¿Te atreves a soñar?

domingo, 24 de junio de 2012

La noche de los deseos


Era una noche mágica. No sólo porque España había ganado a Francia en el partido de fútbol de la Eurocopa, que desató una cadena de pitidos y gritos de emoción a lo largo de la playa, sino por la fiesta que empezaba a congregar a familias y amigos en la orilla. Las fogatas se encendieron algo más tarde que otros años por el partido, pero eso sólo incrementó la expectación.
La arena estaba fría a las once de la noche y el mar, difuminado por la oscuridad, parecía terciopelo.
Las hogueras de la noche de San Juan se estremecían por la brisa. Con gran satisfacción, la gente lanzaba apuntes, periódicos viejos o libretas para avivar el fuego. Los niños más pequeños, que podrían contar con dos o tres años, se encerraban en construcciones de arena, levantando murallas de poca altura o torreones moldeados por cubos. Los más mayores, en cambio, se reunían alrededor de la fogata con cervezas y refrescos.
La ilusión de celebrar una noche como esa, en la que los deseos se lanzan al mar y la adrenalina se consume bailando, unía a los desconocidos, que compartían música y bebidas. Los mejores campamentos se organizaban con cintas rojas y blancas y trozos de madera, que delimitaban la zona de unos y otros. La bandera de España o las camisetas de la selección española de fútbol adornaban las construcciones improvisadas, y de vez en cuando algún aficionado lanzaba un grito eufórico por la victoria.
La iluminación la proporcionaban las hogueras y velas, pues las farolas del paseo marítimo no alcanzaban el mar. En consecuencia, la orilla se convertía en un baile de sombras palpitantes. Y lejos, como joyas del cielo, brillaban luces que nacían de algún punto de la playa. Parecían luciérnagas gigantes y naranjas o globos de fuego, y quedaban suspendidas en el aire, en un ascenso vibrante que acababa por apagarlas.
El humo, que cubría la orilla, teñía de grises la escena.
No era difícil conocer gente nueva, porque en noches mágicas no hay diferencias. Extranjeros y oriundos reían, bailaban, e intentaban conversar. Se mezclaban acentos e idiomas. Los gestos eran el lenguaje universal, y las frases compartían palabras españolas, inglesas, francesas y alemanas.
No importaba de dónde fueras, ni siquiera los franceses protestaban demasiado con su derrota. No importaba si tenías o no dinero, si partías la mañana próxima o continuabas algún tiempo más. No importaba si estabas solo o acompañado. Sólo importaba que estabas allí, junto al mar, en la fiesta de todos, quemando los malos momentos en la hoguera y hundiendo en el mar papeletas de esperanza, nuevos deseos. 

martes, 19 de junio de 2012

El primer compás del verano



El sol había despertado temprano, como Pablo había prometido, y bañaba toda la costa con tintes rosados, apresurándose sobre la cresta de las olas que rompían contra las rocas. La hierba estaba perlada de gotas de rocío y las gaviotas graznaban sobre las barcas. Había una quietud mágica en la mañana, partida únicamente por los gritos de los pescadores que arribaban con las redes, y por la radio, que la vecina encendía para cantarle coplas a la aurora.
Armonía era la palabra que mejor definía aquel saludo del sol.
Pablo ya estaba en la orilla, limpiando su tabla de surf, cuando los demás comenzaron a asomarse a la terraza. Vestía su traje de neopreno y se había recogido la melena en una coleta baja. Al verlos, aún entorpecidos por la somnolencia, agitó el brazo y dio un par de palmadas sobre su cabeza. Parecía ansioso de estrenar el mar.
Tomás engulló tres tostadas con chocolate y corrió a acompañarle, mientras que Fernando y las chicas prefirieron desayunar con calma en la mesa del porche. Hacía un día bastante bueno como para descuidar los detalles, y despejarse cerca de un acantilado, con el mar, el sol y una taza de leche fresca no era algo que disfrutasen a menudo.
–¿Cuándo llegarán los demás? –preguntó Diana, distraída con la abeja que zumbaba sobre la mermelada.
–Dentro de dos días. La fiesta de Pablo empezará en el crepúsculo y terminará al alba. Ya sabes, el desfase de fin de curso.
–Algo así oí.
–¿Y Pablo aún no sabe nada? –intervino Sofía.
–Piensa que celebraremos su cumpleaños los que estamos.
–Pues menuda sorpresa se va a llevar. Si con eso no se cae de la tabla de surf, no lo derriba ni un tiburón.
–Ya lo creo que no –rió Diana.
Los gritos emocionados de Pablo y Tomás llegaban desde la orilla. Se dictaban órdenes y reían a carcajadas cuando las olas precipitaban la caída del adversario.
Diana saltó de la silla, recogió todo lo que cupo en sus brazos y entró en la casa. Al poco, salió con la toalla sobre los hombros y descalza, y atravesó a grandes zancadas el bosquecillo de matas que lidiaba con la playa. Lanzó la toalla cerca de las de sus amigos y se desvistió con impaciencia.
El agua estaba fría y la mantuvo un buen rato en la orilla, con los tobillos sumergidos y la piel de gallina. Allí, el olor a salitre era mucho más fuerte y pegajoso. De vez en cuando, algunas algas se le adherían a la piel como tatuajes oscuros, y ella chapoteaba hasta despegarlos de sus pies.
Los pescadores deslizaban la barca hasta el mar y se enfrentaban al oleaje para trepar por ella. Llevaban los pantalones remangados y el torso desnudo, luciendo el color de la almendra tostada. Los más ancianos demostraban la misma vitalidad que los jóvenes, pues lo que no les daba el físico, se lo brindaba la experiencia. Establecieron en seguida el control y se organizaron, cada uno en su puesto y con sus funciones, y viraron mar adentro. Diana avanzó hacia la barca que partía, olvidando la baja temperatura del agua, y se despidió de ella cuando sólo era una pincelada gris en el gran azul.
Pero los pescadores acostumbran a partir de noche, y no entendía cuál era el motivo de que aquella lo hiciera de mañana. Pensó en preguntarle a Pablo, que conocía las costumbres de aquel pueblo costero, pero lo olvidó en cuanto escuchó su nombre.
–¡Eh, Diana! Vamos, mete la cabeza de una vez y vente con nosotros.
Diana se volvió con una sonrisa.
–Ya voy, esperadme.
–¿No traes una tabla? –gritó Pablo, sobre la suya.
–¿Yo? Tendrás que enseñarme si quieres que me atreva.
Aspiró hondo y se sumergió, conteniendo el impulso de salir corriendo. Cuando sacó la cabeza, sorprendió a Pablo muy cerca de ella. Se apartó el pelo de los ojos y tomó su mano para cabalgar con él sobre las olas.
–Tiremos a Tomás –propuso ella.
Desde el acantilado, Cristina escuchaba las risas como algo muy lejano. Recordaba los veranos en aquella casa de muros blanquecinos y puertas abiertas. Quedaba algo amargo en aquel paisaje tan hermoso, aunque esperaba con todas sus fuerzas que acabase desapareciendo después de tantos años.
                                                                           ***



The sun had awakened early, as Pablo had promised, and it was bathing the entire shore with rosy hues, hastily making it’s way to the crest of the waves that were crashing into the rocks. The grass was pearled with dewdrops and the seagulls were grazing over the boats. There was a magical stillness permeating the morning, broken only by the fishermen’s shouts as they arrived with their nets and by the radio that the neighbor tuned on to sing its verses to the dawn.
Harmony was the word that could best describe that greeting from the sun.
Pablo was already on the shore, cleaning his surfboard, when the rest began to come out to the terrace. He was wearing his neoprene suit and had his hair pulled back in a low ponytail. Upon seeing them, still a bit dazed from that night’s sleep, he waved his arm and clapped his hands over his head. He seemed anxious to jump into the ocean.
Thomas gulped down three pieces of toast with chocolate and ran to join him, while Fernando and the girls preferred to calmly eat their breakfast on the porch table. It was too nice of a day to disregard the small details, and relaxing by a cliff, with the sea, the sun, and a cup of fresh milk wasn’t something they could enjoy every day.
“When will the rest come?” asked Diana, absent-mindedly looking at a bee that was buzzing over the jam.
“In a couple of days. Pablo’s party will start at dusk and will finish at dawn. You know, the end-of-the-year madness.”
“Yea, I heard something like that.”
“And Pablo still doesn’t know anything?” intervened Sofia.
“He thinks it’ll just be us celebrating his birthday.”
“It’ll be a big surprise, then. If that doesn’t make him fall off his surf board, I don’t know what will!”
“You said it,” laughed Diana.
Pablo’s and Thomas’s excited cries reached them from the shore. They were dictating orders to each other and laughing hysterically when the waves caused the opponent to fall.
Diana jumped up, picked up everything she could carry and went inside the house. Shortly after, she came out barefoot with a towel over her shoulders and crossed the small forest of weeds that wrangled with the sandy beach in a couple of long strides. She dropped her towel by those of her friends and impatiently undressed herself.
The water was cold and kept her stranded on the shore for a while, with her ankles submerged and her hair standing on end. There, the smell of saltpeter was much stronger and stickier. Every once in a while, some algae would adhere to her skin like dark tattoos, and she would splash around until she managed to unstick them from her feet.
The fishermen slid their boats into the ocean and faced the waves, ready to climb over them. Their pants were rolled and their torsos were bare, showing off their almond-colored skin. The older ones demonstrated the same vitality as the younger ones, for what they lacked in physical strength they made up in experience. They immediately established control and organized themselves, each with a specific position and assignment, and turned towards the ocean. Diana walked in the direction of the departing boat, forgetting the low temperature of the water, and only waved it goodbye when it was a grey brushstroke in the great blue ocean.
But the fishermen’s boats usually leave at night, and she didn’t understand why that particular one was doing so in the morning. She thought of asking Pablo, who knew more about the customs of that coastal town, but she forgot to as soon as she heard her name, “Hey, Diana! Come on, put your head in already and join us.”
Diana turned with a smile, “I’m coming, wait for me.”
“Aren’t you bringing a board?” shouted Pablo from his.
“Me? You’ll have to teach me if you want me to even try.” She took a deep breath and submerged herself, containing the urge to run out of the water. When she popped back out, she surprised Pablo standing right next to her. Brushing her hair from her face, she took his hand to ride the waves with him.
“Let’s throw Thomas from his board,” she suggested.
From the cliff, Cristina listened to their laughter like a faint noise in the distance. She remembered the summers in that house with the white walls and the open doors. Something bitter remained in the scenic landscape, although she hoped with all her heart that it would eventually disappear after all those years.

                                  Texto traducido por: Carolina Rodríguez García.

domingo, 17 de junio de 2012

Far away


Ilustración por Blanca Rodríguez G-Guillamón
a partir del original de Victoria Francés.

Técnica: Pastel.
Fecha: 2007

jueves, 7 de junio de 2012

Falling in love


Diana lanzó un papel por la ventanilla del coche y se apresuró a cerrarla. Envuelta en la misma atmósfera musical de sus compañeros, pasó su brazo por encima del que tenía a su derecha.
Falling in love with you... –cantó.
No importaba que desafinase.
Falling in love with you... –acompañó medio segundo después Tomás.
El resto se reía, poseídos por la embriaguez de la felicidad.
Llevaban toda la mañana bordeando la costa. Incluso habían visto desperezarse al sol, con su gloriosa corona de luz que teñía el mar.
Hacía calor. Según el termómetro, 32º fuera. Aunque abrir las ventanas había sido la primera opción, el ruido del viento no les dejaba escuchar la música, ni conversar de otro modo que no fuera a gritos.
¡Adoro la playa! –exclamó Diana, abriendo los brazos hasta rozar a Cristina, que se encontraba en la ventanilla contraria–. Por fin, por fin, por fin. Qué ganas tenía de que empezase el verano.
Con su ilusión, contagiaba al resto.
Falling in love... –repitió.
Mirad, ya se ven los acantilados de los que habló Pablo –dijo Cristina, empujándose contra sus compañeros de los asientos de atrás–. ¡Hemos llegado!
La reacción fue inmediata. Menos Fernando, que conducía, empezaron a aplaudir con vehemencia.
¿Quién llevaba el regalo para Pablo?
Diana.
¿Yo?
Cristina se giró, apartándose el cinturón, para mirar por la ventanilla de atrás.
Diana, ¿qué fue lo que tiraste a la carretera?
Nada –respondió automáticamente, intentando recordar de qué era el papel.
No sería la tarjeta de felicitación, ¿no?
¡Yo no habría tirado la tarjeta! –protestó, alcanzando la mochila para rebuscar en los bolsillos–. Si me lo distéis, seguramente lo metí aquí.
Cristina se mordió el labio inferior y le dirigió una mirada nerviosa a Fernando, que la observaba por el retrovisor.
La música quedó en segundo plano, como banda sonora del viaje de verano.
Diana, cada vez más apurada, había terminado de sacar todo lo que contenía su mochila sin resultado. Empezó a murmurar por lo bajo.
Nada de histerias –advirtió Fernando–, que nos estrellamos.
Diana se giró hacia la ventanilla de atrás, como había hecho su amiga, pero hacía tiempo que había lanzado aquel papel y debía quedar muy atrás.
No lo tengo –dijo, alterada.
¿Has mirado bien? –preguntó Sofía, desde el asiento del copiloto–. Quizá se te cayese debajo del asiento.
No, no está.
¡Fernando, quita la música! –gritó Cristina.
Eh, tranquila –intervino Tomás–. Vamos a mantener la calma, ¿de acuerdo? No pasa nada.
¿Cómo que no? Habíamos pegado la tarjeta de regalo con 300 euros en la felicitación.
¿La tarjeta verde con espirales?
Esa misma.
Y Tomás soltó una carcajada.
Perfecto –bufó Cristina–. Un hombre histérico, lo que faltaba.
Tomás negó con la cabeza, muy afectado para dejar de reír. Le hizo un gesto para que tuviera paciencia y rebuscó en su bolsillo trasero. Le tendió un papel arrugado.
¡La felicitación! –clamó, exhibiéndola y comprobando que no se equivocaban.
Diana se cruzó de brazos y se apoyó contra la ventana.
Diana... –la llamó Cristina–. Perdón. Creí que te la había dado a ti.
Tomás le guiñó un ojo a Sofía y le hizo unos gestos mudos. Ella asintió y encendió de nuevo el reproductor de música.
Carraspeó para aclararse la garganta y siguió la letra. Su voz grave era muy bonita, pero acentuó su pronunciación mediocre del inglés para hacerla sonreír.
Wise men say only fools rush in... but i can't help falling in love with you...
¡Qué bonito, que Tomás se declara! –gritó Sofía, sumándose a la actuación.
Tomás se echó a reír, sin perder la letra de la canción.
Falling in love... –cantó, haciéndole una señal a Diana.
With you –terminó ella.
Dejó que Tomás la abrazara con dramatismo y le besase en la mejilla. Luego miró a Cristina y le tendió la mano, para que también ella participase de aquella explosión de alegría.
Fernando pitó con fuerza: Pablo los saludaba desde la entrada de la casa. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta y el torso tostado por las horas de sol.

lunes, 4 de junio de 2012

Niña cenicienta


Ya no hacía falta irse muy lejos. Como un pulpo gigante, la pobreza llamaba a todas las puertas. Se fortalecía cada noche, cuando se apagaba el crepúsculo y los vecinos regresaban del trabajo y de la ciudad, donde intentaban conseguir empleo. Entonces, Miriam oía los lamentos que se filtraban por las paredes, las ventanas e incluso las puertas. Su pueblo se convertía en cuna de pesadillas y desgracias, porque cada vez había más parados, más sueldos mínimos, más hambre, más llanto, más impotencia.
Y acabaría por reventar. Estaba segura de que aquella burbuja de dolor se quebraría en algún momento. Lo decían sus padres cuando escuchaban la radio en la cocina, y la vecina que dormitaba al sol bajo la ventana de su dormitorio, también lo comentaban los profesores en la escuela y su primo Rafa, que era economista.
En el bar, la televisión relataba el desgaste del sistema económico, mientras que los políticos pedían paciencia. Miriam había acompañado una vez a su primo después del almuerzo y el bombardeo de insultos que los clientes dirigían al televisor fue tal que rompió a llorar. Hasta entonces, ella sólo había sentido el frío de la tensión, pero ahora también conocía la violencia del dolor.
Al llegar a casa se subió al regazo de su padre, alterada por la impresión de ver a tantos hombres gritando.
–Papá, ¿por qué dicen cosas tan feas los hombres del bar? –preguntó, jugueteando nerviosa con su corbata.
Él levantó la vista hacia Rafa y se apresuró en calmar a la niña.
–Están enfadados –contestó, consciente de que no podía mantenerla del todo ajena–. Nadie se preocupa por ellos, aunque haya quien asegura que sí.
–Pero son grandes. Marcos trabaja en el campo y es fuerte, y Pedro es quien hace las casas.
–Todos necesitamos que nos cuiden, Miriam, hasta los que parecen invencibles.
–¿Por eso llora mamá?
Su padre la apartó para mirarla a los ojos. No quería hablar más de la cuenta, porque era seguro que la convertiría en una niña cenicienta, como la hija del mecánico, que pasaba los días sentada en un escalón con la mirada triste y el ánimo caído.
–¿Quieres que te lleve al parque? –preguntó–. Si te apetece, podemos pasar a recoger a Carmen.
Miriam asintió pegada de nuevo a su hombro. Hacía tiempo que no salía a jugar con su mejor amiga al parque. ¡Y acompañada por su padre! Era una oportunidad exquisita para pintar el gris que ahogaba a su pueblo, aunque ella misma se sentía pesada y enferma.
–Se está contagiando –escuchó que decía su padre a Rafa antes de coger las llaves y la gorra–. No vuelvas a llevarla a donde los demás. Ella es una niña... y está sufriendo por todo lo que ve.