¿Te atreves a soñar?

jueves, 9 de junio de 2011

Un ángel escondido entre armas

–Fue hace tiempo, en un rincón escondido –me confesó el coronel –. Se acercó, tímida, y rozó sus labios con los míos. Sus ojos azules destellaron y cayó la primera lágrima. Era dulce e inocente, una rosa que acababa de extender sus pétalos. Luego, quedaría bonito decir que escapó, pero no todo podía ser tan perfecto.
Me fijé en el temblor de sus labios y crucé los dedos tras la espalda. Si lloraba, yo me rendiría con él. Aferró con fuerza el fusil y acarició el gatillo, con extrema delicadeza.
–Era apenas una niña... acababa de cumplir los quince. Huérfana de nacimiento, se había criado en la cocina del regimiento. Susana, la encargada de la cocina, la había ocultado de miradas indiscretas y nadie supo de su existencia hasta que yo la encontré. Parecía un ángel asustado, allí, escondida entre las armas. Yo sabía que me llevaba observando algún tiempo, pero simulé no darme cuenta... hasta que el deseo pudo con mi voluntad.
Cerró los ojos y se los frotó con el dorso de la mano. Su narración cada vez era más pausada.
–Era tan hermosa...
Llené de agua uno de los vasos que habían dispuesto sobre la mesa y se lo ofrecí. No bebió, pero lo mantuvo apoyado sobre la rodilla contraria en la que descansaba el fusil. Estaba impaciente por conocer el final, pero sabía que era una imprudencia presionarle.
–Durante una semana no se separó de mi lado. Yo terminaba los turnos lo antes posible y me escapaba para visitarla, pero era consciente de que me había enamorado de una niña con la que jamás tendría ninguna oportunidad. El capitán general no tardó mucho en descubrirlo y me avisó. Me dijo que ella debía marcharse de allí o encerrarse en la cocina con su tutora, sin que yo la volviera a ver. Estuve de acuerdo, al fin y al cabo, había sido yo quien había elegido pertenecer al regimiento en cuerpo y alma. Pero cuando lo asumí era ya demasiado tarde... El escándalo se había propagado entre los militares. Era una época dura, en la que nos entrenaban a matar y en la que esa misma suerte era nuestro castigo.
Su mirada se dirigió de nuevo al fusil y un escalofrío me recorrió la espalda. Me cubrí la boca con las manos y esperé, horrorizada.
–Así fue –asintió, con gran pesar –. Así fue, exactamente. Me besó con ternura cuando adivinó su destino y, sin decirme nada, cogió el fusil... y se mató.

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