Primero
son los pasos apresurados hacia la cocina. Enchufo la tostadora, introduzco dos
rebanadas de pan de molde, saco la leche, la mermelada y la mantequilla contra
la barbilla, dos cucharadas de Nesquik, una servilleta, un plato pequeño y un
cuchillo, saltan las tostadas. Comienza el día. Abro el libro del desayuno, que
en ningún caso es el mismo que el del almuerzo, y engancho la mirada en la
última frase que leí. Doy un mordisco. Dulce. Olor a pan dorado. El calorcillo
que desprende el electrodoméstico a la derecha, el frío de la mañana de frente.
Una aventura ante mis ojos, la primera del día, que no me pertenece. Quizá un
buenos días somnoliento. Un qué tal has dormido y un que te vaya bien, nos
vemos. El último mordisco que cruje y silencio. Miro el reloj. He agotado mi
media hora. Mi tiempo. Cierro de un golpe el libro y echo a correr. No lo puedo
creer: ¿llegaré tarde de nuevo?
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