El hombre
trató de besarla, pero ella se escabulló con una risa grácil y echó a correr
entre los árboles. La luz de la tarde era fría, casi gris, y las hojas
brillaban por los rastros de lluvia. La joven se abrazó a un tronco y se asomó
con la gracia en los ojos. Su vestido blanco parecían alas vaporosas y ella, un
ángel. Tan frágil, tan delgada, tan etérea. Él admiraba sus pasos y esa
felicidad que la envolvía entera. Y quería sentir lo mismo, quería esa risa
traviesa... La quería a ella. Quería, incluso, la melancolía de sus labios, que
parecían sonreír a la vez que lamentarse.
El sol
destelló al ocultarse y la muchacha tropezó, como si el último rayo la hubiese
debilitado. Pero se deslizó con una carcajada y el hombre no pudo dejar de
asombrarse. Su piel blanca, sus labios, sus ojos grandes... Y sus manos, su
pelo revuelto. Movido por algún resorte, clavó la rodilla en el suelo y le
extendió la mano. Inclinó la cabeza y esperó.
La risa de
ella se extendió por su mano cuando la aceptó y se sintió príncipe de la
doncella. Ella sonreía, coqueta.
“Ya eres
mía”, pensó el hombre, con una satisfacción secreta.
Despacio para
no asustarla, se aproximó a su rostro. Olía a jazmín y a lluvia. Acarició su
mejilla y se lanzó a sus labios...
El príncipe había dejado de serlo. Cayó sobre la
hojarasca, exactamente donde ella había estado unos segundos antes. Se le
enrojeció la cara y sintió el vacío de golpe, como un puño seco. Se maldijo. Había
subestimado a la inspiración.
Ilustración: Blanca Rodríguez G-Guillamón.
Técnica: Grafito.
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