Una
fiesta monstruosa. De esas que te dejan los oídos vacíos de tanta
música y una nebulosa en los ojos. Solo recordaba melenas en espiral
y brazos levantados hacia las luces parpadeantes del techo. También
el suelo lleno de cristal y la mirada perdida de las chicas con las
que bailé. Y una cruz egipcia.
Era
imposible que no hubiese estado entre la vida y la muerte aquella
noche. Los ruidos mecánicos de la música a toda pastilla y las
paredes que vibraban hasta hacer tintinear las copas. Aún sentía el
cosquilleo de la adrenalina recorriéndome el cuerpo. Tenía flashes
de aquel local oscuro que olía a tabaco y sudor.
No
sabía si había besado a aquella rubia platino o a la morena de
piercings. O a ninguna. Quizá la huella de carmín en sus labios
fuera por alguna de esas tonterías que se hacen para llamar la
atención.
Levanté
la cabeza para ver pasar a la carcajada vestida de corto y a su amiga
de plataformas gruesas. Las luces de la mañana nos desperezaba, o si
acaso nos adormilaban más. Revelaban nuestras caras sucias y los ojos
hinchados. Me apoyé en las escaleras donde había echado una
cabezada e inicié a trompicones la vuelta a casa.
A
la bella, que había bailado hasta cansarse en lo alto del escenario,
llevándose consigo las miradas de todo el local, le había
abandonado toda la magia de la noche y me entraron ganas de reír. No
sé si lo hice o no, pero mi felicidad se acabó estrellando cuando
la vi pasar. Esbelta y perfecta. La cruz egipcia en la muñeca de una
joven que conocía.
Se
detuvo delante de mí y pasó mi brazo sobre sus hombros.
Si no fuera porque apenas podía caminar, no habría dejado que su
cuerpo delgado hubiese arrastrado el mío hasta el portal de mi casa.
‒Espero
que lo hayas pasado bien ‒me dijo, apretando el porterillo y
dándose la vuelta‒. Yo sí lo he hecho.
No le contesté, porque me había pillado con la guardia baja. Tampoco se me ocurrían más que palabras huérfanas y dudo que mi lengua hubiera logrado articularlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario