Primero
fueron unas antenas verdes. Se mecían hacia delante y hacia atrás,
a contracorriente y a favor del viento, electrificándose cada vez
que rozaba con algún objeto. Luego fueron unos ojos grandes, una
decena, para ser exactos, que se agrupaban sobre una masa viscosa que
parecía que fuera a explotar.
Pisé
el freno del coche bruscamente. Inconsciente. Olvidando los
retrovisores. Por suerte, solo me seguía una bicicleta que me
esquivó a tiempo. La adrenalina se descargaba en mis venas, como las
palabras de mi hermano lo hacían en mi mente: “Estás loca. Estás
enferma. Visita un psicólogo o mando a que te encierren en el
psiquiátrico”.
En
un psiquiátrico, escuela de gritos, desvarío y maltrato. Esa era
mi idea del único centro de la ciudad. Pobretón, construido en una
finca abandonada, lejos de todo.
Me
asomé por la ventanilla del vehículo, con los pies sobre los
pedales para arrancar rápido si hacía falta, porque había visto un
ser extraño. ¿Un extraterrestre? Podía ser. ¿Qué científico
había probado que no existía vida fuera de nuestro planeta?
Ninguno. Absolutamente ninguno. Y la ciencia ficción se había
adelantado. Existían cientos y miles de películas y novelas sobre
personitas que no son personas, que son verdes, naranjas o blancos,
con ojos grandes, o pequeños y numerosos, y viscosos, o llenos de
brazos, con voces estridentes, armas extrañas... Y todas las
historias comenzaban igual. Siempre había un coche y un bicho raro;
y aquí estaba yo, la protagonista. Solo faltaba la música mística
de fondo.
Vislumbré
el pequeño calambre de las antenas al rozar la farola, y luego un
contenedor de basura, y luego la farola, y de nuevo la basura. Grité,
nerviosa, me empujé contra el asiento y clavé las uñas en el
volante.
Un
extraterrestre.
No
me acordé del móvil, ni de arrancar si quiera. La curiosidad me
había paralizado e ignoraba los pitidos de los automóviles que me
pasaban.
–No
estoy loca. No estoy loca –me repetí con los ojos cerrados–. Hay
un ser de otro planeta en mi calle, pero no estoy loca.
Abrí
la puerta del coche después de vencer el miedo, y me bajé con las
piernas temblorosas. Tal vez el bicho solo quisiera hablar, contactar
con la vida humana. ¿No era eso lo que querían todos los
extraterrestres de la ficción? Me convencí, me lo repetí mientras
me acercaba. Solo veía las chispas de las antenas, pero era
suficiente para replantearme dar la vuelta y llamar a la policía.
Un
paso, dos, tres... No podía creerlo. Iba a conocer a un
extraterrestre. Y me haría famosa, aún si el ser desconocido me
desintegraba allí mismo. Sería la heroína del siglo XXI, la
primera persona en contactar con una especie viva de otro planeta. ¿Y
cómo hablaría? ¿Conocería nuestro lenguaje y nuestro idioma, o
solo el inglés? ¿Y si se expresaba en códigos? Yo no sabía morse,
ni marciano, ni mercuriano, ni galaxiano... ni nada de nada; solo
español.
Me
entró el pánico. Podría matarme. ¿Y si era violento? ¿Y si no
quería nuevos amigos? Me detuve a pocos pasos, pero ya había
imaginado demasiado como para volverme atrás.
Levanté
los brazos, para aclarar que iba en son de paz, y recorrí el último
tramo hasta la masa uniforme que se estremecía por el viento.
Comencé mi discurso de buena voluntad. Estaba nerviosa, pero esas
palabras se grabarían en la historia y debía esmerarme por resultar
convincente.
Escuché
unas risas. Unas risas acompañadas de palmadas. ¿El bicho se reía?
¿Me entendía acaso? Lo miré asustada, pero descubrí a una anciana
en el soportal de enfrente, vestida de harapos y rodeada de cartones.
Sus dientes ennegrecidos me saludaban con estupidez.
–Venga,
niñita, venga aquí. Tome hueco al lado mío –me dijo, cuando pudo
contener la risa.
Apreté
las llaves del coche contra mi pecho y la miré a ella, y luego al
extraterrestre. Se reía porque no entendía que aquella hazaña se
anunciaría al día siguiente en los periódicos del mundo entero.
–Estoy
dialogando, ¿no lo ve? –le espeté con rudeza–. Este respetable
ser ha venido a la Tierra a contactar con los humanos, y me ha
elegido a mí. Soy su intérprete. No puedo sentarme con usted,
muchas gracias.
Pero
la mujer de nuevo rompió a reír.
–¡Respetable
ser, dice! –exclamó con sorna–. ¿Y qué soy yo, entonces? ¿La
reina del universo?
La
miré alarmada. Aquella mujer estaba loca, seguramente. Por eso se
rodeaba de deshechos y lucía tan desaliñada. Alcé la barbilla con
dignidad y me volví hacia el extraterrestre, para disculparme. Sin
embargo, las carcajadas de la vieja me distrajeron de nuevo, y esta
vez me paralizaron.
–Hijita,
no haga eso. No se haga eso, por Dios, que vendrá la policía y la
llevará a la cárcel, o a un centro de locos, o váyase a saber
–dijo, haciéndome un gesto para que la acompañase a su lado–.
Confíe en mí, que eso que ve no es un marciano, o lo que quiera
usted, sino una bolsa de basura arañada por cristales y en la que un
niño lanzó su scalextric esta mañana. Pero yo puedo ser la reina
del universo, si prefiere, y podemos hablar toda la tarde hasta que
se harte. No siga ahí de pie, que pensarán que estás loca y
vendrán a buscarla.