Pía
tenía un día para terminar su máquina de sueños. Había invertido
horas, días, meses y años, pero ya se le acababa el plazo acordado.
A la mañana siguiente tendría que presentarlo en el salón de los
inventos juveniles y cruzar los dedos para que todo fuese bien.
El
resultado de su trabajo era un cráneo de cristal cosido con cables.
Cuando se conectaba a la electricidad, resplandecía y parpadeaba,
vibraba ligeramente y producía un zumbido desconcertante. Nada más.
No proyectaba imágenes, no creaba un cambio electromagnético, no
flotaba en el aire. Simplemente se encendía y se apagaba.
La
idea de presentarse a la exposición se le antojaba cada vez más
ridícula. Pía había pensado que podría construir algo
maravilloso; la nueva lámpara de Aladdín.
Pero, conforme se acercaba el momento, se convencía de que su
creación iba a necesitar un poco más de tiempo.
“¡Una
máquina de sueños, qué idea más disparatada!”, exclamó al
abandonar las pinzas de madera sobre la bandeja esterilizada. “Pero
antes la gente podía soñar. La abuela me contó que cuando era
niña, soñaba y soñaba, cada noche o durante el día, y visitaba
miles de mundos surrealistas y conocía miles de rostros distintos.
Cuanto me gustaría soñar una sola vez...”.
A
Pía le habían hablado bastantes veces de los sueños; de la
fantasía que se cuela en el cuerpo mientras duermes. Le habían
dicho que había sueños en blanco y negro, pero también a color,
que había sueños bonitos y pesadillas. Pero ella nunca había
soñado. Ni siquiera había conocido a una persona con menos de
setenta años que fuera capaz.
–Eso
son tonterías–,
le reprochaba su madre cuando la escuchaba lamentarse–.
Si el gobierno dice que solo
son pájaros molestos en la cabeza, no debes prestarle más atención.
Tampoco deberías presentar tu obra a la exposición. No van a
entenderlo y te considerarán contraria al régimen”.
–¿A
qué régimen? –preguntaba la joven Pía de trece años.
–¡Ay,
niña, mejor juega con muñecas, o al fútbol con el vecino, pero
déjate de tonterías! La próxima vez que vea esa máquina que
construyes, la tiraré.
Pero
su madre nunca cumplía la amenaza, porque quería demasiado a Pía.
Sabía de su inquietud por las ciencias, de su espíritu indómito y
sus ansias de libertad. Cuando la mayoría de los niños se habían
acostumbrado a vivir en una sociedad triste y corrupta, ella era
incapaz de dejar de soñar despierta por todo lo que no podía
hacerlo dormida. Era el precio de la censura.
Hubo
una mañana en que, cuando despertó el mundo, nadie fue capaz de
recordar las sombras y siluetas del subconsciente. Habían dejado de
soñar dormidos. No hubo explicaciones, no hubo debate. Todos tenían
el presentimiento de que algo o alguien les había robado los sueños.
Se extendió el rumor de que el gobierno había empleado sus armas
químicas para intervenir en el mundo interior de cada ciudadano,
pero nadie se atrevió a confirmarlo. Luego vino el miedo y el
silencio. Se acabó la libertad de expresión, se censuraron las
miradas de esperanza. La sociedad se ensució de gris y nadie tuvo el
valor de limpiarla... Salvo Pía.
Pía
se había propuesto descubrir esa realidad fantástica de la que su
abuela le hablaba antes de ir a la cama. Escaleras interminables,
carreras que no avanzan, monstruos oscuros, luciérnagas, cuerpos sin
gravedad, magia... Ella quería todo eso. Podía pensarlo, por
supuesto, pero estimaba que no tenía el mismo valor que si fueran
los mismos sueños quienes la sorprendían por la noche. Pía quería
un poco de desorden. Estaba cansada de los formalismos, las sonrisas
falsas y las miradas vacías.
Repasó
atentamente cada uno de los cables antes de sellar la caja en la que
lo transportaría. Sabía que su madre le prohibiría presentar algo
así; lo consideraría demasiado revolucionario. Besó el aparato y
le deseó buena suerte. Estaba impaciente por ponerlo en
funcionamiento. Seguramente aún le faltaba un par de días más,
pero recordaba de su abuela un refrán que ya nadie decía: “Quien
no arriesga, no gana”. Y ella quería volver a soñar.
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