Lo apartó con
asco, como si fuera un bicho. Apenas acababa de alumbrarle y ya sabía que no lo
quería en sus brazos. Ni siquiera cerca. Tan lejos como no pudiera mirarlo. El
recién nacido, de nombre Leo Forrest, tenía Síndrome de Down.
La historia
del pequeño Forrest es la de tantos otros. Niños que, aún en el siglo XXI y aún
en un continente que presume de cordura, son rechazados por nacer con un
cromosoma de más, el 21. Su recién
estrenada vida ha saltado a las redes por la decisión de su padre, que se
divorció de su esposa cuando le hizo escoger entre ambos.
En Armenia,
al parecer, un trastorno semejante es una vergüenza. O eso, según The Daily
Mail, defendió la madre. Yo no puedo dejar de alegrarme por ese “sí quiero”
que Samuel Forrest le dio a su hijo; monstruoso para algunos, pero precioso para él.
Qué inocente
si creía que la sociedad había aprendido a entender. Esta historia me recuerda
a las de medio siglo atrás, cuando los niños Down proferían gritos sin palabras
entre los barrotes del balcón porque no les habían enseñado a hablar. Sacudían sus brazos hacia quienes jugaban en la
acera, condenados a la vergüenza de su propia familia, recluidos en una
habitación. Me contaron, porque yo ese tiempo no lo viví, que los demás niños
apretaban el paso para no verlo, para no escuchar su voz, con miedo.
De modo que,
aunque me pese, un Síndrome de Down sigue siendo un “cuánto lo siento”, un
“pobrecito”, un “no lo quiero”. No me gusta preguntarme por qué cada vez me
cruzo con menos. Pero me lo pregunto. Lo hago porque aún tengo fresca la
solución del filósofo y biólogo Richard Dawkins: “Abórtalo e inténtalo de
nuevo. Sería inmoral traerlo a este mundo si tienes la elección”.
Samuel Forrest es
inmoral por elegir a Leo. Aún más por no abandonarlo y concebir un nuevo hijo.
Pero eso será para Dawkins. Yo me quedo con la imagen del bebé de ojos
apretados en sus brazos. Con esa mirada de reto y amor.
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