¿Te atreves a soñar?

lunes, 25 de mayo de 2015

Amar Navarra


Me ha costado entender qué tiene Navarra para que los navarros no se quieran ir de aquí. No hay playa, apenas sol y falta ese acento saleroso que se acompaña de gestos despreocupados. Las calles no visten con aire de fiesta y los días de tormenta no huelen a sal. La risa se esconde debajo de bufandas mientras que las nubes, siempre las nubes, se empeñan en gobernar la cuenca. Mi ciudad se llama “Mordor” para los amigos, “Pamplona” para los demás, y he aprendido a amarla muy poco a poco, a pequeños sorbos, como dicen los viejos que se disfruta la vida.

Los primeros años pensé que aquí no pasaban muchas cosas interesantes; tardé cinco en descubrir que ocurren, pero que hay que aprender a buscarlas. Los desconocidos no se hablan como si no lo fueran, ni se dan palmas al pie de una guitarra. La cerveza no la acompaña una tapa bien surtida, ni se regala el buen humor. Pero en Pamplona hay tantas sonrisas como se quieran encontrar. Hay que mirar bien, sí, porque aquí no se habla de la amistad a la ligera. En esta tierra de nubes (blancas, negras y naranjas del atardecer), un amigo es un amigo de verdad.

Antes me gustaba preguntarle a los navarros qué tiene de especial su hogar. Pero, ¿cómo se enseña a amar? No se puede hacer sólo con palabras. Para conocer Navarra hay que sufrirla y reírla; hablar con su gente y pasear sus caminos; escucharla y soñarla. Así es como se ama el mundo, en realidad cualquier lugar. Para conocer, primero hay que despejar el corazón. Luego se descubre un mundo de secretos. Ahora que se marchan tantos de los amigos que me enseñaron a mirar, volveré a buscar con ojos nuevos. Navarra tiene magia, aunque jamás seré capaz de decir completamente cuál.

domingo, 3 de mayo de 2015

"Te quiero", pero detrás de la pantalla

Un beso no se pide por whatsapp y, si se pide, se pide bien. El amor, o el deseo, o el capricho, no es un “tiro la piedra y me escondo”. Si se pide un beso tras una pantalla, hay que tener también el coraje de pedirlo sin aparatos de por medio.

Cuando Silvia, mi amiga de siempre, me contó que su novio la había dejado por un mensaje de móvil, creí que me estaba tomando el pelo. No podía creer que después de tres años, el fin de su relación lo dictasen unas letras impersonales. “¿Hay algo más cobarde?”, me preguntó. “¿Tan rápido desaparece la confianza?”.

Luego, por supuesto, no hubo respuesta a las llamadas. La tecnología ejerció como escudo del corazón, o arma arrojadiza, según se mire. Silvia pasó la noche partida del dolor y el chico, desconectado del mundo.

Aquella vez, todos los amigos se enfurecieron. Hubo un aluvión de críticas al veinteañero incapaz de enfrentar la situación. Todos dijeron que las redes sociales sólo traían desgracias a las parejas, que la gente empezaba a perder la dignidad, que dónde estaban el honor, la educación, el sentido común.

Pero al cabo del tiempo, se aparcó el tema. Silvia se había vuelto a enamorar. Esta vez era un compañero del gimnasio. Hacía tiempo que se intercambiaban miradas, conversaciones mudas a través del espejo. De modo que, después de algunos meses, ella tomó la iniciativa e iniciaron una conversación.

“Creo que es muy tímido”, me confesó después de gritar medio minuto de la emoción. “No nos ha dado tiempo a decirnos mucho, pero me ha pedido mi número”. Me pareció que la historia empezaba bien. Silvia estaba ilusionada y, cada vez que recibía un mensaje de él, se ponía a saltar por la casa, o por la calle. Si yo estaba cerca, me agarraba del brazo y me señalaba su nombre en la pantalla.

Cuando hablaba sobre las miradas furtivas en el gimnasio, me hacía partícipe de su inseguridad. Él nunca se acercaba a hablarle. Ni la saludaba al verla entrar, ni la despedía. De hecho, en ocasiones cogía el móvil a medio metro de distancia y le escribía algún piropo que ella no sabía cómo acoger. Directo, atrevido, chispeante. Pero a los ojos, nada. Ni los comentarios pícaros ni un inocente “qué guapa estás”.

Una tarde que estábamos juntas, aquel chico le envió un mensaje. Al abrirlo, Silvia encontró un “quiero besarte”, y explotó. En persona nunca la buscaba. Se lo dijo conteniendo la rabia, pero el del gimnasio se hizo el sorprendido y la despachó: “No, no. No te voy a decir nada más”.

Total, para que lo diga por whatsapp...