que separar. En seguida acudió al médico, preocupado por enfermedades que no tenía. 

Que sí, doctor, que estoy seguro de que sufro de estrés, asma, artritis, psoriasis y desequilibrio del sistema nervioso central. 

El médico deslizó las gafas hasta lo alto de la nariz y, paciente, le repitió el diagnóstico: 

No debe preocuparse, usted se encuentra perfectamente. 

Aunque no servía de nada, el supuesto enfermo se aferró a los síntomas que había leído en internet. Se marchó a casa con una receta vacía. Después del médico, se le ocurrió presentarse en casa de su madre y contarle que se lo llevaban de allí. Esperaba que ella, una bilbaína de pies a cabeza, le ordenase permanecer a su lado, pero no lo hizo. Por el contrario, le golpeó la espalda y le deseó buena suerte. 

Entonces se agarró a su última baza, aquella chica que llevaba años suspirando por él, pero a la que no hacía caso por no comprometerse. Le dijo, con voz firme y circunstancial: 

Ane, me quieren trasladar a Madrid.

Y ella, de nuevo contra todo pronóstico, dio un salto de alegría y le felicitó, como habían hecho todos desde que empezó a conocerse la noticia de su ascenso. 

Cabizbajo, el hombre acabó sentado en su roca de siempre, en su playa de siempre, con los pies hundidos en su mar de siempre. ¿Cómo iba a separarse de aquel azul inmenso, del olor a sal que se le quedaba en el pelo, de los graznidos de gaviotas, de la risa de los niños, los enamorados y los peces. Era de locos rechazar una oferta tan buena, pero ¿cómo se iba a despedir de su infancia, de su adolescencia y su juventud, que estaban las tres allí, esperando para alcanzar algún día la madurez?

Fotografía: Hernán Piñera

domingo, 16 de agosto de 2015

Sueños encendidos


Era una hilera de sueños, algunos desordenados, otros con forma de corazón. Los niños, los más listos, habían soplado con los ojos cerrados. Mientras pensaban qué más pedirle al fuego, sus padres brindaban con vino. Era un instante, un abrazo, una risa. La noche, seguramente, debía encontrarse feliz por haber reunido tantos buenos deseos.






Fotografía: Blanca Rodríguez G-Guillamón

martes, 4 de agosto de 2015

Un ciego cuesta dinero


—Un ciego supone dinero, lo queramos o no —dijo tras un breve suspiro—. No interesamos.

Mireia apretó los labios y esperó a que su compañero de autobús se explicase.

—Bueno, un ciego, o un sordo, o cualquier persona con discapacidad. Es así y ojalá me equivoque pero fíjate, por ejemplo, en la política, donde están los que deciden; porque seamos sinceros, nosotros pintar, pintamos poco. Los partidos siempre hablan de la accesibilidad y reivindican nuestros derechos a capa y espada, nos lo prometen todo en los programas electorales, pero cuando dejan de ser oposición para convertirse en Gobierno... el discurso tiembla. Un ciego, como yo, es dinero, porque tú vete ahora a decirle a quien mande que tiene que poner un bucle magnético en los teatros o en los cines para los que no escuchen. Eso es dinero.

El hombre interrumpió abruptamente su discurso.

—¿Me puedes decir cuál es la siguiente parada? Me bajo en Merindades.

—Oh —Mireia apretó el botón para que el vehículo se detuviese—. La acabamos de pasar, pero he avisado para que pare en la siguiente. Lo siento.

—Si es que me lío a hablar y claro... —lamentó el hombre, poniéndose de pie y acercándose a la puerta—. No te disculpes. Se me olvidó preguntar. Es que los autobuses... Ay, los autobuses. Si dejo de contar las paradas, no sé en cuál me tengo que bajar.

Cuando se abrieron las puertas, se giró en la dirección de Mireia para despedirse. Luego extendió el palo y echó a andar. Mireia sonrió al recordar el enfado de él cuando le contó que estaba cansado de que en los hospitales le obligasen por protocolo a sentarse en una silla de ruedas.

—¡Cómo si no viera el camino! —había exclamado divertido por su propio chiste. 


lunes, 27 de julio de 2015

El ojo de Dios


Las mejores historias son aquellas en las que nos vemos reflejados y, quizá por eso, había una joven atrapada frente a una pintura que se titulaba “El ojo de Dios”. El artista había dicho en la inauguración que el Todopoderoso se divierte y goza de las experiencias de este mundo a partir de cada una de nuestras miradas. De modo que ahí estaba Él, contemplándose a través de ella.
Antes del ojo, desfilaba una colección de diablos: Hitler, Jack el destripador, la serpiente... Pinturas en blanco, negro y rojo que chillaban, aullaban, todos los males que había vomitado en ellas el pintor.
Era una sala llena de tormentos y quizá por eso fascinaban tanto. Daba la impresión de que, si te salpicaba uno de esos colores brillantes, te quemarían la piel. En el centro de sus sueños y pesadillas, estaba su creador:
Las personas tenemos un lado bueno y un lado malo, y a veces tratamos de convencernos de que solo debe existir el primero. Pero la realidad es que tenemos un mundo oscuro, muy turbio, que nadie quiere mostrar. Ese es el que me interesa, el que está lleno de demonios.
¿Por eso pintas, para exhortarlos? —preguntó un hombre que había escuchado la conversación.
Pinto porque los amo. Tengo ángeles, muchos ángeles, pero también muchos demonios. La gente olvida que Lucifer fue ángel antes que demonio. Hay que encontrar el equilibrio, pero no rechazar a uno de los dos.
Pero se supone que los demonios son lo peor de nosotros.
Nuestro lado más oscuro, sí.
Y son el mal.
—Bueno, sin mal no habría bien... Si te digo la verdad, yo cada vez quiero más a mis demonios.
Lo decía con cariño, como si hablase de algún hijo pequeño. La sonrisa le alcanzaba, incluso, los ojos. ¿Estaría riendo, al otro lado, Dios?

martes, 21 de julio de 2015

Sanfermines 2015 (VI)


Ámame con colores




Un instante


Hay escenas que me gustaría inmortalizar en la memoria: un abrazo, un paseo, una risa, una tarde de piscina... o fragmentos de desconocidos, que pasan, te miran y sonríen, o no sonríen, solo pasan. Vidas que asoman un instante y luego se esfuman, siempre dejando algo atrás. Si pudiera, absorbería los olores, los colores, los latidos, las voces, y los reproduciría en bucle sin desgastarlos. Los cuidaría como la cosecha más valiosa. Un beso, dos, una locura, un baile, un saludo, un brinco del corazón. Aunque esas emociones no me pertenecieran más que unos segundos, me las quedaría, por si acaso, y en mi recuerdo las volvería eternas.

Fotografía: Alba Soler.

domingo, 19 de julio de 2015

Sanfermines 2015 (IV)


No hay horas de sueño



El refrigerador de los caprichos


No podía olvidar el deseo de sus ojos cuando lo miró por primera vez. Había corrido hasta él y, tras unos instantes indecisos, le había invitado a pasear. En aquellos diez minutos le prometió el cielo, o más bien se lo prometieron mutuamente sin palabras. De vez en cuando se miraban y ella sonreía con los labios prietos. Él, con razón, se sentía el más feliz del mundo. Por aquel flechazo, había renunciado a todo lo que tenía: a su familia, a sus amigos, a esos amores fatuos que le besaban y le volvían a dejar.
Se imaginaron un futuro juntos, hasta que la muerte les separase, y se prometieron amaneceres dulces. En diez minutos crearon un sueño, pero a las doce, como le ocurrió a Cenicienta, ella le dijo que no podía seguir adelante, que había un tercero de por medio y no quería que acabasen sufriendo.
Él la vio marchar entre señores estirados, en la nevera de los zumos ecológicos. A su alrededor, en distintos estantes, abandonados en una sección que no era la propia, encontró natillas de chocolate y una chistorra.
“Así que solo era un capricho”, pensó, mirando sus 600 gramos de Nutella en el reflejo del cristal.
Le había prometido todo, pero ella se había alejado, arrepentida, con la dieta como excusa en los labios.

miércoles, 15 de julio de 2015

Adiós, San Fermín


Pamplona se vuelve una niña juguetona cuando llegan los sanfermines. Un día todo está normal y al siguiente, se le ha ido la cabeza.

Pamplona se enamora los nueve días que dura su fiesta. Las calles se riegan de blanco y rojo, de risas, de alcohol, de gente.

Los autobuses no duermen.

¡Viva San Fermín!

A los vasos de plástico les nacen alas.

¡Gora San Fermín!




Destellos de luz, pedacitos de cielo incendiado en los fuegos. Noches de insomnio obligado, deseados colchones de pavimento. Párpados vencidos.

Camiseta blanca, pantalón blanco, faja roja, pañuelo rojo.

Horas de cuerpos dormidos sobre el vallado del encierro.

El peligro camuflado en la adrenalina. Carreras delante, detrás y al lado de astas bravas. Sangre. Eco de risas.

Más alcohol y más sueño.

Más ganas de bailar. Más vida.

Pamplona vibra en distintos idiomas, en distintos acentos. Se comparte todo, se regalan sonrisas.

El reloj ha regresado al 365.

Pobre de mí. Ha llegado la hora de desanudarse el pañuelo.

¡Adiós, San Fermín!



Fotografías: BRGG.

  

martes, 7 de julio de 2015

El corredor del encierro

La sangre seca en la camiseta blanca era el recuerdo de su primer encierro. Acababan de darle el alta y se alegró de encontrar a su amigo en la salida de Urgencias. Mike le tendió una cerveza y sonrió.
—Creía que no volvería a verte.
El herido se encogió de hombros y se llevó la mano libre a la espalda.
—¿Cómo estás? —Asier lo abordó al reconocerlo—. Menudo susto nos has dado. ¡Te ha cogido el toro!
James repitió el gesto y dio un trago.
—Pues no lo vi hasta que me pilló.
—¿Te duele?
—He tenido suerte.
Asier, que acogía en su casa al americano durante los sanfermines, le prestó el móvil.
—Menudo susto, hombre. ¡Y Mike y yo esperándote en la plaza con las bebidas! Menos mal que nos hemos enterado que te traían a aquí.
James se rió.
—Desde luego, no volveré a correr —dijo.
Estaba tranquilo, aunque continuaba con la impresión de la mancha blanca corriendo a su alrededor y el asta atravesándole la piel.
—¿Por qué corriste? —preguntó un joven que se presentó como periodista.
Dio un trago y se arregló la barba. Sonrió. Se volvió hacia Mike y le puso la mano en el hombro.
—¿Por qué corrí? —parecía realmente divertido.
—¿Por qué corriste? —repitió el amigo—. Pues no lo sé. ¿Por qué corriste?
James se echó a reír mientras miraba la mancha roja.
—No puedes venir a sanfermines y no hacerlo.

miércoles, 24 de junio de 2015

Jane Austen vive en Bath

Hay cuatro ingleses que me gustaría conocer y tres de ellos están muertos. De modo que, a falta de una buena conversación, me acerco a través de la arquitectura, los libros y la historia. Una es Jane Austen.

Entre 1801 y 1806, la joven Jane vivió en Bath, una de las grandes ciudades del sur de Inglaterra. Por aquel entonces, solo en las tiendas de Londres se encontraba más variedad de artículos. 

Bath es una ciudad preciosa, que viste de un característico ladrillo de color miel y alterna los órdenes clásicos en sus edificios más antiguos. Sus calles permiten retroceder en el tiempo, porque en el siglo XVIII se construyó la mayoría de edificios que hoy se ven. Por estas calles empedradas, que ya han filmado para sus historias, paseó la autora de Orgullo y Prejuicio

Austen retrató la sociedad de la época en sus novelas y es fácil reconocer los escenarios cuando se pasea por el Royal Crescent, el Prior Park y los alrededores. Guardan el mismo encanto y la grandiosidad de las ricas mansiones sobre las que escribía.

En Bath, imaginar es fácil. Los museos son muy interactivos y te permiten tanto disfrazarte con los vestidos, los pañuelos y los sombreros de aquel siglo, como descubrir las miniaturas que los más adinerados coleccionaban: figuritas de marfil de Japón, cuencos hechos de minerales, elementos decorativos con motivos clásicos, retratos en broches... Incluso se puede conocer el principio, cuando los romanos descubrieron esta localización junto al río Avon.

Aunque las modas han cambiado, y también las costumbres, no deja de haber un trocito de Austen en esta ciudad (y no me refiero a la figura a tamaño real que preside la entrada a un centro sobre ella). De vez en cuando, en alguna calle se lee alguna frase que dicen que dijo. Puede ser o no verdad, pero lo cierto es que en Bath se han quedado el eco de sus pasos y la firma de su pluma.

Aquí vivió una de las grandes escritoras. Jane Austen inmortalizó Bath, porque los lugares siempre dejan un poso en quienes los pasean.


viernes, 19 de junio de 2015

El druida de Avebury


"Aquí conocí al amor de mi vida", me dijo el druida de barba blanca y túnica gris. Tardé en reponerme de la sorpresa cuando me interrumpió. Al principio pensé que era una broma, pero luego descubrí que no vestía de aquel modo por diversión. Caminaba descalzo, tenía la ropa sucia y un bolso de piel. Lució los pocos dientes que le quedaban y me tendió la mano: "Elliot".

Elliot era un apasionado de las runas y los astros. En un inglés con fuerte acento escocés me contó que llevaba años preparándose para aquel viaje. Hablaba con pasión de las gigantescas piedras de Stonehenge. Gesticulaba con la mirada saltando de mis ojos al cielo, y del cielo a la tierra. Parecía que quería ocuparlo todo en solo un vistazo.

"La vida es mágica", exclamó al final de su discurso. Por alguna razón, no dejaba de señalar mi cabeza. Echó un vistazo al mapa que tenía sobre las piernas y me señaló un punto concreto de Avebury, donde nos encontrábamos. "Justo aquí, en esta piedra exacta. Allí conocí a Scarlett".

Scarlett fue su gran amor. Estuvieron juntos una sola noche, pero él regresó a su recuerdo todas las que vinieron después. Cuando hablaba, el druida entornaba sus ojos azules con ternura. "La recuerdo dormida y me siento feliz", dijo. Realmente lo parecía. Más que Gandalf o Merlín, en aquel momento era como un niño enamorado.

Una mujer que también vestía túnica le llamó desde lo lejos. Elliot se llevó las manos a la boca y murmuró: "Martha me llama". Se alejó dando pequeños brincos. Su esposa le decía algo de que las piedras iban a bailar. Me reí disimuladamente y pensé en su Scarlett. Elliot la había descrito soñando, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. ¿Llevaría también túnica?

martes, 16 de junio de 2015

Amor entre Avoncliff y Bath


Eran un torbellino de amor. En el espacio que dejaban los sillones del tren apenas alcanzaba a ver cómo se besaban y se encogían por la risa. Contrastaban con el resto del vagón, que lo formaban estudiantes adormilados y algún turista que regresaba a Bath o Bristol, las dos grandes ciudades que figuraban en el último tramo del recorrido.

El joven empujaba sobre él a su pareja, que reía y canturreaba una canción. Ellos mismos parecían dos notas alegres. Sus voces eran las únicas que recordaban que aquel día había brillado el sol.

Suspiré por su complicidad y envidié que fuesen capaces de crear un mundo a parte. "El amor", pensé. No hacía falta otra palabra; amor era suficiente. 

Entre tanto movimiento, alcancé a ver el rostro del chico. No tendría más de veintitantos. El pelo dorado y cortado a la altura de los hombros, sonrisa viva y ojos aplastados. No era asiático, pero sus cuencas eran dos líneas finas curvadas por los generosos mofletes.

El final de un abrazo devolvió a la chica a su asiento. Conversaba animadamente al tiempo que jugaba con sus tres anillos. Su sonrisa la enmarcaba por la zona de la barbilla una línea de pelo. La enamorada tenía barba, como la mujer barbuda que retrató Ribera, y los ojos igual de finos. Me fijé en que bailaban extraviados. Me fijé mejor: ambos tenían la mirada perdida.

Pasó el revisor y no les pidió el billete. Atravesamos una de las zonas más bonitas del Canal Kennet y Avon y no lo vieron. La pareja se abrazaba entre risas y bromas. "El amor", sonreí. Amor es más que suficiente.


miércoles, 3 de junio de 2015

Una tarde de calor

Los gritos eran de una niña de tres años que aún no sabía hablar. Rayada por la luz del sol y la sombra del edificio en que vivía, sacudía los brazos para que la dejasen en paz. Se le mezclaba la protesta con la risa y a punto estuvo de atragantarse cuando el chorro de la manguera le impactó cerca de la boca. Sus hermanos la perseguían por la terraza blandiendo la goma sobre las cabezas.

Hacía tanto calor que hasta el abuelo había salido a empaparse. Con su bañador de flores y la gorra, daba palmas en medio del gran charco. Las carcajadas resonaban en el vecindario y algún niño se colgaba del balcón pidiéndole a sus padres que les dejasen bajar a jugar.

Amaia sonreía desde su habitación. Se había fijado en que Pablo de vez en cuando desviaba la mirada hacia su ventana. Le lanzó un beso discreto y se escondió. El día anterior, él la había buscando en el colegio para regalarle un poema de Bécquer.

—Lo estamos estudiando en clase —se excusó.

Ella había colgado el papel en su corcho y ya era capaz de recitarlo de memoria.

Las risas hicieron sonreír a Belén, que en el sexto piso se encargaba de alimentar a su madre. Aunque hacía tiempo que Nerea había perdido el habla, la hija le seguía hablando tan animosamente como si en algún momento le fuera a responder. Explicaba que Sofía, la pequeña que reía tan fuerte, balbuceaba tres idiomas y estaba echa un lío.

—Pero será una niña muy inteligente. Mira cómo juega con sus hermanos. Tiene una alegría especial. Además parece un ángel con esos ricitos. Es adorable y yo ya le digo a su madre que tiene mucha suerte. Si yo hubiera tenido una hija, la habría querido como ella.

En la última cucharada, el puré le resbaló por la barbilla. Belén le limpió y continuó el monólogo. Mientras tanto, Sofía se levantaba de las baldosas y Pablo aprovechaba la pausa para mirar de nuevo hacia el hueco donde suponía a su princesa.

lunes, 25 de mayo de 2015

Amar Navarra


Me ha costado entender qué tiene Navarra para que los navarros no se quieran ir de aquí. No hay playa, apenas sol y falta ese acento saleroso que se acompaña de gestos despreocupados. Las calles no visten con aire de fiesta y los días de tormenta no huelen a sal. La risa se esconde debajo de bufandas mientras que las nubes, siempre las nubes, se empeñan en gobernar la cuenca. Mi ciudad se llama “Mordor” para los amigos, “Pamplona” para los demás, y he aprendido a amarla muy poco a poco, a pequeños sorbos, como dicen los viejos que se disfruta la vida.

Los primeros años pensé que aquí no pasaban muchas cosas interesantes; tardé cinco en descubrir que ocurren, pero que hay que aprender a buscarlas. Los desconocidos no se hablan como si no lo fueran, ni se dan palmas al pie de una guitarra. La cerveza no la acompaña una tapa bien surtida, ni se regala el buen humor. Pero en Pamplona hay tantas sonrisas como se quieran encontrar. Hay que mirar bien, sí, porque aquí no se habla de la amistad a la ligera. En esta tierra de nubes (blancas, negras y naranjas del atardecer), un amigo es un amigo de verdad.

Antes me gustaba preguntarle a los navarros qué tiene de especial su hogar. Pero, ¿cómo se enseña a amar? No se puede hacer sólo con palabras. Para conocer Navarra hay que sufrirla y reírla; hablar con su gente y pasear sus caminos; escucharla y soñarla. Así es como se ama el mundo, en realidad cualquier lugar. Para conocer, primero hay que despejar el corazón. Luego se descubre un mundo de secretos. Ahora que se marchan tantos de los amigos que me enseñaron a mirar, volveré a buscar con ojos nuevos. Navarra tiene magia, aunque jamás seré capaz de decir completamente cuál.