Se resistía a
venderla, tan hermosa que era. Rodeó la mesa de herramientas y ocupó un
improvisado asiento de mármol. Desde allí podría contemplarla sin que le viera.
Había noches en que le despertaba su grito de ayuda y se apresuraba en socorrerla,
pero nunca llegaba a tiempo. No podía dejarla marchar, por mucho que estuviese
prometida a otro. Scipiano tendría que esperar. Quizá podía ofrecerle otra
muchacha. Había algunas hermosísimas, tan puras como Dafne. Pero ella era
sagrada, pensaba Gian Lorenzo mientras la observaba en la oscuridad. Dafne era
perfecta. Ni siquiera la merecía un dios. Con ella no había horas. El tiempo
corría, más veloz que nunca, y cuando alguien le sacaba del ensimismamiento, ya
era la hora de comer, o de dormir incluso.
—¿Se encuentra
bien, maestro?
Gian Lorenzo
levantó la mirada, sobresaltado. François le miraba desde la puerta del taller.
Se recompuso de inmediato.
—Esperadme
unos minutos. En seguida estoy con vosotros.
—¿Puedo ver su
obra, señor?
Bernini
asintió con una sonrisa espontánea.
—No tenga
miedo, François —dijo, tomando su muñeca para colocarle la mano sobre la piel
de la ninfa—. Está a punto de convertirse en árbol.
Pero François
no fue capaz de responder. Sus dedos temblaron al recorrer aquella piel suave y
blanca. Quería abrazar a la joven y prometerle que estaría a salvo.
Discretamente se llevó la mano al pecho. ¿Podría haber sido capaz Eros de
clavarle una de sus flechas de oro? El maestro le agarró del hombro para
separarle de Dafne y entonces lo entendió; él era el verdadero Apolo.
Apolo y Dafne, G. L. Bernini |
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