Cuando
nos separamos, me quedé muda. No quise mirar cómo, a través de la ventana, se
alejaban nuestras tardes de concierto, de lectura en un parque, de margaritas
deshojadas, de cuentos. De golpe, me cayeron encima fragmentos del verano.
Ella
no me vio llorar, pero me partía en pedazos. Debieron parecerle fríos mis ojos
cuando los suyos estaban tan nublados. “Nos vemos pasado mañana”, le había
dicho, para no reconocer que era el último abrazo. “Perfecto, pasado me viene
bien”, aceptó sin consultar su agenda. Las dos sabíamos que “pasado”, estaría a
kilómetros de mí.
Ninguna
de las dos sabemos quiénes seremos en esa cita del “pasado mañana”. Ese “mañana”
en que ella puede estar en Chile y yo en la India, o ella en Australia y yo
todavía en España; aunque su risa, tan inconfundible, la tenga siempre muy
cerca. Ella sabe, eso sí, lo que le voy a decir cuando la vea: maldito y dulce
tiempo. No hay más palabras.
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