¿Te atreves a soñar?

lunes, 4 de junio de 2012

Niña cenicienta


Ya no hacía falta irse muy lejos. Como un pulpo gigante, la pobreza llamaba a todas las puertas. Se fortalecía cada noche, cuando se apagaba el crepúsculo y los vecinos regresaban del trabajo y de la ciudad, donde intentaban conseguir empleo. Entonces, Miriam oía los lamentos que se filtraban por las paredes, las ventanas e incluso las puertas. Su pueblo se convertía en cuna de pesadillas y desgracias, porque cada vez había más parados, más sueldos mínimos, más hambre, más llanto, más impotencia.
Y acabaría por reventar. Estaba segura de que aquella burbuja de dolor se quebraría en algún momento. Lo decían sus padres cuando escuchaban la radio en la cocina, y la vecina que dormitaba al sol bajo la ventana de su dormitorio, también lo comentaban los profesores en la escuela y su primo Rafa, que era economista.
En el bar, la televisión relataba el desgaste del sistema económico, mientras que los políticos pedían paciencia. Miriam había acompañado una vez a su primo después del almuerzo y el bombardeo de insultos que los clientes dirigían al televisor fue tal que rompió a llorar. Hasta entonces, ella sólo había sentido el frío de la tensión, pero ahora también conocía la violencia del dolor.
Al llegar a casa se subió al regazo de su padre, alterada por la impresión de ver a tantos hombres gritando.
–Papá, ¿por qué dicen cosas tan feas los hombres del bar? –preguntó, jugueteando nerviosa con su corbata.
Él levantó la vista hacia Rafa y se apresuró en calmar a la niña.
–Están enfadados –contestó, consciente de que no podía mantenerla del todo ajena–. Nadie se preocupa por ellos, aunque haya quien asegura que sí.
–Pero son grandes. Marcos trabaja en el campo y es fuerte, y Pedro es quien hace las casas.
–Todos necesitamos que nos cuiden, Miriam, hasta los que parecen invencibles.
–¿Por eso llora mamá?
Su padre la apartó para mirarla a los ojos. No quería hablar más de la cuenta, porque era seguro que la convertiría en una niña cenicienta, como la hija del mecánico, que pasaba los días sentada en un escalón con la mirada triste y el ánimo caído.
–¿Quieres que te lleve al parque? –preguntó–. Si te apetece, podemos pasar a recoger a Carmen.
Miriam asintió pegada de nuevo a su hombro. Hacía tiempo que no salía a jugar con su mejor amiga al parque. ¡Y acompañada por su padre! Era una oportunidad exquisita para pintar el gris que ahogaba a su pueblo, aunque ella misma se sentía pesada y enferma.
–Se está contagiando –escuchó que decía su padre a Rafa antes de coger las llaves y la gorra–. No vuelvas a llevarla a donde los demás. Ella es una niña... y está sufriendo por todo lo que ve.

4 comentarios:

  1. Qué bonito!! es muy real,los niños se dan cuenta de todo. Me ha encantado. Besos de todos.

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  2. Muy chulo el relato. Mis felicitaciones, Blanca :)

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  3. Por desgracia lo que has escrito es pura realidad, es lo que está pasando. Y sí, tienes razón, estamos contagiando nuestra tristeza a nuestros hijos.Gracias por aconsejarme leer de nuevo ésto, que ya publicaste en verano. La sonrisa de nuestros hijos no tiene precio, y si no conseguimos sobreponernos, nos quedaremos sin ellas.
    Un beso.

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    1. Las sonrisas son muy frágiles, pero uno de nuestros grandes tesoros. Si las perdemos por todo lo malo que nos rodea, acabaremos enfermando de tanto mal.
      Me alegro de que te haya gustado, y gracias a ti.

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