Diana
estaba temblando. Se había dado cuenta de que él llevaba un rato
observándola; sentado dos bancos más allá, con un periódico
extendido y una media sonrisa. Ella sabía por qué la buscaba y
tenía miedo. Se levanto bruscamente y echó a andar, pero comprobó
por el rabillo del ojo que él la seguía sin dejar de mirarla.
Apretó
el paso.
Se
volvió varias veces.
Echó
a correr. Resonaron sus tacones.
Él
no se apartó de su espalda.
Diana
vio cómo extendía el brazo para agarrarla, y gritó con todas sus
fuerzas.
La
mano de él se quedó a medio camino.
Cuando
volvió a girarse, vio el destello de un arma afilada.
La
joven sentía el sudor frío y una asfixia creciente en el pecho;
empezó a marearse. Recordó su boda, su vestido blanco, su ilusión,
su inocencia... Y le sobrevino una arcada por todos los recuerdos que
venían después. Las mentiras, los golpes, el control... Diana se
arrodilló ante el desconocido con las manos apretadas.
–No,
no, no, por favor –suplicó–. Otra
vez más no, por favor.
Pero
él no se detuvo. Le tapó los ojos con una mano y con la otra, le
clavó la flecha en el corazón.
Pintura de Adolphe Bouguereau (1880)
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