Carlos solo recordaba una
risa grande en un cuerpo menudo. Ni sus ojos oscuros, ni sus labios finos, ni
el lunar que tan graciosamente pendía de su mejilla izquierda.
‒Podría reconocer al
culpable ‒aseguró al policía‒. Déjeme las fotografías y le diré quién es.
‒¿Está seguro? Usted no
consta como testigo.
‒No fui testigo del
robo, pero la conocí.
El oficial frunció el
ceño, repasó de nuevo la documentación y se acercó a la mesa. Hizo un gesto
para que él mismo revolviera entre las imágenes. Carlos se agachó sobre los
papeles, pero condenó rotundamente el material. Se giró hacia el agente.
‒¿Esto es todo?
El policía se rió con
un gesto ensayado. Paseó por el despacho en círculos, ahogando el espacio entre
el recién llegado y él, subrayando la cercanía con su mirada felina, con el
cuerpo ligeramente doblado como quien espera el instante de atrapar a su presa.
Carlos se esforzó en mantenerse sereno.
‒Ahí están todas las
fotografías de las mujeres acusadas ‒dijo el agente Flavio.
La risa hueca y su mano
derecha en el bolsillo, sin embargo, contradecían sus palabras.
‒¿O falta alguna?
‒inquirió.
Carlos se cruzó de
brazos despacio. Sabía dónde estaba el límite. Aunque el agente parecía haberlo
olvidado, ya se habían cruzado antes. Un presunto asesinato que no se resolvió.
Una misiva con amenazas de muerte. Un robo a plena luz del día en uno de los
museos más vigilados de Madrid. Era la tercera vez que ambos se veían
implicados en los crímenes de una misteriosa mujer a la que nadie ponía nombre.
Flavio era el encargado del caso y Carlos, un periodista con muchas sospechas y
una sola prueba.
“Aficionado”, parecían
gritarle los labios apretados del oficial.
‒No está aquí ‒dijo
Carlos‒. Los dos sabemos que falta alguien más.
‒Sí, es cierto ‒Flavio
hizo una pausa, en la que aprovechó para apurar el vaso de ron que él mismo se
había servido, y sacó del bolsillo un rostro en blanco y negro‒. La misteriosa no
estaba incluida. Alto secreto, ¿sabe? La asesina, y en este caso ladrona, no
la ha visto nadie.
‒Solo usted, imagino.
El agente sonrió.
‒Si yo la hubiera
visto, no se me habría escapado. No me he ganado este puesto por mi cara bonita
‒retomó su risa, como si acabase de contar uno de sus mejores chistes‒. Este
caso, señor periodista, le viene grande, así que no se moleste. Ni la mejor
pluma ni la imaginación más torcida sería capaz de informar sobre esa mujer.
Carlos aguantó la
mirada sagaz del policía. La imagen que el hombre le había mostrado con
fugacidad ya la conocía. Él mismo la había publicado en el periódico tras
conocerse que la mujer misteriosa volvía a estar detrás de un crimen. Con el
cuidado de quien sostiene algo frágil, Carlos tomó unas notas en su cuaderno.
‒Eso es, desista
‒aceptó Flavio sin perder la sonrisa‒. Cuando la policía tenga noticias, sabrá
de nuevo de mí y se acordará de mis palabras. Encontraremos a la culpable, pero
no será gracias a usted. De todas formas, le animo a seguir escribiendo. Hay otros crímenes,
otras barbaridades que nadie cubre. No se deje engañar por el sensacionalismo
que está causando la misteriosa mujer.
El periodista devolvió
el cuaderno a su maletín con una mirada triunfante. Se dirigió a la salida y
acarició el pomo como si aquel despacho encerrase todas las respuestas sobre el
caso.
‒Solo una cosa más
‒insistió Carlos‒. Usted sabía desde un principio que la asesina era una mujer,
¿no?
‒Sí, sí, claro. Eso
resultaba evidente. No había más que ver el sigilo, la prudencia, el...
‒Lo inventó la prensa,
señor ‒corrigió el joven‒. André Saltillo, periodista de La Vanguardia. Él fue
el primero que lo mencionó. A partir de ahí, se desencadenó el misterio y la
imaginación. Todos inventaron algo: periodistas, criminólogos, detectives
privados... e incluso usted mismo. Y no le estoy preguntando.
Carlos empujó la puerta
despacio. Se aseguró de que el pasillo y la salida despejada, y confesó.
‒Fui yo quien publicó
la fotografía de esa mujer en mi periódico. Un cebo. Aunque le confieso que al
principio pensé que la policía lo desmentiría. Debería haberlo desmentido,
Flavio. Entonces estaba usted a tiempo. Ella no es la criminal que buscas.
El policía se enervó.
La risa ronca que le había acompañado durante la visita le confería ahora una
imagen vulgar. Rápidamente se llevó la mano al arma, aunque no desenfundó.
Carlos sonrió y escupió sus últimas frases con la seguridad de quien ha
confirmado sus sospechas.
‒Esa que culpas es una
antigua conocida de mi madre. Treinta años en la foto y ochenta a día de hoy. ¿Sorprendido? ¿Le acabo de desbaratar su propia
quimera? Vaya preparándose una buena coartada, agente, la próxima vez que la
mujer misteriosa aparezca será hombre, y no mujer, y vestirá su cuerpo fino y desgarbado con uniforme de policía y...
¡qué casualidad! También se llamará Flavio.
Por fin me he puesto al dia de tus preciosos relatos y me ha gustado mucho volver a ver como a cualquier situación.......le pones música.Gracias preciosa.Bsssss.Pepi
ResponderEliminarMiles de gracias, Pepi! Muchos besos a ti también :)
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