Carlota siempre había querido un perro. Un perro blanco y peludo, simpático, que agitase la cola cuando le diera de comer. Quería un perro que jugase con ella a la pelota, a las muñecas y a construir castillos de arena. Pasearían por las mañanas y después del almuerzo. Por la tarde, lo llevaría a la playa y tratarían de esquivar las olas. Carlota imaginó a Lucero en mil ocasiones. Tenía un nombre, un cuenco de plástico para el agua y un cesto junto a su cama. En el parque, Carlota se detenía para acariciar a los animales y lanzarles alguna ramita seca. Después corría junto a su madre para convencerla de que le comprase un perro. Carlota no dormía, ni jugaba con las otras niñas, sólo comía cuando tenía verdadera hambre y se pasaba los días tirada en el suelo imaginando a su perro.
Alertados por su comportamiento, sus padres decidieron satisfacer su deseo. Fueron a una tienda de animales domésticos y eligieron a un perro pequeño, blanco y peludo. Aquella misma tarde, reunieron a Carlota en el salón y le entregaron su regalo. Ella, entusiasmada, abrió el paquete rasgando el papel y se quedó mirando al cachorro con sorpresa. Durante unos minutos no pudo dejar de sonreír. Luego, lo devolvió a la caja y dijo con desilusión:
–Éste no es Lucero.
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