El
paraíso debe ser muy semejante. Cuando comencé la caminata por la
orilla del mar, con los pantalones remangados y las sandalias entre
los dedos, tuve la sensación de que aquella inmensidad se arrastraba
solo para acariciarme los pies.
La
playa se había vaciado de turistas y apenas quedaban algunas parejas
fotografiándose y los pescadores que clavaban sus cañas como
banderas. Algunas risas discretas, palabras brumosas y las
conversaciones de las olas.
En
cada paso traté de memorizar aquellos brochazos de la naturaleza y
de ponerle palabras a lo que no tiene. Un mar suave, ligero,
encarnado, protegido por un horizonte de bruma morada y perfumado de
sal. Un mar que, por ser belleza de paraíso, mejor podría
describirse como mar de melocotón.
Todo
era confianza entre un mar que besa y unos caminantes sin más
destino que el soñar. Así pues, continué marcando mis pasos en la
arena fría. Y el mar persistió en borrar mis huellas. Y respiré la
libertad que arrastraba la espuma. Y las olas se hicieron grandes
hasta doblarse y rasgar la orilla.
Y
todo fue paz hasta que estalló un lamento.
Primero,
una botella vacía de vino, después, vasos de plástico y latas de
refrescos. Una bolsa de basura asfixiando al mar y una montaña de
cáscaras de pipas. Una chancla rota, más bolsas, papel de aluminio
y restos de un bocadillo. Una lata de Monster.
Me
tembló el corazón y el ánimo. Mi mar de melocotón lo habían
convertido en un paraíso monstruoso.
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