¿Te atreves a soñar?

viernes, 29 de marzo de 2013

La máquina de sueños


Pía tenía un día para terminar su máquina de sueños. Había invertido horas, días, meses y años, pero ya se le acababa el plazo acordado. A la mañana siguiente tendría que presentarlo en el salón de los inventos juveniles y cruzar los dedos para que todo fuese bien.
El resultado de su trabajo era un cráneo de cristal cosido con cables. Cuando se conectaba a la electricidad, resplandecía y parpadeaba, vibraba ligeramente y producía un zumbido desconcertante. Nada más. No proyectaba imágenes, no creaba un cambio electromagnético, no flotaba en el aire. Simplemente se encendía y se apagaba.
La idea de presentarse a la exposición se le antojaba cada vez más ridícula. Pía había pensado que podría construir algo maravilloso; la nueva lámpara de Aladdín. Pero, conforme se acercaba el momento, se convencía de que su creación iba a necesitar un poco más de tiempo.
“¡Una máquina de sueños, qué idea más disparatada!”, exclamó al abandonar las pinzas de madera sobre la bandeja esterilizada. “Pero antes la gente podía soñar. La abuela me contó que cuando era niña, soñaba y soñaba, cada noche o durante el día, y visitaba miles de mundos surrealistas y conocía miles de rostros distintos. Cuanto me gustaría soñar una sola vez...”.
A Pía le habían hablado bastantes veces de los sueños; de la fantasía que se cuela en el cuerpo mientras duermes. Le habían dicho que había sueños en blanco y negro, pero también a color, que había sueños bonitos y pesadillas. Pero ella nunca había soñado. Ni siquiera había conocido a una persona con menos de setenta años que fuera capaz.
–Eso son tonterías–, le reprochaba su madre cuando la escuchaba lamentarse–. Si el gobierno dice que solo son pájaros molestos en la cabeza, no debes prestarle más atención. Tampoco deberías presentar tu obra a la exposición. No van a entenderlo y te considerarán contraria al régimen”.
–¿A qué régimen? –preguntaba la joven Pía de trece años.
–¡Ay, niña, mejor juega con muñecas, o al fútbol con el vecino, pero déjate de tonterías! La próxima vez que vea esa máquina que construyes, la tiraré.
Pero su madre nunca cumplía la amenaza, porque quería demasiado a Pía. Sabía de su inquietud por las ciencias, de su espíritu indómito y sus ansias de libertad. Cuando la mayoría de los niños se habían acostumbrado a vivir en una sociedad triste y corrupta, ella era incapaz de dejar de soñar despierta por todo lo que no podía hacerlo dormida. Era el precio de la censura.
Hubo una mañana en que, cuando despertó el mundo, nadie fue capaz de recordar las sombras y siluetas del subconsciente. Habían dejado de soñar dormidos. No hubo explicaciones, no hubo debate. Todos tenían el presentimiento de que algo o alguien les había robado los sueños. Se extendió el rumor de que el gobierno había empleado sus armas químicas para intervenir en el mundo interior de cada ciudadano, pero nadie se atrevió a confirmarlo. Luego vino el miedo y el silencio. Se acabó la libertad de expresión, se censuraron las miradas de esperanza. La sociedad se ensució de gris y nadie tuvo el valor de limpiarla... Salvo Pía.
Pía se había propuesto descubrir esa realidad fantástica de la que su abuela le hablaba antes de ir a la cama. Escaleras interminables, carreras que no avanzan, monstruos oscuros, luciérnagas, cuerpos sin gravedad, magia... Ella quería todo eso. Podía pensarlo, por supuesto, pero estimaba que no tenía el mismo valor que si fueran los mismos sueños quienes la sorprendían por la noche. Pía quería un poco de desorden. Estaba cansada de los formalismos, las sonrisas falsas y las miradas vacías.
Repasó atentamente cada uno de los cables antes de sellar la caja en la que lo transportaría. Sabía que su madre le prohibiría presentar algo así; lo consideraría demasiado revolucionario. Besó el aparato y le deseó buena suerte. Estaba impaciente por ponerlo en funcionamiento. Seguramente aún le faltaba un par de días más, pero recordaba de su abuela un refrán que ya nadie decía: “Quien no arriesga, no gana”. Y ella quería volver a soñar.

jueves, 21 de marzo de 2013

Me basta así


Los planes siempre se desmontan, de modo que reservaré el relato que tenía pensado publicar hoy y felicitaré a la Poesía. Hoy es el día mundial de este arte y creo que se merece una entrada especial en El Bosque de papel. Aunque apuro las últimas horas de este 21 de marzo, “más vale tarde que nunca”.
Fue una bonita sorpresa cómo recordé la fecha. Resulta que cada año y en este día, mi Universidad se llena de papelitos de todos los colores. Durante un tiempo, alumnos, profesores y empleados envían sus poesías preferidas, propias o de otros autores, a Actividades Culturales de la Universidad, y se reparten cuando llega el aniversario de la Poesía. El resultado es una explosión de emociones, suspiros y sonrisas. En los bancos de las facultades, en las mesas de la entrada, en las aulas... Miles de colores y millones de palabras.
Así que esta mañana, cada vez que encontraba un montoncito de poemas, corría a descubrir su contenido, entusiasmada. Bécquer, Benedetti, Machado... Los leía con mis compañeros y los volvía a dejar donde estaban, para el que viniera detrás. Hasta que encontré “Me basta así”, y empecé a recitarlo una y otra vez, sin cansarme. Enseguida supe que sería mi protagonista del día.

“Me basta así”

Me basta así
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si el sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olos, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
–de eso sí estoy seguro: pongo
tanta atneción cuando te beso–;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si fuese
Dios, habría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal y como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina imapalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de sí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando –luego– callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo constelaciones: existes.
Creo en ti. Eres. Me basta).

Poema de Ángel González

jueves, 14 de marzo de 2013

Los caminos de Nina


24 años:

Apretó la nariz contra el cristal y sacudió la mano con frenesí. Nina sentía la garganta áspera y gruesa, y en los ojos le punzaban las lágrimas. No le importaba lo ridícula que pudiera resultar aquella despedida, porque solo le prestaba atención a su madre que lloraba, a su padre que permanecía con los labios prietos, a sus hermanos que sacudían los brazos, y a sus mejores amigos, que le gritaban frases de suerte y lanzaban besos. Con ellos, todos sus recuerdos.
El conductor del autobús encendió la megafonía y recordó las normas básicas. El motor rugió, su compañero de viaje se acomodó en el asiento y la música de una emisora de jazz se desparramó sobre los pasajeros. Nina se tragó la pena, aunque experimentó de nuevo la asfixia. En unas horas habría abandonado España sin billete de vuelta.
“Volveré como escritora”, había asegurado en el último abrazo. “No os preocupéis por mí aunque me perdáis la pista, porque yo estaré haciendo lo que me gusta. Voy a conocer más mundo, a más personas, otras culturas. Tengo ganas de empezar a escribiros cartas contándoos todas mis aventuras”.
Nina estrechó su cuaderno rojo contra el pecho y miró atrás por última vez. La libertad le hacía cosquillas en los dedos. Estaba a punto de echar a volar.


34 años:

Nadie había imaginado a Nina redonda, pero el vientre se le había abultado tanto que ya resultaba imposible recordarla delgada. Inclinada hacia atrás y con las manos en las caderas, recorrió el parque hasta un banco. Se colocó su cuaderno sobre las piernas y lo abrió. Tenía mucho que contarle a las páginas blancas. Después de ocho meses, sabía lo suficiente para hablar del primer embarazo. Pero escribió el nombre que recibiría el niño y no pudo continuar.
Todavía tenía miedo. ¿Sería capaz? Un hijo eran horas. Horas de insomnio, de carreras, de atención... Implicaría dejar de recorrer el mundo con su mochila y un bocadillo. Tendría que buscar un trabajo estable y ahorrarlo todo para el bebé.
No serían suficiente los sueños. La ilusión no iba a darles de comer.
Nina se acarició el vientre y lloró. Siempre había deseado una familia, pero nunca planeó quedarse sola y en cinta, a millas de distancia de sus hermanos y sin más dinero del que precisaba para comer un par de días.
El mar, los atardeceres y el viento le habrían consolado en otras circunstancias, pero todo lo bello se había empañado a sus ojos. No le importaba la luz, y el amor le había traicionado de nuevo.
Acarició la hoja del cuaderno y recordó su viejo convencimiento de que en el futuro sería una gran escritora. Suspiró y garabateó su pena en el papel. Unas lágrimas que eran líneas cruzadas y negras, muy tristes, muy solas. Dibujó hasta que se gastó el grafito. Luego arrugó el resultado y lo lanzó hacia atrás con fuerza. Al poco, un hombre se acercó a ella, enfadado, sacudiendo las lágrimas de grafito.
Ninguno de los dos sospechaba que les acababa de visitar la suerte.


84 años:

Había esperado más de sesenta años. Nina gritó de júbilo y, por un golpe fortuito, le envolvió una bandada de papeles escritos. Los impulsó hacia arriba, sacudiendo los brazos como si quisiera desplegar el vuelo, hasta que una punzada en la espalda le obligó a contener los aspavientos. Caminó despacio hasta el sillón y se sentó con una gran sonrisa. Allí, junto al ventanal, los atardeceres eran mucho más espléndidos, más brillantes.
Escuchó el revuelo de la sala contigua y se apresuró en mesarse el cabello gris y parecer calmada. Como esperaba, al poco se abrió la puerta.
–¡El Premio Cervantes, abuela, el Premio Cervantes!
Nina se echó a reír, se levantó tan rápido como pudo y abrió los brazos para que su nieta la abrazase. Juntas se tambalearon, pero la menor restableció el equilibrio. Se disculpó por la precipitación y dirigió a su abuela de nuevo hasta el sillón.
–Si me ve mi madre, me corta el cuello –dijo, avergonzada–. Me advirtió que debías guardar reposo.
–¡Reposo! –protestó la anciana, sonriente–. ¡Y un cuerno, reposo! Es un Premio Cervantes.
La joven Sofía se mordió el labio, entusiasmada, y aplaudió a su abuela. La felicidad les explotaba en la mirada.
–¡Tengo que decírselo a mamá! Solo me enteré yo, porque escuché al hombre que te dio la noticia. Están todos arriba, tengo que decírselo.
Sofía abrazó a su abuela, y ella aprovechó para retenerla.
–No te vayas todavía, princesa. Deja que se enteren más tarde, no hay ninguna prisa. ¿Quieres que leamos juntas la carta oficial?
Nina desbordaba ilusión. Sus manos temblorosas sostenían una hoja salpicada de letras. Pero no eran palabras cualquiera. En ellas se contenía mucho más que un reconocimiento. Detrás había una carrera de amor y esfuerzo, una vida persiguiendo un sueño. 

domingo, 10 de marzo de 2013