¿Te atreves a soñar?

martes, 15 de marzo de 2011

El faro

Ignacio Baena se acercó al borde del muelle y se asomó al mar. En el horizonte distinguió algunos barcos pesqueros y tres veleros de competición. Sonrió, aunque sus labios los ocultaba una espesa barba gris, mientras recordaba su primera navegación.
Ayúdame a subirme a la barandilla, abuelo –gritó Juan, que saltaba a su lado con impaciencia.
Juan tenía cinco años y un lunar grande en el cuello, como su abuelo. Desde hacia un año, todos los días lo acompañaba en sus paseos junto al mar. El niño sabía que Ignacio Baena era un hombre extraño. Éso era lo que le decían los vecinos. Un hombre solitario, misterioso, soñador... en definitiva, un viejo lobo de mar. Él se limitaba a reírse y, de vez en cuando, les propinaba algún golpe en el hombro, restándole importancia.
¡Súbeme, que quiero saludar a los peces! –protestó el pequeño, tirándole del pantalón.
El hombre lo cogió en brazos y lo sentó en la baranda del muelle.
Ten cuidado de no caerte.
Juan permaneció en silencio, esperando las acostumbradas charlas de su abuelo. Todos los días le contaba alguna historia nueva, anécdotas de sus días de marino o temas trascendentales para los que otro adulto le habría considerado “demasiado pequeño”. Pero su abuelo era diferente. Él le hablaba de la vida y la muerte, del amor, de sus viajes e, incluso, de sirenas y otros seres mitológicos.
¿Ves aquella luz de allí?
Juan agitó la cabeza, sabía que su abuelo ya había elegido el tema.
Es el faro.
El faro –repitió el niño, sonriendo.
Sirve para orientar a los barcos cuando oscurece. Cada ciudad tiene un faro.
El anciano se apoyó en la barandilla.
También las personas tienen uno –continuó –. Todos tenemos un guía.
Juan asintió, con el semblante serio, nunca dudaba de sus palabras. Esperó, con la mirada clavada en una embarcación pequeña e inundada de peces, pero su abuelo no dijo nada más. Había cerrado los ojos y escuchaba el latido del mar. “Es suave y tormentoso, y dulce y salado”, así lo había descrito tiempo atrás. Juan lo recordaba a menudo y trataba de escuchar ese palpitar, pero nunca lo conseguía.
Había días en los que el anciano hablaba durante horas, a veces sin parar. Otras, se limitaba a recitar alguna frase célebre o, como aquella vez, filosofaba sin ir más allá. Juan había aprendido a respetar sus silencios e interpretar su humor.
¿El faro se ve desde lejos? –preguntó Juan, con cierta timidez.
Depende.
¿Desde casa?
No, desde allí no.
¿Mamá y papá también tienen un faro?
Todos tenemos un faro.
¿Distinto?
Así es.
Juan se apoyó en la baranda y saltó sobre el tablado. Se colgó de las maderas y levantó la vista hacia su abuelo, pensativo.
¿Y cuál es tu faro? –preguntó al cabo.
¿Mi faro? –el anciano lo miró sorprendido, no se esperaba en absoluto aquella pregunta –. Pues... mi faro. No lo sé.
Su faro siempre había sido su mujer, Mercedes, pero ella ya no estaba allí. Se acarició la barba, confundido. No se había detenido a pensarlo desde la muerte de su esposa.
Mi faro... –repitió, como poco antes había hecho su nieto.
Juan se había agachado dos metros más allá y jugaba a recoger algas adheridas a los bordes del muelle. Tarareaba una canción de mar y, de vez en cuando, escupía al agua. Ignacio Baena no pudo evitar sonreír al recordar su infancia.
Mi faro es el mar –dijo, aunque sabía que el pequeño hacía tiempo que había dejado de escucharle.


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