Tenía
aborrecida la sonrisa desde que se divorció. Le habían llovido encima las
desgracias al mismo tiempo: la enfermedad de su hija y el engaño de su marido.
No le quedaban ni ganas ni fuerzas para vivir, por eso le molestaba
infinitamente la simpatía del dependiente de la cafetería donde desayunaba. Le
servía con una mirada cálida y las comisuras hacia arriba. “Qué buena cara le veo”, solía acompañar al café.
Aquella
atención la enfadaba sobremanera.
En la
oficina, en cambio, descansaba. Sus compañeros conocían la historia y la
obviaban cuando pasaban a su lado por las mañanas. No risas. No propuestas de
fines de semana. No copas al terminar. Entre ella y los demás, el silencio.
Pasaba el día
entre papeles, hasta que a las cinco conducía para llevar a su pequeña Marta a
clases de natación. El gorro, las gafas, el bañador, la toalla... Repasaba el
equipo tres veces. Lo sacaba todo, lo volvía a meter. Que no faltase nada. Que
lo tuviera todo.
Luego
merendaban juntas en la cafetería del señor sonriente, el mismo de los
desayunos. Era la que tenían debajo de casa y donde Marta se encontraba con
Laura, su amiga del colegio. Las observaba removiendo la cucharilla en una taza
vacía, intentando dejar en aquellas vueltas sus preocupaciones.
—¿Quiere
leer el periódico?
Otra vez el
señor sonriente.
La mujer lo
rechazó con educación.
Su hija Marta
había sufrido una parálisis cerebral y ahora enfrentaba las secuelas. Tardó
tres años en volver a hablar, aunque lo hacía con torpeza, y caminaba con ayuda
de un andador. Su recuperación había costado una fortuna y un divorcio, pero su
madre se repetía que había merecido la pena.
De desayunar,
siempre tostada y café. En la comida, ensalada y fruta. Por la noche tocaban
verduras para compensar las grasas de la merienda. Para el colegio, Marta con
coleta. Para estar en casa, Marta con coleta. Los fines de semana, Marta con
coleta. El psicólogo le había aconsejado una rutina. Ella la cumplía a
rajatabla. Había asumido que la vida era gris. Quizá por eso, la mañana en que
formalizó el final de su matrimonio fue tan brusca con el hombre de la
cafetería.
—Que
pase un buen día —le deseó el de la sonrisa.
Lo
atravesó con una mirada furiosa.
—Lo
pasará usted en su burbuja rosa.
Pensó
que la ofensa había sido suficiente, pero los desayunos continuaron acompañados
de la sonrisa. No se preguntó, algunas semanas después, por qué el hombre
sonriente no estaba detrás del mostrador. Sólo la madre de Laura, también
dependienta, sabía que, después de diez años luchando, acababa de fallecer su
esposa.
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