Las mejores historias son aquellas en las que nos vemos reflejados y, quizá por eso, había una joven atrapada frente a una pintura que se titulaba “El ojo de Dios”. El artista había dicho en la inauguración que el Todopoderoso se divierte y goza de las experiencias de este mundo a partir de cada una de nuestras miradas. De modo que ahí estaba Él, contemplándose a través de ella.
Antes del ojo, desfilaba una colección de diablos:
Hitler, Jack el destripador, la serpiente... Pinturas en blanco,
negro y rojo que chillaban, aullaban, todos los males que
había vomitado en ellas el pintor.
Era
una sala llena de tormentos y quizá por eso fascinaban tanto. Daba
la impresión de que, si te salpicaba uno de esos colores brillantes,
te quemarían la piel. En el centro de sus sueños y pesadillas,
estaba su creador:
—Las
personas tenemos un lado bueno y un lado malo, y a veces tratamos de
convencernos de que solo debe existir el primero. Pero la realidad es
que tenemos un mundo oscuro, muy turbio, que nadie quiere mostrar.
Ese es el que me interesa, el que está lleno de demonios.
—¿Por eso
pintas, para exhortarlos? —preguntó un hombre que había escuchado
la conversación.
—Pinto
porque los amo. Tengo ángeles, muchos ángeles, pero también muchos
demonios. La gente olvida que Lucifer fue ángel antes que demonio.
Hay que encontrar el equilibrio, pero no rechazar a uno de los dos.
—Pero se
supone que los demonios son lo peor de nosotros.
—Nuestro
lado más oscuro, sí.
—Y son el
mal.
—Bueno, sin
mal no habría bien... Si te digo la verdad, yo cada vez
quiero más a mis demonios.
Lo decía con cariño, como si hablase de algún hijo pequeño. La sonrisa le alcanzaba, incluso, los ojos. ¿Estaría riendo, al otro lado, Dios?
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