—Te
vas.
Laura
notó que el corazón le palpitaba diferente. Reunió la fuerza
necesaria para mirarle a los ojos. Aquellas pupilas oscuras y enormes
eran tan locuaces que se sintió desnuda. Un puño le impidió bajar
la barbilla.
—Por
favor, por favor.
—Nunca
supliques —replicó él.
Abrió
la mano y la detuvo en su cuello. Aquel movimiento la estremeció. Laura la apartó de su piel para besarla con insistencia, ya perdida en lágrimas,
hasta que él y su mirada temblorosa se dieron la vuelta.
—No
llores.
Pero
la orden se quebró con sus pasos. Alcanzó el bote y la escuchó
correr por el embarcadero. Se precipitó en la nuez que le alejaría
para siempre. No quería decirle lo que en verdad ya habían gritado
sus ojos.
—¡Por
favor!
Sus
lamentos terminaron tan huecos que le penetraron el alma. No querría
volver a tierra. Jamás podría enfrentarse a la culpa de haberla
abandonado sin confesarle que la amaba.
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