El
sol era el rey infinito del desierto. El único que se orientaba, el
único que no necesitaba nada para sobrevivir, el único que podía
escapar del mar de dunas ardientes sin agotarse, ni enloquecer, ni
morir en el intento.
–¡Leyre,
sigue caminando! –gritó el egipcio, sin fuerzas para volver sobre
sus pasos–. No falta mucho.
Pero
ella tropezó, se restregó contra la arena y gimoteó. Tenía los
pies quemados y las sandalias le dolían. Escupió en sus manos antes
de rascarse la cara, luego se sacudió el pelo y gritó.
Llevaban
más de una semana zigzagueando entre montañas de arena, dos días
sin agua y cuatro de espejismos constantes. Zarid había asegurado
que conocía el desierto, pero cada día hablaba menos y Leyre
sospechaba que su suerte estaba a juicio de un paraje inhóspito.
La
joven se tumbó en la arena, boca arriba, con los brazos extendidos
en cruz y los ojos cerrados. Solo quería esperar. Ella llegaría en
cualquier momento. La muerte era piadosa con quienes se perdían en
aquel laberinto cambiante e inmenso.
–¡Leyre!
–insistió Zarid, apoyándose en sus rodillas para no desplomarse.
Pero
Leyre se había rendido.
–Seguiré
sin ti si no te levantas –amenazó él, cansado.
Y
sus palabras las quemó el aire seco y el sol ardiente. Cayó, como
había hecho Leyre, con el corazón golpeándole el pecho con
velocidad; quería huir de su cuerpo derrotado.
–Levántate
–murmuró, antes de cerrar los ojos.
No
hubo eco. No hubo lágrimas ni dolor, solo agotamiento. Leyre se
olvidó de Zarid y el egipcio se olvidó de la española. Querían
escuchar el silencio. Sabían que la muerte acabaría compadeciéndose
de aquel letargo, y no tenían miedo. No sentían nada más que su
corazón desbocado y su respiración perezosa.
Entonces,
cuando los dos estaban preparados para el último aliento, Leyre
recordó que no debía abandonarse de aquella forma y abrió los
ojos. Parpadeó y se retorció por la luz.
–Za...
–susurró.
Su
boca seca no tenía para palabras. Se incorporó, aturdida por el
dolor de cabeza, y se arrastró hasta su amigo. La arena punzaba y
sus manos le parecían agujereadas. Zarandeó el cuerpo del joven y
lo abofeteó hasta que reaccionó. Zarid abrió los ojos, pero no se
movió ni dijo nada.
El
sol era un rey tirano.
La
chica abrazó a su amigo y le rozó la mejilla con los labios. Le
picó su barba, pero aquella cercanía los reconfortó.
“No
te rindas”, articuló.
Zarid
sonrió, pero le pesaban los brazos, las piernas, los párpados.
Leyre
lo agitó.
Él
era fuerte.
Él
no podía dormirse.
Zarid
se levantó.
–Sigue
caminando, Leyre –dijo, arrastrando las palabras–. Ya veo la
ciudad.
La
joven buscó en el horizonte.
–No
hay ciudad.
–Sí,
yo la veo.
Leyre
sonrió con amargura.
–Podemos
inventarla –accedió.
Se
acarició la garganta y tragó saliva. Necesitaba mucha saliva y
mucha voluntad.
–Nuestra
ciudad tendrá un bosque frondoso y húmedo –comenzó.
Zarid
se rió, aunque resultó un leve gorgoreo, e interrumpió:
–Como
el de Ecuador.
–Sí,
como aquel que visitamos en Ecuador.
–Y
un iglú como el de Laponia –sugirió Zarid, recordando la noche
que durmieron en una casa de hielo–. Para que no pasemos calor.
–Nada
de calor.
–¿Y
mar? A ti te gusta.
–Habrá
un mar revoltoso como el de Asturias.
–Bien,
y muchas palmeras –agregó él.
–Muchas,
sí. También una sabana de elefantes.
–¿Te
gustan los elefantes?
Leyre
se encogió de hombros.
–Tengo
una amiga a la que le encantan... y querré invitarla alguna vez
–dijo.
–Entonces
también habrá iguanas.
–Habrá
iguanas –aceptó la joven.
Y
de esa forma, sentados en la arena con las manos juntas y tratando de
mantenerse despiertos, los despidió el sol. El gran monarca los
abandonaba con incertidumbre; no sabría hasta el día siguiente si
aquellos amigos llegaron a alcanzar la ciudad o se quedaron tan
cerca, a sus puertas, soñando.
Muy bonito,casi sientes la arena en la garganta al leerlo.Bien Blanca.Besos.Pepi
ResponderEliminarGracias, Pepi. Muchos besos! :)
Eliminar:-) me encantas. Me ha hecho mucha ilusion :-) .
ResponderEliminarFdo.: la mujer elefante.