24 años:
Apretó
la nariz contra el cristal y sacudió la mano con frenesí. Nina
sentía la garganta áspera y gruesa, y en los ojos le punzaban las
lágrimas. No le importaba lo ridícula que pudiera resultar aquella
despedida, porque solo le prestaba atención a su madre que lloraba,
a su padre que permanecía con los labios prietos, a sus hermanos que
sacudían los brazos, y a sus mejores amigos, que le gritaban frases
de suerte y lanzaban besos. Con ellos, todos sus recuerdos.
El
conductor del autobús encendió la megafonía y recordó las normas
básicas. El motor rugió, su compañero de viaje se acomodó en el
asiento y la música de una emisora de jazz se desparramó sobre los
pasajeros. Nina se tragó la pena, aunque experimentó de nuevo la
asfixia. En unas horas habría abandonado España sin billete de
vuelta.
“Volveré
como escritora”, había asegurado en el último abrazo. “No os
preocupéis por mí aunque me perdáis la pista, porque yo estaré
haciendo lo que me gusta. Voy a conocer más mundo, a más personas,
otras culturas. Tengo ganas de empezar a escribiros cartas contándoos
todas mis aventuras”.
Nina
estrechó su cuaderno rojo contra el pecho y miró atrás por última
vez. La libertad le hacía cosquillas en los dedos. Estaba a punto de
echar a volar.
34 años:
Nadie
había imaginado a Nina redonda, pero el vientre se le había
abultado tanto que ya resultaba imposible recordarla delgada.
Inclinada hacia atrás y con las manos en las caderas, recorrió el
parque hasta un banco. Se colocó su cuaderno
sobre las piernas y lo abrió. Tenía mucho que contarle a las
páginas blancas. Después de ocho meses, sabía lo suficiente para
hablar del primer embarazo. Pero escribió el nombre que recibiría
el niño y no pudo continuar.
Todavía
tenía miedo. ¿Sería capaz? Un hijo eran horas. Horas de insomnio,
de carreras, de atención... Implicaría dejar de recorrer el mundo
con su mochila y un bocadillo. Tendría que buscar un trabajo estable
y ahorrarlo todo para el bebé.
No
serían suficiente los sueños. La ilusión no iba a darles de comer.
Nina
se acarició el vientre y lloró. Siempre había deseado una familia,
pero nunca planeó quedarse sola y en cinta, a millas de distancia de
sus hermanos y sin más dinero del que precisaba para comer un par de
días.
El
mar, los atardeceres y el viento le habrían consolado en otras
circunstancias, pero todo lo bello se había empañado a sus ojos. No
le importaba la luz, y el amor le había traicionado de nuevo.
Acarició
la hoja del cuaderno y recordó su viejo convencimiento de que en el
futuro sería una gran escritora. Suspiró y garabateó su pena en el papel. Unas lágrimas que eran líneas cruzadas y negras, muy
tristes, muy solas. Dibujó hasta que se gastó el grafito. Luego
arrugó el resultado y lo lanzó hacia atrás con fuerza. Al poco, un
hombre se acercó a ella, enfadado, sacudiendo las lágrimas de
grafito.
Ninguno
de los dos sospechaba que les acababa de visitar la suerte.
84 años:
Había
esperado más de sesenta años. Nina gritó de júbilo y, por un
golpe fortuito, le envolvió una bandada de papeles escritos. Los
impulsó hacia arriba, sacudiendo los brazos como si quisiera
desplegar el vuelo, hasta que una punzada en la espalda le obligó a
contener los aspavientos. Caminó despacio hasta el sillón y se
sentó con una gran sonrisa. Allí, junto al ventanal, los
atardeceres eran mucho más espléndidos, más brillantes.
Escuchó
el revuelo de la sala contigua y se apresuró en mesarse el cabello
gris y parecer calmada. Como esperaba, al poco se abrió la puerta.
–¡El
Premio Cervantes, abuela, el Premio Cervantes!
Nina
se echó a reír, se levantó tan rápido como pudo y abrió los
brazos para que su nieta la abrazase. Juntas se tambalearon, pero la
menor restableció el equilibrio. Se disculpó por la precipitación
y dirigió a su abuela de nuevo hasta el sillón.
–Si
me ve mi madre, me corta el cuello –dijo, avergonzada–. Me
advirtió que debías guardar reposo.
–¡Reposo!
–protestó la anciana, sonriente–. ¡Y un cuerno, reposo! Es un
Premio Cervantes.
La
joven Sofía se mordió el labio, entusiasmada, y aplaudió a su
abuela. La felicidad les explotaba en la mirada.
–¡Tengo
que decírselo a mamá! Solo me enteré yo, porque escuché al hombre
que te dio la noticia. Están todos arriba, tengo que decírselo.
Sofía
abrazó a su abuela, y ella aprovechó para retenerla.
–No
te vayas todavía, princesa. Deja que se enteren más tarde, no hay
ninguna prisa. ¿Quieres que leamos juntas la carta oficial?
Nina
desbordaba ilusión. Sus manos temblorosas sostenían una hoja
salpicada de letras. Pero no eran palabras cualquiera. En ellas se
contenía mucho más que un reconocimiento. Detrás había una
carrera de amor y esfuerzo, una vida persiguiendo un sueño.
En unas pocas lineas cuentas toda una historia de un modo,que consigues implicar a quien lo lee. Me ha gustado mucho princesa, pero creo que no es necesario irse para conseguir un sueño..... besos.Pepi
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