El
sol quemó la hoja hasta reducirla a cenizas. Rosa se rió y apartó
la lupa del objetivo ennegrecido. Limpió la piedra de sacrificios y
se acercó al hormiguero. El reguero de puntos negros que desquiciaba
a su madre enlazaba la zona de tierra y matorral con las paredes de
la casa. Con velocidad, buscó una hoja grande y dispersó a las
hormigas. Luego alcanzó a unas pocas y las exhibió en la zona más
alta de la roca.
Rosa
apretó los labios mientras colocaba la lupa entre el animal y el
sol. Sabía que ese experimento tardaría más que el anterior y que
era necesaria la máxima puntería para que el cristal resultase
letal.
Durante
algunos minutos, la niña persiguió a la hormiga con el haz de luz y
la hoja, pero ni el bicho se quedaba quieto ni ella tenía la
suficiente destreza como para quemarlo en movimiento. Insistió hasta
que escuchó cerrarse la verja y los pasos apresurados de su padre.
Era la hora, porque ya habían sonado las campanas de la iglesia.
Rosa detuvo la ejecución con los ojos bien abiertos y el arma en
ristre.
Las
llaves contra la mesa.
Un
beso.
Una
queja.
Un
suspiro.
De
nuevo unos pasos.
–¿Dónde
está la niña más guapa del mundo?
Ella
esperó en silencio, con la sonrisa en los labios.
Se
descorrieron las cortinas del patio.
Rosa
se olvidó de la hormiga.
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