Había tres cabinas transparentes. La primera la ocupaba una chica que se ataba los zapatos. Las otras dos, jóvenes atentos a una pantalla.
Los descubrimos, solo era evidente en diagonal, con un micrófono en la mano y los auriculares dictandole las notas de una canción de pop china.
Y aunque sus espaldas no dejaban de ser escaparate para los transeúntes, habían logrado desaparecer por unos minutos del laberíntico metro en hora punta.
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