Hasta que lo vi, no creí que andar sin mirar lo que te rodea fuera posible. Empujó la puerta del restaurante con el hombro y entró con los ojos pendientes de una consola. Se plantó en la entrada mientras sus padres pedían la reserva. Primero fue una mueca, a la que siguió un gruñido bajo. Luego, una patada fuerte y un grito. Me dieron un codazo para que no perdiera detalle, pero desde el principio sabía que iba a ser imposible.
Como si hubiera pedido un favor educadamente, en lugar de enfurecerse y despertar el interés de todos los clientes, sus padres le sonrieron y le indicaron la mesa asignada. El niño obedeció sin despegar los labios y, nada más sentarse, reinició la partida. Sus ojos, que parecían dotados de la velocidad de la luz, recorrían la pantalla sin distraerse con lo que sucedía a su alrededor.
Sus padres tomaron asiento e iniciaron una conversación, ignorando sus gruñidos cada vez más frecuentes. De vez en cuando lo miraban y su padre le revolvía el pelo. Él no se movía, aunque alguna vez respondió con un cabezazo. Les sirvieron los platos y el niño no abandonó el juego. Entre porción y porción de pizza, pulsaba los botones con ansiedad. Pero ni una vez insistieron sus padres para que participase en la conversación, ni le retiraron el juguete.
Aquel día el niño no se dio cuenta de que la luz invadía el restaurante con el color brillante del verano, ni que detrás de él un grupo de amigos alzaban sus cervezas por los viejos tiempos y reían contagiados por la emoción. Tampoco, estoy segura, se percató del hombrecillo que había entrado repartiendo lotería con un sombrero pirata y un falso loro sobre el hombro para llamar la atención. Quizá ni supiese de qué color vestían sus padres, ni cuál era el motivo de las caricias que recibía. Sentí una gran pena por aquel niño, que con tal indiferencia rechazaba los detalles que embellecen la vida, pero aún compadecí más a sus padres, que no habían sido capaces de enseñarles que la vida es una sorpresa constante.