Ella
me acompañaba a la estación y, por eso, acudimos a Cercanías con un tren de
diferencia. Nos sentamos en la dirección vacía. Miré
el reloj.
—Mierda.
—¿Qué
hora es?
—Se
me ha vuelto a parar. Ya me extrañaba que funcionase.
—Entonces
es verdad que no eran las pilas.
La
aguja larga se había detenido a menos diez, probablemente al tiempo que
bajábamos al túnel de las vías. Decidí que lo llevaría a arreglar cuando llegase
a mi otra casa. Se me contraía el corazón al pensar que me marchaba; el corazón
y la tripa, en realidad todo el cuerpo.
La
miré a ella, que callaba mejor, y pensé que tendríamos por delante muchos
días sin vernos.
¿Qué
voy a decir de mis últimos pasos? Que compramos un bocadillo porque había
olvidado el mío en la encimera de la cocina y que la despedí rápido porque me entraban ganas
de llorar. Creo que de todas formas lo hice, pero con tanta discreción que
podía parecer una mota de polvo en el ojo.
Me
senté en el tren definitivo, ¡qué difícil no correr de vuelta!, y miré el reloj.
—Mierda.
La
aguja perezosa había empezado a contar de nuevo.