No
podía olvidar el deseo de sus ojos cuando lo miró por primera vez.
Había corrido hasta él y, tras unos instantes indecisos, le había
invitado a pasear. En aquellos diez minutos le prometió el cielo, o
más bien se lo prometieron mutuamente sin palabras. De vez en cuando
se miraban y ella sonreía con los labios prietos. Él, con razón,
se sentía el más feliz del mundo. Por aquel flechazo, había
renunciado a todo lo que tenía: a su familia, a sus amigos, a esos
amores fatuos que le besaban y le volvían a dejar.
Se
imaginaron un futuro juntos, hasta que la muerte les separase, y se
prometieron amaneceres dulces. En diez minutos crearon un sueño,
pero a las doce, como le ocurrió a Cenicienta, ella le dijo que no
podía seguir adelante, que había un tercero de por medio y no
quería que acabasen sufriendo.
Él
la vio marchar entre señores estirados, en la nevera de los zumos
ecológicos. A su alrededor, en distintos estantes, abandonados en
una sección que no era la propia, encontró natillas de chocolate y
una chistorra.
“Así
que solo era un capricho”, pensó, mirando sus 600 gramos de Nutella
en el reflejo del cristal.
Le
había prometido todo, pero ella se había alejado, arrepentida, con
la dieta como excusa en los labios.
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