Tenía dos opciones: o besarla, o decirle que tenía razón. Hice círculos con los dedos por detrás de la espalda. Estaba guapa gritándome. Incluso su voz sonaba más suave.
No quería pensar mucho por si me desmayaba. Ya
había ocurrido cuando tenía trece años. Sucedió la primera vez que estuve a
solas con una chica por la que sentía algo… Se me desbocó el corazón. Lo
agarré con fuerza cuando trataba de escaparse por la boca y luego me mordió la
inconsciencia. Me despertaron las risas de los demás compañeros de la clase,
que me llamaban cosas así como gallina,
flan, o, directamente, gilipollas.
A partir de entonces, robé tantos besos
que llegó un punto en que no supe dónde meterlos. Labios rojos, rosas,
marrones, morados. Labios de todos los colores. Los saboreaba para mi colección
gourmet y buscaba otros distintos; besé
tanto que en pesadillas sentí que se desgastaban los míos.
Entonces apareció ella, la gritona. Creo
que me empezó a gustar cuando le dije que la quería (como les decía a las
chicas para que me prestasen sus labios) y ella me resopló con tanta fuerza que
empecé a girar sobre mí mismo.
Lo ponía todo patas arriba con solo una
mirada: mi calma, la calle, el mundo, la galaxia. Con esos ojos, se habría
tragado hasta los agujeros negros del universo. Quizá por eso, porque yo era
capaz de sentir ese vendaval casi divino, la adoraba.
Me fijé en sus labios, en cómo se
abrían, se cerraban, se abrían, se cerraban…
—De acuerdo —musité rendido—. Tienes
razón. No te quiero.
Esperaba que alzase la barbilla, como
hacían las demás cuando obtenían la victoria, pero me saltó al cuello. Tenía,
os lo juro, las estrellas del cielo en los ojos.
—Tus ojos…
Se rió y escuché cascabeles. Parpadeé.
Mi corazón asomó por la boca. Como la otra
vez, puse todo mi esfuerzo en tragarlo de nuevo. Ella reía con dulzura, aunque
yo para entonces creía que me había convertido en elefante.
Su mirada, los cascabeles, la noche…
Cuando me besó, no supe a qué sabían sus labios, igualmente olvidé el color.
Recordé los gritos de gallina en el
patio del colegio, pero esta vez estaba despierto y nuestras bocas,
encontradas. El corazón más salvaje que nunca.
“Estoy amándote”, quise gritarle.
Sus estrellas me cegaron.
Desapareció el suelo.
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