Los
gritos eran de una niña de tres años que aún no sabía hablar.
Rayada por la luz del sol y la sombra del edificio en que vivía,
sacudía los brazos para que la dejasen en paz. Se le mezclaba la
protesta con la risa y a punto estuvo de atragantarse cuando el
chorro de la manguera le impactó cerca de la boca. Sus hermanos la
perseguían por la terraza blandiendo la goma sobre las cabezas.
Hacía
tanto calor que hasta el abuelo había salido a empaparse. Con su
bañador de flores y la gorra, daba palmas en medio del gran charco.
Las carcajadas resonaban en el vecindario y algún niño se colgaba
del balcón pidiéndole a sus padres que les dejasen bajar a jugar.
Amaia
sonreía desde su habitación. Se había fijado en que Pablo de vez
en cuando desviaba la mirada hacia su ventana. Le lanzó un beso
discreto y se escondió. El día anterior, él la había buscando en
el colegio para regalarle un poema de Bécquer.
—Lo
estamos estudiando en clase —se
excusó.
Ella
había colgado el papel en su corcho y ya era capaz de recitarlo de
memoria.
Las
risas hicieron sonreír a Belén, que en el sexto piso se encargaba
de alimentar a su madre. Aunque hacía tiempo que Nerea había
perdido el habla, la hija le seguía hablando tan animosamente como
si en algún momento le fuera a responder. Explicaba que Sofía, la
pequeña que reía tan fuerte, balbuceaba tres idiomas y estaba echa
un lío.
—Pero
será una niña muy inteligente. Mira cómo juega con sus hermanos.
Tiene una alegría especial. Además parece un ángel con esos
ricitos. Es adorable y yo ya le digo a su madre que tiene mucha
suerte. Si yo hubiera tenido una hija, la habría querido como ella.
En la
última cucharada, el puré le resbaló por la barbilla. Belén le
limpió y continuó el monólogo. Mientras tanto, Sofía se levantaba
de las baldosas y Pablo aprovechaba la pausa para mirar de nuevo
hacia el hueco donde suponía a su princesa.
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