Cuando
eres un niño, tus sueños son tan grandes como capaz seas de
extender los brazos. Pregúntale a un niño que mida lo abstracto, y
te dirá “así”, con los brazos abiertos y esforzándose por
estirarlos aún más. Para ellos todo es posible. Da igual que sea
difícil, ellos creerán que pueden lograrlo.
A
Disney le han echado la culpa de que las niñas sueñen con príncipes
azules y a las Barbies, que quieran tener un cuerpo perfecto. Pero,
¿por qué? Si no es Disney, lo serán las comedias románticas
americanas, o las canciones de amores realizados. Y si no es Barbie,
lo será alguna modelo retocada. Siempre habrá algo para excusar
nuestros sueños y que alimente nuestra insatisfacción. Pero es que Disney y Barbie, y todas esas películas y todas esas canciones, son los sueños de quienes los crearon. Quizá el problema no es de otros, sino nuestro. ¿Por qué no conocernos antes de seguir soñando?
Para
que un deseo no nos destruya, hay que saber que hay “momentos” y
“momentos”, que no siempre te va a hacer caso el chico o la chica
que te gusta, ni las estrellas van a conspirar por ti cuando más lo
necesitas (Paulo Coelho, el Universo a veces se despista). No siempre
lo bueno espanta a lo malo, y la mentira puede corromper amistades.
Las
personas no somos perfectas, pero “somos”, que no es poco. Así
que sepamos cuáles son nuestros puntos fuertes y cuáles nuestros
puntos débiles. Conozcámonos antes de que nos conozca el fracaso. Y
si ya hemos caído, coloquemos esa piedra en un estante y sigamos
andando.
Es
mucho más fácil soñar cuando eres niño, cuando todo te parece
infinito y puro. Pero podemos volver a ser niños que corren
descalzos, sonríen sin miedo y estiran los brazos como si quisieran
llegar al cielo.
Un
adulto sueña distinto, por supuesto que sí, pero tiene la ventaja
de conocer la parte más racional del camino. Ser prácticos no es un
límite, es una oportunidad. Las metas pueden ser gigantes; siempre somos un poco niños.
Imágenes: Alba Soler.
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