¿Te atreves a soñar?

domingo, 31 de agosto de 2014

Una carta para ti


Querida amiga,

Espero que estés bien. Ante todo eso: que estés bien. Que el tiempo no haya arañado tu piel demasiado profundo y que tu corazón continúe en su sitio. Espero que tus sueños, esos que me contaste una vez, continúen creciendo, y que no se hayan secado. Porque no es fácil mantener ilusionada a la ilusión cuando despiertas, cuando te das cuenta de que los años pasan para todos y que no eres invencible, ni inmortal, ni tienes súper poderes.

Nuestros sueños tienen que aprender a ser amigos de la realidad, y tú sabes que eso no es sencillo. No es imposible, no, bien lo sabes, porque siempre uno trata de pisar al otro y eso crea rencillas que nos acaban sacando las lágrimas.

¿Qué fue de ese amor del que me hablabas? ¿Qué fueron de esos ojos que te arrancaban suspiros y de esas manos que nunca sabían si tomar las tuyas? Siempre fuiste un poco romántica. Me gustaba cómo describías a tu pareja ideal y cómo te entretenías en los detalles, asegurando que eran lo más importante. Un lunar, una peca, un color, una sonrisa... Tú eras de esas que tenían excusa para amar. Ojalá sigas amando, pero amando con locura, de verdad.

El tiempo pasa muy rápido, así que no trates de detenerlo. Entrena todos los días para seguir con aliento su carrera. Entrena aunque te tropieces. Nos quedan muchas caídas más y eso no importa. Aprende y vive. Grita también. Deja de pensar tanto en cómo puedes resolverlo, y hazlo. Te he visto solucionar problemas gordos y, aunque los que vengan sean peores, yo creo en ti.

Por mi parte, ya sabes cómo me va. Estoy aprendiendo todos los días a vivir.

¿Te sorprendes de que te escriba? Muchas veces pienso hacia atrás y me río de nuestros juegos, de nuestras risas, de las aventuras de la niñez y su inocencia. No te sorprendas. Desde que nos dijimos adiós en el último curso, he esperado que todo te fuera bien. No importa que no fuéramos amigas inseparables. Éramos amigas, y eso ya es muy grande.





martes, 26 de agosto de 2014

Echarse agua fría en la cabeza, ¿diversión o solidaridad?



Después de ver muchas caras conocidas, y no tanto, detrás de cortinas de agua helada, me pregunto si lo que comenzó como una campaña para llamar la atención sobre una enfermedad neurodegenerativa, continúa siéndolo o se ha convertido en un reto de diversión. 

La ELA, o Esclerosis Lateral Amiotrófica, es una enfermedad que provoca una parálisis muscular gradual. Empiezan muriendo las células del sistema nervioso y lo acaba haciendo el propio paciente, tras una parálisis total. La ELA no es para tomársela a guasa.

Stephen Hawking, el físico al que hemos conocido torcido en una silla de ruedas, es una de las personas que padecen esta enfermedad. Un cerebro brillante en un cuerpo paralizado. Así es la ELA. Un proceso lento que debilita los músculos y va reduciendo los movimientos, deteniendo la vitalidad, ahogando la alegría. A veces silenciándola porque ni tus brazos ni tu boca responden.

Mitch Albom hizo menos extraña a la ELA en su novela 'Martes con mi viejo profesor'. En ella habló sobre sus encuentros con Morrie Schwartz, un sociólogo al que admiraba y al que acompañó hasta el final, acercándose así a la enfermedad en primera persona. Es imposible no encogerse ante su pluma y ante su historia.

Y ahora la ELA salta de nuevo a los renglones de actualidad. O más que a los renglones, a los muros de Facebook, a los enlaces de Twitter o al mosaico de Instagram. Famosos que se empapan y nominan, amigos que sonríen a la cámara y retan a otros antes de lanzarse un barreño de agua fría.

Admiro a la gente que lo hace, porque el juego parece que despierta el gusanillo del “yo también soy capaz” y, mientras tanto, la campaña Ice Bucket Challenge crece y crece y más personas escuchan hablar sobre esta enfermedad. Pero admiro aún más a todos los que, echándose agua o no, dan un poco de lo que tienen por ayudar a la investigación. Un poco, lo que sea, pero algo.

sábado, 23 de agosto de 2014

Una fiesta monstruosa

Una fiesta monstruosa. De esas que te dejan los oídos vacíos de tanta música y una nebulosa en los ojos. Solo recordaba melenas en espiral y brazos levantados hacia las luces parpadeantes del techo. También el suelo lleno de cristal y la mirada perdida de las chicas con las que bailé. Y una cruz egipcia.

Era imposible que no hubiese estado entre la vida y la muerte aquella noche. Los ruidos mecánicos de la música a toda pastilla y las paredes que vibraban hasta hacer tintinear las copas. Aún sentía el cosquilleo de la adrenalina recorriéndome el cuerpo. Tenía flashes de aquel local oscuro que olía a tabaco y sudor.

No sabía si había besado a aquella rubia platino o a la morena de piercings. O a ninguna. Quizá la huella de carmín en sus labios fuera por alguna de esas tonterías que se hacen para llamar la atención.

Levanté la cabeza para ver pasar a la carcajada vestida de corto y a su amiga de plataformas gruesas. Las luces de la mañana nos desperezaba, o si acaso nos adormilaban más. Revelaban nuestras caras sucias y los ojos hinchados. Me apoyé en las escaleras donde había echado una cabezada e inicié a trompicones la vuelta a casa.

A la bella, que había bailado hasta cansarse en lo alto del escenario, llevándose consigo las miradas de todo el local, le había abandonado toda la magia de la noche y me entraron ganas de reír. No sé si lo hice o no, pero mi felicidad se acabó estrellando cuando la vi pasar. Esbelta y perfecta. La cruz egipcia en la muñeca de una joven que conocía.

Se detuvo delante de mí y pasó mi brazo sobre sus hombros. Si no fuera porque apenas podía caminar, no habría dejado que su cuerpo delgado hubiese arrastrado el mío hasta el portal de mi casa.

Espero que lo hayas pasado bien ‒me dijo, apretando el porterillo y dándose la vuelta‒. Yo sí lo he hecho.

No le contesté, porque me había pillado con la guardia baja. Tampoco se me ocurrían más que palabras huérfanas y dudo que mi lengua hubiera logrado articularlas.


jueves, 21 de agosto de 2014

Huelga de la alegría

Se sentía tremendamente sola. Todos le habían vuelto la cara sin darle explicación y nadie le había advertido que esas cosas a veces suceden. Se vistió con uno de los vestidos que había colgado sobre la silla de la habitación y salió a la calle. Creyó que allí dejaría de pensar, pero no sabía que la inquietud es amiga de las lágrimas y que tira de las comisuras hacia abajo. 
Cuando llevaba una hora deambulando, dando vueltas por todas las calles de su adolescencia, se dio cuenta de que la pena seguía abrazada a su pecho y a su garganta. Ni siquiera el ajetreo de una fiesta era capaz de robarle la pena, y decidió regresar. En el camino, no se dio cuenta de cómo una madre abrazaba a su hija, a la que no veía desde hacía meses, ni de que el mar murmuraba enamorado. No se dio cuenta de cómo el sol se despedía con su corona dorada, ni de que alguien la había mirado.

martes, 19 de agosto de 2014

Etérea


El hombre trató de besarla, pero ella se escabulló con una risa grácil y echó a correr entre los árboles. La luz de la tarde era fría, casi gris, y las hojas brillaban por los rastros de lluvia. La joven se abrazó a un tronco y se asomó con la gracia en los ojos. Su vestido blanco parecían alas vaporosas y ella, un ángel. Tan frágil, tan delgada, tan etérea. Él admiraba sus pasos y esa felicidad que la envolvía entera. Y quería sentir lo mismo, quería esa risa traviesa... La quería a ella. Quería, incluso, la melancolía de sus labios, que parecían sonreír a la vez que lamentarse.
El sol destelló al ocultarse y la muchacha tropezó, como si el último rayo la hubiese debilitado. Pero se deslizó con una carcajada y el hombre no pudo dejar de asombrarse. Su piel blanca, sus labios, sus ojos grandes... Y sus manos, su pelo revuelto. Movido por algún resorte, clavó la rodilla en el suelo y le extendió la mano. Inclinó la cabeza y esperó.
La risa de ella se extendió por su mano cuando la aceptó y se sintió príncipe de la doncella. Ella sonreía, coqueta.
“Ya eres mía”, pensó el hombre, con una satisfacción secreta.
Despacio para no asustarla, se aproximó a su rostro. Olía a jazmín y a lluvia. Acarició su mejilla y se lanzó a sus labios...
El príncipe había dejado de serlo. Cayó sobre la hojarasca, exactamente donde ella había estado unos segundos antes. Se le enrojeció la cara y sintió el vacío de golpe, como un puño seco. Se maldijo. Había subestimado a la inspiración.



Ilustración: Blanca Rodríguez G-Guillamón.
Técnica: Grafito.


sábado, 16 de agosto de 2014

Soñar como cuando éramos niños

Sofía y Laura se despegaron de sus padres a la carrera. Habían visto el arroyo donde el agua se bebía dorada y creyeron que esa mañana sus deseos se cumplirían de verdad. Las dos hermanas se habían acostumbrado a ignorar las advertencias de sus padres. Laura, la más pequeña, soltó un gritito al tropezar, pero al recuperar el pasó comenzó a reírse. Las envolvían los pájaros y el murmullo monótono de las cigarras, y el sol atravesaba las copas de los árboles con tanta fuerza que todo el camino parecía luz.

Con los vaqueros llenos de tierra y la respiración entrecortada, las niñas alcanzaron la fuente de piedra. En ese punto, tenían un ritual. Sofía arrancaba alguna hoja grande del suelo y la limpiaba en su camiseta, luego ocultaba con ella su rostro y murmuraba un deseo. Laura la imitaba, sin dejar de mirarla de reojo, y las dos introducían sus hojas en el agua brillante del manantial.

Decían que el agua era mágica porque en ella incidía especialmente el sol. Los rayos bailaban y saltaban, salpicando de fantasía la imaginación de las hermanas.

–Yo seré una princesa –aplaudió Laura–, y viviré en un castillo muy grande y muy bonito.

–Pues yo viajaré por todo el mundo –exclamó la mayor.

Las dos se rieron y aplaudieron, atentas a cómo sus hojas se unían a la danza de destellos.

Laura cerró los ojos y apretó los labios, con la sonrisilla jugueteando en las comisuras. Y Sofía, imaginándose en los colores de la India, en las playas de Australia o en la sabana africana, se puso a saltar con los brazos extendidos. El corazón les palpitaba con un sueño.

viernes, 1 de agosto de 2014

El amor es ciego


Diana estaba temblando. Se había dado cuenta de que él llevaba un rato observándola; sentado dos bancos más allá, con un periódico extendido y una media sonrisa. Ella sabía por qué la buscaba y tenía miedo. Se levanto bruscamente y echó a andar, pero comprobó por el rabillo del ojo que él la seguía sin dejar de mirarla.
Apretó el paso.
Se volvió varias veces.
Echó a correr. Resonaron sus tacones.
Él no se apartó de su espalda.
Diana vio cómo extendía el brazo para agarrarla, y gritó con todas sus fuerzas.
La mano de él se quedó a medio camino.
Cuando volvió a girarse, vio el destello de un arma afilada.
La joven sentía el sudor frío y una asfixia creciente en el pecho; empezó a marearse. Recordó su boda, su vestido blanco, su ilusión, su inocencia... Y le sobrevino una arcada por todos los recuerdos que venían después. Las mentiras, los golpes, el control... Diana se arrodilló ante el desconocido con las manos apretadas.
–No, no, no, por favor –suplicó–. Otra vez más no, por favor.
Pero él no se detuvo. Le tapó los ojos con una mano y con la otra, le clavó la flecha en el corazón.



Pintura de Adolphe Bouguereau (1880)