¿Te atreves a soñar?

martes, 3 de mayo de 2011

Desde su ventana

La trampilla los ahogó en la oscuridad. El anciano hizo un último esfuerzo y coronó la escalerilla. A tientas buscó el interruptor de la luz.
¿Cuánto hace que no subís aquí? La bombilla acaba de reventar.
Descorre las cortinas –le sugirió su hijo desde abajo –. La buhardilla está tal y como lo dejamos antes de marcharnos.
El anciano gruñó antes de aventurar sus primeros pasos hacia los ventanales. Cerró el puño alrededor de las telas y tiró. Tuvo que cerrar los ojos ante la repentina cascada de luz pese a los oscuros nubarrones de lluvia. Oyó como su hijo empujaba las cajas y gritaba a sus hermanos para que les pasasen el resto. Luego pensó en la guerra y el cambio que había operado en sus vidas. Nada había vuelto a ser lo mismo. Ni siquiera ahora, que habían decidido retomar su historia donde la sesgaron. La enfermedad, la escasez, la muerte... habían conocido muchos de los males de los que sólo habían oído hablar en las novelas, y les habían imprimido una huella imborrable.
¿Por qué no ayudas a tu hermano mayor? Está allí, junto al establo –señaló el hombre.
Habíamos quedado en que Janek y yo nos encargábamos de las cajas.
Id con él, yo termino lo que queda.
Pero hay que subirlas y la escalerilla está peligrosa.
A cosas peores me he enfrentado. Vamos, y de paso avisa a tu esposa de que los niños están jugando cerca del río.
El anciano empujó a su hijo con impaciencia.
Vamos –insistió.
Sólo cuando dejó de oír sus pasos dejó escapar una lágrima. No había podido aguantar la emoción que le producía aquel encuentro. Allí, en la buhardilla, había tantos recuerdos olvidados. Sin embargo, había uno que le quemaba sobre el resto. Era aquella ventana. Una ventana que aún no se había atrevido a desvelar, de un tamaño mucho más pequeño que el de las otras dos y con cristales amarillos. Era su ventana, aún sentía que le pertenecía.
Arrastró los pies hasta ella y se arrodilló. ¿Seguiría escondiendo todos sus secretos? Cerró los ojos y arrancó los cortinajes. Cuando los abrió, tuvo que contener su sorpresa.
Una niña vestida de blanco corría por el jardín de la casa vecina. Estaba un poco lejos, pero sabía que llevaba fresas en su cesta. De vez en cuando se agachaba y recogía algo de la tierra, se giraba para mostrárselo a su madre, y seguía caminando. Sus ojos azules brillaban con el sol y sus bucles dorados botaban como muelles sobre sus hombros. Parecía cantar una canción popular polaca, de las primeras que se aprenden en la escuela, y disfrutar del cielo, aún limpio de aviones.
El hombre se arrastró por el suelo para verla mejor, hasta tocar el cristal con su nariz. Parecía un ángel de luz, dulce y hermosa, aunque sabía que el cristal amarillo incrementaba esa percepción. De repente, observó que se volvía hacia su ventana. Permaneció un momento sin moverse, sólo mirándole, luego soltó una corta carcajada, le saludó con la mano y echó a correr hacia su casa.
El anciano golpeó el cristal, tratando de captar su atención, pero ella ya había desaparecido.
¿Papá? –gritó uno de sus hijos desde el piso inferior.
El hombre ocultó su rostro con una de las manos y contuvo el sollozo. Sentía que se volvía a abrir el canal de los recuerdos.
¿Papá? Ya está preparada la comida. Estamos todos en la mesa.
Enseguida bajo.
Cogió aire e impulso y se levantó. Sopesó la posibilidad de volver a cerrar la ventana, pero sabía que entonces no estaría del todo en paz. Era hora de disfrutar de sus secretos sin miedo a mirar atrás.
Su familia le esperaba alrededor de la antigua mesa del comedor. Se sentó en la cabecera y bendijo, agradeciendo la vuelta a su verdadero hogar. Luego empezaron el almuerzo y las conversaciones giraron irremediablemente hacia sus vidas allí.
Teníamos veintiocho, veintitrés y veintidós años cuando nos marchamos de aquí, ¿verdad, papá?
Sí.
¿Cuánto hacía que vivíais aquí mamá y tú? –preguntó el menor.
El hombre sopesó la pregunta.
–Cuarenta y siete años.
¿Qué? –inquirió el mayor, sorprendido.
Ella era mi vecina. Desde los nueve o diez años crecimos juntos.

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