Sofía
y Laura se despegaron de sus padres a la carrera. Habían visto el
arroyo donde el agua se bebía dorada y creyeron que esa mañana sus
deseos se cumplirían de verdad. Las dos hermanas se habían
acostumbrado a ignorar las advertencias de sus padres. Laura, la más
pequeña, soltó un gritito al tropezar, pero al recuperar el pasó
comenzó a reírse. Las envolvían los pájaros y el murmullo
monótono de las cigarras, y el sol atravesaba las copas de los
árboles con tanta fuerza que todo el camino parecía luz.
Con
los vaqueros llenos de tierra y la respiración entrecortada, las
niñas alcanzaron la fuente de piedra. En ese punto, tenían un
ritual. Sofía arrancaba alguna hoja grande del suelo y la limpiaba
en su camiseta, luego ocultaba con ella su rostro y murmuraba un
deseo. Laura la imitaba, sin dejar de mirarla de reojo, y las dos
introducían sus hojas en el agua brillante del manantial.
Decían
que el agua era mágica porque en ella incidía especialmente el sol.
Los rayos bailaban y saltaban, salpicando de fantasía la imaginación
de las hermanas.
–Yo
seré una princesa –aplaudió Laura–, y viviré en un castillo
muy grande y muy bonito.
–Pues
yo viajaré por todo el mundo –exclamó la mayor.
Las
dos se rieron y aplaudieron, atentas a cómo sus hojas se unían a la
danza de destellos.
Laura
cerró los ojos y apretó los labios, con la sonrisilla jugueteando
en las comisuras. Y Sofía, imaginándose en los colores de la India,
en las playas de Australia o en la sabana africana, se puso a saltar
con los brazos extendidos. El corazón les palpitaba con un sueño.
"Pues yo viajaré por todo el mundo" dije yo cuando era niño. Y es que no dejamos de ser niños, Blanca.
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